Dom 03.10.2004
libros

MANíAS

No muerden pero...

El amor por los libros tiene su contracara en la pesadilla de que se vuelven inmanejables. Así lo narra con humor e ingenio Carlos María Domínguez en La casa de papel (Alfaguara), una nouvelle que incita a la lectura y también alerta sobre los riesgos de la bibliofilia.

› Por Angel Berlanga

Cuando Carlos María Domínguez tuvo lista la estructura de la cabaña que estaba construyendo en La Paloma, entre la costa uruguaya y la Laguna de Rocha, pensó que los libros que implacablemente habían tomado ya los placares y pasillos de su casa en Montevideo alcanzarían de sobra para levantar las paredes de su casa frente al mar. Más adelante lo pensó mejor y decidió que fuera Brauer, el bibliófilo protagonista de La casa de papel, quien llevara adelante el emprendimiento en la ficción y transformara a su biblioteca en miles de ladrillos. Acompañada por cuatro relatos cortos, esta nouvelle da nombre al nuevo libro de este periodista y escritor argentino “uruguayizado” (autor entre otros libros de Tres muescas en mi carabina, La mujer hablada y Construcción de la noche, biografía de Onetti en colaboración con María Esther Gilio) que, mientras narra la historia de Brauer, despliega un abanico de posibles conductas y situaciones extremas en relación con los libros, desde influencias de autores hasta accidentes fatales, pasando por rituales, fetichismos, fanatismos y obsesivas persecuciones de ejemplares únicos.
Domínguez cuenta que hizo una investigación sobre los vínculos que los lectores entablan con sus bibliotecas domésticas y que se sumergió en el extraño mundo de los bibliófilos. Así dio con “exquisitos que para leer un capítulo necesitan tener veinte libros a mano”, expertos en preservación obsesionados ante posibles ataques de bichos, polvos y humedades, tipos que son capaces de regalar el auto para hacerles espacio a los libros en el garaje. “La pregunta fue ¿de qué modo los libros cambian la vida de las personas y viceversa, de qué modo las personas también cambian el destino de los libros, tanto en lo simbólico o cultural como en lo físico? Ese recorrido abarca a la lectura desde el placer del conocimiento, pero también desde su sensualidad, el goce de apreciar una buena edición, el papel, las letras como dibujos, las buenas ediciones.”
–Pero por momentos se ríe un poco de esas obsesiones que rondan lo sagrado de los libros.
–Sí, la idea también fue desmitificar esa convivencia diaria con los libros, toda la solemnidad que los rodea. Pero en el fondo hay una reflexión acerca de estas criaturas singulares, tan frágiles y a la vez tan persistentes. Durante siglos y siglos transmiten valores y conocimientos, y al mismo tiempo tienen una consistencia por la que sucumben fácilmente ante la humedad, el fuego, las fuerzas naturales, de las que muchos libros hablan. Ese contraste me parece muy curioso. En muchísimos casos, el libro es un objeto que nos va a acompañar toda la vida y no sabemos por qué: uno lo compra, lo lee, queda asociado a un momento de la vida y después, quizá, sus páginas no vuelvan a verse nunca más. Y sin embargo uno, como lector, necesita que ese libro esté ahí, en la biblioteca.
–El relato también plantea que cuando los libros son demasiados, su ordenamiento puede resultar una pesadilla.
–En ese fetichismo que todo lector cultiva con su biblioteca, a veces da aprensión poner a un autor al lado de otro: “Justo juntar a estos dos tipos...” De ahí que Brauer cambie su fichero temático y busque un orden por un registro de tipo afectivo. Pero claro, tiene tantos volúmenes que es inmanejable. Ahí también hay un juego con el sentido de la memoria, con la forma en que puede ordenarse el pasado, porque una biblioteca es también un viaje en el tiempo. Llega un momento en que los volúmenes son muchos y hay que hacer filas dobles en los estantes, y se van ocupando los pasillos y las habitaciones con libros, y eso se vuelve inmanejable, como la memoria. De modo que perder un fichero, para un bibliófilo, es perder el orden de la memoria, y eso puede derivar en la situación dramática que vive este hombre.
–¿Los fanáticos de los libros tienen la piel ligeramente apergaminada por encima del tobillo, como sucede con uno de los personajes?
–Y, yo lo veo... Apergaminada porque toman poco sol, y prefieren quedarse leyendo a ir a una plaza. Se van contagiando la naturaleza del objeto que admiran, se les adhiere esa condición. No todos, claro, porque algunos alternan en mundos de aventura, pero es frecuente encontrar en los grandes lectores ese tipo de piel.
–¿Y sus manías con los libros cuáles son?
–Muchas de las que tiene el personaje: no juntar a Borges con García Lorca, por ejemplo, o a García Márquez con Vargas Llosa. Yo pasé por distintos estadios: al principio, en la adolescencia, uno tiene cierto orgullo por la cantidad de libros leídos y por su biblioteca, porque se supone que cuantos más libros tenés más culto sos. Después, de a poco, todo lector pasa del orgullo a la pesadilla: los libros lo van invadiendo todo. Cuando escribí La casa de papel me propuse dejar de comprar y vivir con una sola biblioteca, chiquita. Pero ya tuve que poner otros estantes en el dormitorio, se empiezan a acumular de nuevo, me ocuparon un placard. Como además he ejercido la crítica literaria durante muchos años, me fui llenando de libros. Cada tanto los regalo, o los cambio por otros que quiero leer. Pero es muy difícil deshacerse de los libros.

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