Dom 26.09.2004
libros

EL EXTRANJERO

El hombre que escribe en el aire

James Salter, el piloto que un día decidió sentarse a la mesa con Hemingway y Fitzgerald.

GODS OF TIN: THE FLYING YEARS
James Salter
Edición y prólogo de Jessica Benton y William Benton
Shoemaker and Hoard, 2004
150 págs.

“La Fuerza Aérea: yo me la comí y me la bebí, estuve a su lado sin importar el día o el clima, recité su discurso infinito, me trepé a su ala para ser yo mismo quien cargara mi avión con combustible, me derrumbé en las arenas húmedas de sus playas con muchos otros tan sudorosos como yo y fui picado por sus moscas, ignoré sus paneles de control, dormí en sitios desagradables, le entregué mi corazón”, escribió alguna vez James Salter (Nueva York, 1925) a la hora de recordar lo que originalmente fue: un piloto de combate en los cielos de Corea que, en un momento, descubrió que había sido “contaminado por el agente patógeno de la literatura” y comenzó otra vida en la que escribió relatos, memoirs y novelas perfectas –publicadas en nuestro idioma por Sudamericana o Muchnik– entre las que se cuenta ese reverenciado clásico moderno que es la sensual novela-de-americano-en-Francia Juego y distracción (1967) y su inolvidable voz narradora a la cual mejor no creerle todo lo que nos cuenta. Lo que no implica que Salter se haya olvidado de las máquinas voladoras y de las nubes flotantes. Sus primeras novelas –The Hunters (1956) y The Arm of Flesh (1961, y reescrita y vuelta a publicar como Cassada en el 2000) transcurren más en el cielo que en la tierra y buena parte de este librito ligero que es Gods of Tin sale de ellas dos: extractos sobre la sensación de volar unidos a fragmentos de su autobiografía Burning the Days (1997), a fotos documentales y a un diario de combate inédito hasta la fecha que, hoy, puede ser leído como la crónica secreta del instante preciso en que el piloto comenzó a sentirse narrador de su propia vida y donde la descripción del modo en que el sol rebota en el plástico de la cabina o el modo en que un MIG se te viene encima ya es algo más que un simple y preciso informe para sus superiores. Y sí: Irwin Shaw y Norman Mailer y Joseph Heller y James Jones y Kurt Vonnegut estuvieron allí, y vivieron para contarlo; pero ninguno de ellos lo cuenta como lo cuenta James Salter.
Porque, digámoslo: Salter –a menudo comparado con Saint-Exupéry, pero también con Monet– escribe sobre estar en el aire con la misma maestría que John Cheever describe las piscinas de los suburbios en las noches de verano, o Norman Maclean atrapa epifanías a la hora de sublimar la pesca con mosca. Un lirismo funcional en el que nada sobra ni falta. Pero hay filias todavía más pertinentes y hay una comprensible y, por lo tanto, perdonable tentación de relacionar automáticamente la escritura de James Salter con la de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Ahí están la prosa medida, las diálogos exactos, la guerra y el extranjero como hábitats, la muerte del amor y esa estoica melancolía de sus héroes. Pero es un reflejo impreciso. Mientras que Hemingway es un artista de “lo macho” y Fitzgerald de “lo masculino”, Salter, en cambio, es un artista de “la hombría”. Lo mismo pero diferente y –digámoslo rápido y en voz baja– tal vez mejor escrito. Hay una integridad de discípulo fiel pero aventajado en Salter que, sin caer en la bravuconada hemingwayana o en el crack-up fitzgeraldiano (nada cuesta imaginar a Salter fumando y escribiendo tranquilo en una mesa mientras contempla cómo Hemingway se agarra a golpes con el barman y Fitzgerald cae borracho al suelo), lo convierte en un narrador mucho más sabio y preciso a la hora de establecer las justas coordenadas de las acciones y reacciones de sus personajes. Eneste sentido, James Salter es una auténtica curiosidad: una mutación para mejor al tiempo que un virtual eslabón perdido entre la Generación Perdida y el Realismo Sucio. Quizá por eso, al leer a Salter, se experimente la curiosa sensación de estar paladeando a un clásico sin edad, difícil de ser situado en un sitio preciso del mapa y del almanaque. La literatura de Salter es, al mismo tiempo, familiar en sus temas, pero siempre novedosa en su maestría. Su prosa de mot juste es, en apariencia, de una soberana placidez para descubrirnos, enseguida, que ese lago en perfecta calma es en realidad mucho más profundo de lo que en principio pensábamos. Gods of Tin –título tan soberbio como humilde que se traduce como Dioses de lata– es, con sus intenciones de breviario volador o de educación sentimental con motor a reacción, una –otra– perfecta muestra de su pericia y su buena puntería, y sus mejores y más encandilantes reflejos. Tal vez, sí, un tanto accesoria para los conversos desde hace años; pero quién nos quita el placer de releer a Salter. Los que aquí y ahora recién lo descubran, gozarán de un perfecto aeropuerto para despegar hacia la regocijante misión que es una obra pequeña, pero inmensa.

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