Para nosotros, la libertad *
Por Georg Simmel
Fue en el siglo XVIII cuando la necesidad de libertad en general, la liberación de las ataduras con las que la sociedad había ligado al individuo, encontró su mayor conciencia y repercusión. Esta exigencia de principio puede constatarse en su variante económica entre los fisiócratas, que alaban la libre competencia de los intereses particulares como el orden natural de las cosas. También en su construcción al nivel de los sentimientos por parte de Rousseau –para quien la violación del ser humano por la sociedad históricamente devenida es la causa de todo debilitamiento y de todo el mal–, en su formulación política por parte de la Revolución Francesa –que absolutizó la libertad individual hasta tal extremo que incluso prohibió a los obreros la asociación para defender sus intereses–, en su sublimación filosófica por parte de Kant y Fichte –que convirtieron el yo en el sostén del mundo conocible y su autonomía absoluta en el valor moral por excelencia.
La insuficiencia de las formas vigentes de la vida social en el siglo XVIII, en comparación con las fuerzas materiales y espirituales de producción de la época, se hizo presente en la conciencia de los individuos como una atadura insoportable de sus energías: como los privilegios de los estados superiores, el control despótico del comercio y las actividades, los residuos aún poderosos de las constituciones gremiales, la coacción intolerante de la Iglesia, la obligación de servicio de la población rural, la privación de participación política en la vida estatal y las restricciones normativas de las ciudades. Bajo la opresión de estas instituciones, que habían perdido toda su legitimidad interna, surgió el ideal de la pura libertad del individuo. Según éste, la eliminación de estas ataduras, que obligaban a las fuerzas de la personalidad a moverse en vías antinaturales, haría que se desplegaran todos los valores internos y externos, para los que existían las energías pero que estaban política, religiosa y económicamente paralizadas, y estos valores conducirían la sociedad de la época de la histórica insensatez a la razón natural. Dado que la naturaleza no conocía todas estas ataduras, el ideal de la libertad aparecía como el del estado “natural”. Si se entiende por naturaleza la existencia originaria de nuestra especie y de cada uno de los seres humanos (sin considerar la ambigüedad de lo “originario”: como lo temporalmente primero y lo fundamental en cuanto a la esencia), desde la que arranca el proceso cultural, se puede decir que el siglo XVIII trata de conectar en una síntesis poderosa el punto final o culminante de este proceso con su punto de partida. La libertad del individuo estaba demasiado vacía y débil para sostener su existencia. Como las fuerzas históricas ya no la llenaban y sostenían, ahora lo hacía la idea de que sólo había que obtener esta libertad de la manera más pura y completa para volver a encontrarse sobre el fundamento originario de nuestro ser genérico y personal, y que éste sería tan seguro y fecundo como la naturaleza en general.
Sin embargo, esta necesidad de libertad del individuo, que se sentía limitado y deformado por el devenir histórico de la sociedad, lleva en su realización una contradicción interior. Resulta claro que sólo es realizable de manera continua si la sociedad se compone exclusivamente de individuos dotados de las mismas fuerzas interiores y exteriores. Puesto que esta condición no se cumple en ningún lugar y las fuerzas que otorgan poder y determinan los rangos entre los seres humanos son desde el principio cuantitativa y cualitativamente desiguales, aquella libertad absoluta llevará inevitablemente al aprovechamiento de esta desigualdad por parte de los aventajados, de los inteligentes frente a los más tontos,de los fuertes frente a los débiles, de los atrevidos frente a los tímidos. Cuando todos los obstáculos externos están eliminados, la diferencia de las potencias internas debe expresarse en una diferencia correlativa de las posiciones externas: la libertad que otorga la institución general se vuelve nuevamente ilusoria por las condiciones personales, y como en todas las relaciones de poder la ventaja ganada una vez facilita la obtención de otras –de lo cual la “acumulación de capital” es sólo uno de los ejemplos–, la desigualdad del poder se ampliará en rápidas progresiones y la libertad de los así aventajados se desplegará siempre a costa de la libertad de los oprimidos. Por esta razón, era plenamente legítima la paradójica pregunta de si la socialización de todos los medios de producción no era la única condición bajo la cual se podría poner en práctica la libre competencia. O sea que sólo al quitar al individuo a la fuerza la posibilidad de aprovecharse plenamente de su eventual superioridad frente al inferior, puede reinar el mismo grado de libertad en toda la sociedad.
Por eso, si se parte de este ideal, no es correcto decir que el socialismo significa la anulación de la libertad. Más bien sólo anula aquello que, cuando existe la libertad, se convierte en medio para reprimir la libertad de unos en beneficio de otros: la propiedad privada, que no sólo se convierte en expresión sino incluso en el multiplicador de las fuerzas individualmente diversas y que puede extremar estas diferencias hasta tal punto que –dicho de manera radical– en un polo de la sociedad se ha acumulado un máximo, y en el otro un mínimo de libertad. La plena libertad de cada uno sólo puede existir sobre la base de la plena igualdad con cualquier otro. Sin embargo, ésta es inalcanzable no sólo en lo más personal, sino también en el ámbito económico mientras éste permite el aprovechamiento de superioridades personales. Sólo al eliminar esta posibilidad, es decir, al suprimir la posesión privada de medios de producción, es posible la igualdad y queda eliminada la limitación de la libertad inseparable de la desigualdad. Es innegable que precisamente en esta “posibilidad” se muestra la profunda antinomia entre libertad e igualdad, puesto que sólo se puede resolver hundiendo a ambos en la negatividad de la falta de posesión y poder. r
* Fragmento de “Cuestiones fundamentales de sociología” (Gedisa), cuya versión castellana será presentada durante las Jornadas Actualidad del pensamiento de Simmel.