LIBROS DE MUCHO(S) PESO(S)
› Por María Gainza
Cuando el Phaidon Atlas de Arquitectura Contemporánea salió a la venta, muchos pensaron que acá iba otra vez otro de esos proyectos pretenciosos para la mesa del lobby del Hotel Faena. Resultó ser otra cosa: una crónica bien hecha (amén de algunas lagunas como la africana) de los edificios más geniales terminados en los últimos cinco años. Estaban los grandes nombres de siempre, por supuesto, los Ando, Piano, Foster, Koolhass, pero aparecían también proyectos marginales, menos grandilocuentes, que nos hacían pensar que aún pasaban cosas ahí afuera, y que quizás era en la arquitectura donde el weltschmerz del siglo terminaría plasmándose. El Atlas daba la vuelta al mundo, desde los desiertos del Oeste de Australia a los viñedos del sur de Chile, registrando en el camino unos 1052 edificios. El problema era que no había piernas que aguantaran: el libro pesaba casi diez kilos.
Lo que vuelve a la edición de viaje una felicidad y un hallazgo. Es una versión jibarizada, de bolsillo, resumida, con apenas unas líneas básicas de información, pero la misma cantidad de edificios. Se puede abrir el libro en cualquier página e intentar adivinar en dónde estamos. A lo sumo una palmera o unos copos de nieve nos indicarán la latitud, pero no mucho más. Pareciera, después de todo, que la arquitectura mundial realmente existe y ella está pautada por un vocabulario de formas que se repite estemos donde estemos. Ya no es el gótico internacional con sus diferencias tajantes entre Alemania y Francia, ni el modernismo que iba ablandando o ajustando la línea según estuviera en España o en Inglaterra. Hoy el cubo modernista es la forma que cae por default, insuperada en elegancia y adaptabilidad, en cualquier lugar del planeta.
El repaso, si bien no exhaustivo es extensivo: están las torres Petronas en Kuala Lumpur diseñadas por César Pelli evocando los arabescos musulmanes; la Iglesia de San Francisco en Austria con una instalación lumínica de rayos y centellas que parece el Juicio Final; un McDonald’s como una jaula vacía (una obra que bordea lo conceptual) en Eslovenia; mientras, Gehry sigue diseñando esos bichos biomórficos usando todos los ángulos menos el recto, y el postmodernismo, gracias a dios y como era de esperar, ha envejecido muy mal (ver el Capitol Building en Toulouse de Ventura Scott Brown) con sus horrendos pedimentos y pórticos.
Adiós a la cal y al ladrillo: hoy los materiales utilizados son irreconocibles (la arquitectura, después de todo, ha ido de la mano de la tecnología desde los tiempos de la cúpula de Brunelleschi). Está, por ejemplo, el ethyltetrafluorethyleno con el que se construyó el Proyecto Edén de Grimshaw, unas esferas geodésicas que tienen menos de un 1% de masa de vidrio, lo que les asegura la ligereza de una pluma. En Holanda, donde las cosas siempre bordean lo excéntrico (pensar en los tulipanes, los quesotes, los molinos enloquecidos y los zuecos), hay una parada de colectivos que parece un chicle estirado. Después hay proyectos de bajo presupuesto: en Alabama, Rural Studio construyó una escuela con una sala de música hecha con parabrisas de autos. Y entre tanto ingenio, se cuelan dos visiones perfectas: la torre de control marítimo en Portugal creada por Gonzalo Byrne se inclina indómita sobre el agua y la biblioteca de Langston Hughes en Clinton, construida por Maya Lin, un antiguo granero elevado entre el bosque, captura la calidez de un buen libro en una noche de invierno. Lo mejor de Atlas, lo más arriesgado y brillante, es sin duda la obra de Bernard Khoury, un arquitecto que desde hace una década está reconstruyendo Beirut y que ha diseñado en el Líbano la discoteca B018, un boliche literalmente underground, donde los jóvenes bailan debajo de las ruinas de una zona masacrada por la guerra.
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