Stuart Preston (1912-2005)
› Por Sergio Di Nucci
“Por su absorción en las diferencias de clase, en las diferencias sociales e intelectuales que responden a variables múltiples, es el Henry James de hoy.” Con estas palabras, James Lees-Milne, el mejor diarista inglés del siglo XX, definía a Stuart Preston, el norteamericano que fue la gloria de la vida literaria en las dos orillas del Canal de la Mancha durante las décadas del ‘40 y del ‘50, y que murió en París en febrero del 2005 a los 89 años. Los diarios tardaron más de un mes en consignar su muerte. Bastante rápido si se considera el actual desinterés por la literatura anterior a los ‘60. No sólo anglófilo sino francófilo fue Stuart Preston. Durante dos decenios fue el crítico de arte del New York Times, que lo recordó con un obituario tardío y anodino. El gusto de Preston era por los impresionistas y post-impresionistas, y contribuyó a difundir las ventas de estos maestros junto al inclasificable Fernand Legros. Publicó un libro notable sobre Vuillard en 1971. Su fama comenzó en la Segunda Guerra Mundial, cuando viajó a Gran Bretaña y de ahí a la Francia ocupada, y se encargó de desbaratar el mercado de arte clandestino de los nazis. Ganó después todos los honores del gobierno francés. En Londres y en París lo conocían simplemente como “el Sargento”. Tenía un aire a Gary Cooper, lo fotografiaba Cecil Beaton y, como Neal Cassady para la generación de los beatniks, era el héroe de todas las masturbaciones. Su conocimiento enciclopédico era acaso superior a su atractivo sexual, y una de las causas legítimas de éste. Fue un personaje clave en las novelas de Evelyn Waugh, y en las cartas y los diarios de Anthony Powell (quien también lo travistió en sus novelas), de Nancy Mitford, de Harold Nicolson, de Raymond Mortimer, de Osbert Sitwell, del rey Jorge VI. Sus escritos esperan una recopilación accesible, que le haga justicia. Quizá se pareció más a un protagonista de James que al novelista mismo. Como norteamericano, descubrió al final de su vida hasta qué punto Europa había detestado su inocencia, cuando leyó los diarios y papeles privados de sus amigos ingleses de mediados de siglo, donde abundaban las referencias condescendientes: toda anglofilia encuentra su castigo. A finales de los ‘60 se exilió en Francia, donde, observa con algo de sadismo The Times en su necrológica, “no recibía tantas invitaciones de la alta sociedad como habría deseado”. Conoció, sin embargo, el único amor que le importaba, y que duró hasta su lecho de muerte.