UNA NOVELA EN LA QUE NACEN UN DETECTIVE Y UNA LEYENDA.
Bienvenidos al código Morse
Último bus a Woodstock
Colin Dexter
Letemendia Casa Editora
254 págs.
› Por Sergio Kiernan
El amor sigue caminos extraños. Algunos terminan en estacionamientos de Woodstock –no la del recital sino la Woodstock suburbio de Oxford– con una chica demasiado linda asesinada a barretazos. Otros terminan con una editorial dedicada a los libros de náutica editando policiales. En este caso, el amor es el del editor por la estupenda serie que relató la saga de un hombre desagradable, el Inspector Jefe Morse de la Policía del Valle del Támesis: después de tantas noches viéndola en Film & Arts, que la levantó inexplicablemente, el hombre se enteró de que los libros que dieron pie a la serie no habían sido traducidos al castellano. Así fue que Letemendia se apartó un rato de la jarcia y acaba de editar Ultimo bus a Woodstock, la novela en que nace Morse. Lo que nos lleva directamente a Colin Dexter, el autor.
Cuenta la leyenda que Dexter –setentón, graduado en Cambridge hace medio siglo, traidoramente mudado a Oxford– se encontró un buen día de vacaciones en un chalet en medio del campo, un verano en que no paró de llover. Los chicos lloraban, todos se aburrían y lo único que había para leer era un estante de novelas policiales aburridísimas, patéticas. Dexter leyó varias y llegó a una conclusión: si eso podía publicarse, él la iba a romper. Así nació Morse, un inspector jovato, malhumorado, solterón, amante de Wagner, bebedor en demasía, incapaz de la deducción y dueño de un pensamiento lateral que lo mete en toda clase de problemas, pero al final le revela, como un satori de cabotaje, la clave de sus crímenes. La novela (la primera de toda la serie, promete Letemendia si la cosa funciona) no puede ser leída, aquí y ahora, más que desde la serie. Entonces: Morse no tiene asistente fijo y cuando la rubia de piernas largas aparece con la cabeza rota y con semen en la entrepierna, le asignan a un sargento proletario, feliz y galés, el pobre Lewis. El dúo arranca con tics que se harán historia: Morse dice cosas incomprensibles, rumiando un discurso interior oblicuo; Morse tiene corazonadas y hace llamados clave; Morse bebe en horario de trabajo, pero no lo deja beber a su sargento; Morse snobea, invita a salir a una enfermera demasiado joven que termina, sorpresa, enamorada de él y por lo tanto en desgracia.
Igual que en la serie, llega un momento en que no tiene mayor importancia quién mató a quién. Uno está concentrado en por qué se mata, asunto mucho más importante, y en las demoradas descripciones de Dexter, un tipo de mano segura a la hora de llevar al lector por algún camino. Curiosamente, Morse tiene un par de costumbres que luego perdió en la tele –fumar, manejar un viejo Lancia en lugar de su venerable Jaguar– pero ya guarda en secreto su nombre y es un tímido romántico.
Para el que vio la bella serie –33 capítulos de casi dos horas de duración, casi como películas– este libro es territorio gratamente familiar. Para el que recién empieza, bienvenidos a la secta: el último bus no deja sólo en Oxford sino en las puertas de una de las mejores manías de esta vida.