En el vientre de la bestia
Empire Falls, la nueva novela de Richard Russo que se alzó con el Premio Pulitzer y que Emecé acaba de publicar en castellano, registra con elocuencia impiadosa y digna de celebración las grietas internas del imperio que pretende hegemonizarse en el mundo.
› Por Juan Forn
Hace unos diez años, una multinacional compró la fábrica textil que daba trabajo a la mayoría de los habitantes de la pequeña comunidad de Maine donde vivía Richard Russo. Los nuevos dueños cancelaron las horas extra, ajustaron los salarios y anunciaron al personal que esperaban un enorme esfuerzo de su parte para hacerla competitiva. El personal logró aumentar la producción a pesar de las desfavorables condiciones y quedó atónito cuando, al año siguiente, la multinacional procedió no sólo a embolsar las ganancias sino a liquidar la empresa, enfrentando costos de despido mucho más bajos gracias al ajuste previo. Un año después, cuenta Russo en un reportaje reciente, aquella comunidad se había convertido en un pueblo fantasmal, de esos que vegetan a trasmano del progreso, recordando días mejores mientras esperan contra toda esperanza que alguien vuelva a ponerlos en el mapa.
El escenario es más que familiar para los lectores de las tres novelas de Russo traducidas al castellano antes de Empire Falls (Mohawk, Alto riesgo y Ni un pelo de tonto). No importa el nombre con que Russo bautice en cada caso a la localidad, ni el motivo puntual de su decadencia, el centro argumental de su obra ha sido siempre ése: un pueblo chico venido estrepitosamente a menos y, en su centro, un hombre de mediana edad entrampado en esa red de expectativas incumplidas, colectivas e individuales. La marca de agua que caracterizaba a Russo hasta ahora era una gran solvencia para registrar en tono tragicómico los avatares de esa precaria y perenne flotación: conflictos padre/ hijo, desastres matrimoniales, incapacidades varias para el compromiso (desde el terreno de la amistad hasta el laboral, desembocando en la incapacidad de ser artífice del destino propio). Pero, una y otra vez, sus libros se iban “angostando” a medida que Russo restringía el foco a la peripecia individual del protagonista, privando al lector de la potencia inicial de su premisa: el tejido entre destino individual y colectivo.
No es casual que Empire Falls (no sólo el título más que alegórico de la novela sino el nombre del pueblo en que transcurre) dedique su prólogo y su epílogo a la dinastía Whiting: por primera vez, Russo parece decidido a lidiar con la decadencia de un pueblo desde sus causas hasta sus consecuencias, y ¿qué mejor manera que empezar mostrando el pueblo tal como se ve desde la omnisciente óptica de sus fundadores y propietarios? Ese prólogo de veintipico de páginas (que tendrá su espejo en las veintipico de páginas del epílogo) registra el ascenso y esplendor de dos generaciones de Whiting y anticipa el comienzo del fin con la construcción de una nueva residencia al otro lado del río, en el preciso lugar desde donde puede verse panorámicamente Empire Falls y la fábrica que fue el epicentro de su crecimiento.
Con el primer capítulo, cruzamos el río que separa la mansión Whiting del pueblo y bajamos al llano: a la vida tal como se la ve desde el Empire Grill, único restaurant activo y encarnación perfecta de todo aquello que la comunidad iba a ser y no fue. La época es la actual, o casi: algún momento posterior a las Reaganomics y previo al fin del milenio. Hay vida en Empire Falls, a pesar de las evidencias en contrario: hay iglesias (dos), bares (dos), una escuela secundaria (con un rol decisivo en la historia), un destacamento policial (tan obsesionado por el tráfico de droga como por la caza furtiva), un puñado de edificios en su calle principal (ninguno de ellos supera los tres pisos), un hospital y hasta un salón de peluquería y un gimnasio. Pero sobre todo hay una enorme fábrica cerrada, hasta donde llegan periódicamente limusinas con patente de Massachusetts y hombres de traje que recorren los alrededores despertando las más delirantes esperanzas entre los habitués del Empire Grill. De hecho, la población de Empire Falls se divide en dos categorías: los que se desvelan con esa quimera y los que se sienten a salvo por tener un trabajo (en la escuela, el hospital, el salón de peluquería y demás). Si se obvia el prólogo, no había especiales señales de que Russo fuera a lograr esta vez aquello que viene prometiendo y birlándole al lector desde su primer libro. Si bien la galería de personajes parecía sensiblemente más nutrida y lograda que en las experiencias previas (Empire Falls tiene más de veinte personajes sólidos, incluyendo varios ejemplares femeninos inolvidables, uno de los puntos débiles de Russo en sus libros anteriores), el hilo conductor de esta novela era otro cuarentón atrapado en la telaraña de sus expectativas incumplidas: Miles Roby, el encargado del Grill. Y todo parecía vaticinar un nuevo y gentil anticlímax final, que encontraría su forma cabal en el cine (si los encargados de llevarlo al cine eran, como en Ni un pelo de tonto, la dupla Robert Benton/ Paul Newman, maestros en el arte de hacer pequeñas grandes películas a partir de voluminosos libritos).
Había, sin embargo, dos diferencias. La más visible corresponde al tramo final de la novela, cuando un segundo hito colectivo tiene lugar en la escuela secundaria de Empire Falls y pulveriza el espíritu vegetativo posterior al cierre de la fábrica. La otra es más subterránea y empieza a hacerse nítida cerca de la mitad de la novela (el libro tiene 542 páginas): se trata de un cambio en el aliento narrativo. Si en los libros anteriores, el cauce del relato se angostaba a medida que Russo iba restringiéndose a la peripecia individual de su protagonista, aquí ocurre exactamente lo contrario: aun apelando a Miles Roby como hilo conductor, Russo logra ensanchar cada vez más la vida de Miles, hasta dar cabida en ella a todos y cada uno de los personajes, hasta que el destino de Miles y el de Empire Falls se va haciendo uno solo, hasta que el destino de Empire Falls pasa por el centro de la vida de Miles Roby y de su hija quinceañera Tick.
Para que eso terminara de funcionar, Russo necesitaba en el tramo final del libro algo que sostuviera estructuralmente esa progresiva y bienvenida ampliación tonal: un episodio colectivo que contrapesara el cierre de la fábrica que inaugura la decadencia de Empire Falls. Y la realidad norteamericana de los últimos años se lo sirvió en bandeja, tal como le había ofrecido el acorde de apertura con el desguace de aquella fábrica textil en Maine. Al respecto sólo puede decirse lo siguiente: imaginen un personaje al que sus padres drogones suelen introducir, de muy chico, en una bolsa, y cuelgan esa bolsa dentro de un ropero para que los deje drogarse en paz, y suelen descubrir que lo dejaron ahí recién a la mañana siguiente. Imaginen a ese personaje cuando logra sobrevivir a tal infancia y a tales padres, y llega a los quince años, y aparece como alumno en la escuela secundaria de esta novela.
Empire Falls mereció unos elogios de la crítica que Russo no había recibido en su vida y se alzó hace unos meses con el codiciado Premio Pulitzer, desbancando al favorito The Corrections de Jonathan Franzen, que se había llevado todos los demás premios de la temporada. En menos de dos meses aparecerá en nuestro país la versión en castellano del libro de Franzen. Poco importa cuál es mejor. Lo que importa es que una y otra novela nos ofrecen la oportunidad infrecuente de observar, a través de ese instrumento de elocuencia invencible que puede ser la ficción encarada balzaciana o stendhalianamente, qué está pasando en el vientre de la bestia imperial que pretende regir los destinos del mundo.