MI PERSONAJE FAVORITO
Por Cristina Bajo
Se me hace difícil, después de haber leído de todo y casi todos los días de mi vida, elegir un personaje, uno sólo, como favorito. En primer lugar están mis héroes infantiles, como el Príncipe Valiente; luego, los personajes de Dickens, de Twain, más adelante, de la Austen, la Eugenia de Balzac, tan querible, o ese aventurero desfachatado de Rhett Butler, digno compañero de Scarlet O’Hara. ¿Y qué decir de Mrs. Dalloway, del Maurice de Forster? Pero, de alguna manera, el culto por héroes y heroínas, al entrar en la década de los ‘60, se convirtió, para mí, en el culto al personaje enfrentado a enemigos que no tienen rostro, ni apellido, ni domicilio. Me enamoré de los héroes de Graham Greene y de John Le Carré: el protagonista de El factor humano, el de El honorable colegial, hombres cargados de debilidades, de recelos, de cobardías, que finalmente aceptarán su destino de fracasados inmolándose en un acto de valor que los redime de sus vacilaciones. Esos eran hombres.
Así llegué a Zenón, el de Opus Nigrum, un hombre del siglo XVI concebido por la Yourcenar, una especie de testigo que podría recorrer todos los siglos, pues es el resultado de una doliente humanidad; un hombre que tuvo que adoptar muchos nombres y recorrer muchas leguas, siempre escapando, en su caso, del Santo Oficio. Siento una admiración y una ternura difícil de explicar por Zenón, médico, alquimista, filósofo, astrólogo, físico, lector de almas, traductor de enigmas anatómicos, lector de las estrellas, consolador de sufrientes humanos y aun animales. Un hombre que se desplaza por un siglo que navega sobre una correntada que a veces se despeña en el Medioevo y otras salta hacia el Renacimiento.
Lo seguimos desde que es concebido sin que su madre lo desee –por un acto de seducción– hasta su fin, en que arrebata a los que lo han encarcelado el poder de decidir qué hacen con él. Me identifiqué con Zenón cuando hace el recuento del trayecto –geográfico y emocional– que ha recorrido desde que tiene uso de razón: “Rigurosamente, casi de mala gana, aquel viajero, tras una etapa de más de cincuenta años, se esforzaba por primera vez en recorrer con la mente los caminos andados, distinguiendo lo fortuito de lo deliberado, esforzándose por elegir entre lo poco que parecía venir de él y lo perteneciente a lo indivisible de su condición de hombre”.
Y mientras espera, al borde del agua, el barco que lo pondrá a salvo –ya sabe que ha sido entregado por aquellos a quienes ayudó–, compra unos conejos para quitarse el hambre. El destino de los animalitos dispara algún cerrojo de su mente, porque los libera y regresa a su casa, donde será aprendido. Encerrado en una celda, Zenón dice al religioso que quiere salvarlo –llevado quizá por la fascinación que siente ante el prisionero que reconoce no creer en Dios, pero llevar a Dios dentro suyo–: “En ocasiones he mentido para vivir, pero empiezo a perder mi aptitud para la mentira”. Y más adelante, cuando el otro le menta la muerte en la hoguera, contesta: “Os confieso que llegados a un cierto grado de locura, o de sabiduría, parece poco importante que sea a mí a quien quemen, o a cualquier otro. Tal vez demos un valor desmedido al grado de firmeza del que da pruebas un hombre que muere”.
Zenón no me defrauda, porque se guarda para sí el último, sigiloso, e inevitable escape: el de la muerte autoinfligida, pensada como fisiólogo, médico, filósofo y hombre que no puede dejar de sentir temor, y, para los que leemos novelas de suspenso, ejecutada como un maestro de la estrategia, pues el autor del crimen tiene que retrasar el descubrimiento del cuerpo para mejor burlar a la Justicia. Y mientras agoniza, siento que toda angustia ha concluido para él, que finalmente es libre, y que aquel hombre que oye avanzar por el pasillo no puede ser más que un amigo que viene a recoger los restos de su indivisible humanidad.
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