La nouvelle de Millhauser ya se consigue sola.
› Por Mariana Enriquez
August Eschenburg
Steven Millhauser
Interzona
97 pags.
Las ficciones de Steven Millhauser están pobladas de soñadores, inventores, ilusionistas, artistas y millonarios excéntricos, creadores de todas clases con una característica en común: llevan sus ilusiones demasiado lejos, de forma total; sus ideas creadoras consumen sus vidas. Así era Martin Dressler, el protagonista de la novela que le valió el Pulitzer en 1996 (Martin Dressler: The Tale of an American Dreamer), un exitoso empresario hotelero que construye un edificio que es un mundo en sí mismo, y hasta incluía un manicomio.
Así es también August Eschenburg el protagonista de la nouvelle que lleva su nombre, publicada originalmente en la colección de cuentos In The Penny Arcade, ahora editada en forma separada por Interzona, con la venia del autor que siempre la consideró un trabajo separado. Millhauser, escritor norteamericano considerado de culto que rara vez da entrevistas, es un apasionado de los detalles y la construcción de mundos extravagantes que lo ubican en el campo del fantástico aunque sus herramientas son por lo general realistas: es un narrador de lo extraño que utiliza escenarios y protagonistas adecuados a sus fantasmagorías: viejos teatros, el mundo algo siniestro de la infancia, juguetes viejos, ferias circenses. Y suele trabajar con la realización de las fantasías infantiles, creando trayectorias imposibles; los logros generan satisfacción pero también fracaso, porque sus artistas rigurosos son tan fieles y empecinados que suelen perder contacto con su época, su entorno, sus vínculos.
August Eschenburg se obsesiona, cuando niño, con un curioso juguete de papel que toma diferentes formas y expresiones. No es posible encontrar un paralelo real con este extraño objeto y desde la primera línea el relato se ubica en un terreno surreal –aunque Millhauser jamás cae en experimentos de lenguaje–. El chico, hijo de un relojero en la Alemania de fines del siglo XIX, descubre su amor por los engranajes y, más tarde, por la creación de autómatas, muñecos animados pasados de moda, a los que se dedica con una disciplinada pasión. Verdadero genio de la técnica –es capaz de crear autómatas que reproducen la expresión humana hasta lo sobrenatural– es contratado por un emporio comercial para decorar las vidrieras, y pronto cae en una competencia desleal con otro creador de autómatas mucho más burdo, pero capaz de entretener a las masas con más eficiencia mediante muñecos vulgares. August pierde su trabajo, pero gana la amistad y la admiración de su rival, un hombre “que estaba aburrido, y hasta la médula del espíritu, como sólo podía estar aburrido alguien de mucha más inteligencia que talento”. El rival le ofrece un último acto de despedida a las anticuadas criaturas de August, pero antes le dice al creador –que fiel a su visión ni siquiera se dio cuenta de la aparición del cinematógrafo–: “Tú eres un poeta brillante que escribe un poema de fines del siglo XIX en el alemán medieval: tu público lo componen tres estudiosos, uno con problemas de oído, otro con un lamentable tic doloureux y otro que necesita una chata”. Sin embargo, August Eschenburg no es una fábula que proponga las bondades de lo aristocratizante por sobre lo populista, porque Millhauser es un escritor demasiado inteligente: se trata más bien de la lucha de una visión en contra –o fuera– del tiempo, de la soledad de los creadores y los diferentes, de la incomprensión de la época –cualquier época– por los sueños errados.
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