HISTORIA
Un ensayo que, aunando cultura y política, hace un itinerario desde 2001 hacia atrás para descifrar los momentos clave en que el pueblo –de una u otra forma– fue a la Plaza de Mayo a saber de qué se trata.
La plaza política
Gabriel D. Lerman
Colihue
137 páginas
Por Eduardo Rinesi
Escrito cuando todavía resonaban entre nosotros los repiqueteos del “atronador acontecimiento” (como aquí se lo llama) del 19 y 20 de diciembre de 2001, este sugerente libro que nos entrega Gabriel D. Lerman revisa retrospectivamente la historia de los eventos –en general no menos atronadores– que hicieron de la Plaza de Mayo, desde los inicios mismos de la historia nacional hasta nuestros días, uno de los escenarios fundamentales de la vida política argentina. Y no usamos sin intención, aquí, la metáfora teatral del “escenario”; la política, en el modo en que es pensada en este libro, es una actividad que supone una fundamental dimensión interpretativa, representativa, teatral, y la plaza, ámbito teatral por excelencia, es el tablado donde se despliega esta actividad. Que es la actividad por medio de la cual un conjunto de sujetos –individuales o colectivos– que irrumpen en la escena interpretan, representan, un cierto papel: el papel del “pueblo” (del pueblo que quiere saber de qué se trata, del pueblo que quiere tratar lo que se sabe, del pueblo que, unido, jamás será vencido), que no tiene ninguna realidad sociológica fuera de la plaza porque es un concepto esencialmente político. Lo que puede decirse también afirmando que la política existe (que la política aparece, que la política –ella misma– irrumpe) cuando los sujetos sociales se presentan en el espacio público, se re-presentan en el espacio público, no en función exclusiva de sus intereses particulares específicos, sino vistiendo el atavío del pueblo, vistiendo el atavío que los convierte en “pueblo”. O cuando esos sujetos sociales, que quizás salieron de sus casas o de sus talleres y marcharon a la plaza en reclamo de los intereses que tienen o de los derechos que los asisten o que deberían asistirlos como miembros de este o aquel grupo social, trastruecan en la plaza su propia identidad y no se presentan (y no se representan), en ella, como parte de esos grupos a los que pertenecen sino como parte de un sujeto político llamado “pueblo”.
Por eso sería posible afirmar que la plaza política es el lugar donde fracasa la sociología, o donde la sociología toca su infranqueable límite, porque el sujeto de esa plaza, el “pueblo”, no es una realidad sociológica (como sí lo son, verbigracia, la clase obrera, los desocupados, los pobres estructurales y los nuevos pobres, los pequeños ahorristas y los deudores hipotecarios), sino el nombre que toman esos sujetos sociales cuando asumen como determinación de su comportamiento esa suerte de plus que se posa por sobre su pura y desnuda identidad de clase y que los desvía de ellos para volverlos “otra cosa”. Ese desvío es exactamente la política. Por eso, la plaza no es política porque en ella se “exprese” o se articule “políticamente” el ser social verdadero de un sujeto o de un conjunto de sujetos sociales preexistentes, sino porque en ella se constituye la misma realidad –por cierto, política– del sujeto popular. “Si este no es el pueblo/¿el pueblo dónde está?”, suele corearse en la plaza, y hay más sabiduría que la que parece en esta letra. En efecto, el pueblo no “está” en ninguna otra parte más que exactamente allí, en la plaza (en la plaza política, en la plaza que de tanto en tanto cambia su amable y repetido aspecto cotidiano de jubilados y oficinistas y palomas para transformarse –ella misma– en “otra cosa” y permitir que en ella surja la política), no porque el pueblo haya “ido” a la plaza, sino porque es precisamente ahí, en la plaza, donde el pueblo se constituye como pueblo.
Y esto desde el comienzo, es decir, desde mayo, columna inaugural, casi mitológica –escribe Lerman– a la que no dejará de remitirse cada ulterior peripecia de la historia política nacional. Lerman observa la fuerza de ese movimiento de “retorno”, de regreso al “espíritu de Mayo” por parte del grupo político que, después de Caseros y sobre todo de Pavón, puede celebrarse y celebrar la reconquista del poder –de la mano de los afanes conservadoramente modernizantes del intendente Alvear– en el lugar de las viejas glorias: la plaza, ratificada en su centralidad por el mismo movimiento por el que es transfigurada en su apariencia. A partir de entonces e inexorablemente, cada nueva apropiación de la Plaza será una re-apropiación, cada nueva vuelta (la de 1890, la de 1945, la de 2001), una revuelta. Que por lo mismo engendrará inmediatamente el previsible coro de estigmatizaciones –o de imágenes que proponen diversas analogías de la chusma invasora con estas o aquellas fuerzas naturales más o menos desaforadas e iracundas– que conocemos bien. Siempre es así: a la constitución del pueblo como sujeto político los voceros del Orden responden desalojándolo, a fuerza de improperios, de la zona de razonabilidad, de la humanidad, del logos. La misma idea de multitud, que hoy ha adquirido buena prensa de la mano de un neospinozismo tan seductor como facilongo y superficial, forma parte, en los modos en los que de Ramos Mejía en adelante la ha utilizado el pensamiento social argentino, de esta familia de imágenes de lo incontrolable, lo irracional y lo peligroso de los movimientos que el buen Platón llamaba, con pocos disimulos, “el gran animal popular”. A través de una exploración atenta de la literatura y de la crónica histórica, este libro sigue de cerca, con imaginación y sensibilidad, la historia de esta lucha por el sentido de la plaza, convirtiéndose así en una relevante contribución al estudio de una parte fundamental de la vida política argentina.
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