En buscadel tiempo resumido
MARCEL PROUST
Edmund White
trad. Jaime Zulaika
Mondadori
Barcelona, 2001
170 págs. $ 22
› Por Rodrigo Fresán
Con el correr de los años, las biografías más y mejor autorizadas del escritor francés Marcel Proust –la de George Painter, la de Ghislain de Diesbach, la de William C. Carter, la supuestamente definitiva e insuperable de Jean Yves-Tadié– han ido creciendo progresivamente de tamaño como si, obligadas por el torrente incontenible de En busca del tiempo perdido, sintieran la vampírica necesidad de extraerle a esa vida inocurrente hasta la última gota de sangre y tinta y, de ser posible, una verdad secreta. Una deslumbrtante revelación que justifique y explique la génesis y la autoría de la novela más literalmente ocurrente del siglo XX firmada por un hombre con cara de nada y cuerpo de alfeñique de 44 kilates que, sin embargo, reunió ahí adentro la astucia de David y la potencia de Goliath.
Está claro que, hasta ahora, los miles de páginas sobre el descubridor de la novela/ensayo/memoir alternativa y de la metaficción pura raza no han hecho más que ahondar el misterio, glorificar el milagro y fortalecer la misma Gran Pregunta de siempre: ¿Cómo es posible que ese tipo haya podido escribir ese libro?
En este paisaje, y dentro de este misterio poco misterioso, las apenas 170 páginas de la biografía “por encargo” de Edmund White pueden parecer una boutade o nuevo agregado a la vertiente freak proustiana que reúne libros del tipo de Cómo cambiar tu vida con Proust de Alain de Botton, The Year of Reading Proust de Phyllis Rose, Proust de Samuel Beckett, o los involuntariamente desopilantes y patológicos recuerdos del ama de llaves Céleste Albaret en Monsieur Proust.
Pero no. La breve pero exhaustiva biografía firmada por Edmund White -autor también de una monumental vida de Jean Genet así como de una trilogía de novelas autobiográficas y, sí, proustianas sobre la condición homosexual en los Estados Unidos– cumple su cometido invirtiendo la fórmula y reconociendo desde el vamos que lo interesante no es la vida de Proust sino lo que Proust hizo con su vida. Así el “Mini Proust” de White cumple a la perfección el rol de magdalena, losa despareja, sonido de cuchara contra plato, rigidez de una servilleta, produciendo en el iniciado las ganas demenciales de volver allí al recordarnos que tal vez ya vaya siendo hora de volver a leer el mejor libro jamás escrito sobre el verbo recordar. Así el Proust de White atrapa para no soltar al recién llegado que se detiene por primera vez frente a ese color amarillo en ese cuadro o escucha por primera vez esa sonata.
Si algo cabe reprocharle a White –gesto inevitable, después de todo se trata del mejor escritor gay en actividad– es la tendencia casi militante de volver una y otra vez sobre el costado homosexual de Proust (el culposo y vergonzante y negador Marcel sufriría, seguro, un poderoso ataque de asma ante ciertas aseveraciones del norteamericano), aspecto que White siente que no fue tratado con propiedad o a fondo en anteriores biografías. Pero es una queja mínima que, finalmente, acaba dotando a este Proust de un rasgo propio y que lo diferencia de anteriores retratos.
Admirador confeso de la biografía del súper-especialista Tadié, White compara al “desmemoriado” Proust con un actor del Método a la hora de recordar “sensorialmente” y termina reconociendo –final feliz– que “porextraña que pudiera haber sido la vida de Proust, ésta ha sido eclipsada, como él esperaba, por la radiante visión que de la misma él ofreció en sus escritos”, convirtiendo al autor y al personaje de En busca del tiempo perdido en el más sofisticado de los escritores populares o en el más popular de los escritores sofisticados a la hora de reescribir su realidad y su época.
En este contexto, toda biografía de Proust funciona –o debería funcionar, en un mundo mejor– más como tentador ojo de cerradura que obsesiva Piedra Rosetta. Lo de antes: la suya no fue una existencia apasionante, lo apasionante es su obra. La virtud de White, entonces, reside en la paradoja de hacerle ganar tiempo a aquel que se pregunta si debe leer o releer a Proust o continuar investigando su días y noches. Lo que no implica que convenza a nadie. Otra vez: los insaciables y poseídos, claro, seguirán buscando en Tadié y Co. un mensaje cifrado y personal mientras esperan el retorno del mesías; los principiantes saldrán a pasear por el Camino de Swann con un “Mucho tiempo he estado acostándome temprano...”. Y después unos y otros –al final, habiendo recobrado la totalidad del tiempo, víctimas del síndrome de abstinencia y contagiados para siempre– correrán y segirán corriendo, sí, en busca de Tadié, de esas fotografías de Nadar, a inspeccionar con lupa ese viajecito a Illiers-Combray.
“Proust es el primer escritor contemporáneo del siglo XX porque fue el primero en describir la inestabilidad permanente de nuestro tiempo”, concluye White en la última línea.
Este pequeño gran libro –un par de horas terrestres sobre una obra a años luz de cualquiera de nosotros– es la perfecta e incontestable prueba de ello.