Dom 16.10.2005
libros

Instrucciones para llegar a ser un genio

Harold Bloom es uno de los críticos literarios más certeros, eruditos y polémicos que ha producido una obra popular en paralelo a la académica. La publicación de sus últimos libros, Genios (Norma) y Dónde se encuentra la sabiduría (Alfaguara), lo muestran preocupado por definir estos conceptos tan inasibles como tentadores: ¿qué es un genio? ¿Qué es la sabiduría? ¿Cómo nos relacionamos con la obra de un supuesto genio? ¿Nos vuelve más grandes o más pequeños? Radar ofrece un recorrido por las actuales reflexiones del autor de El canon occidental.

› Por Carlos Gamerro

En la carrera del hoy internacionalmente famoso crítico estadounidense Harold Bloom pueden distinguirse dos etapas claramente diferenciadas: la “académica”, de 1959 a 1989 aproximadamente, que fructificó en unos 17 volúmenes difícilmente inteligibles para el no especialista, y la “popular” a partir de entonces, signada por su ingreso al mercado editorial masivo y al estrellato crítico. De la primera, su obra más representativa es La angustia de las influencias (1973), concepto que se ha convertido en moneda corriente de la crítica literaria actual. La segunda etapa de su carrera se inicia con El libro de J (1990), al que seguirían el monumental El canon occidental (1994), Shakespeare: la invención de lo humano (1998) y ahora Genios: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares (2002).

El libro de J es un estudio sobre “J” o el Yahvista, primer autor del palimpsesto conocido como Torá o Pentateuco, y bajo una tesis marketinera e indemostrable (el autor de la Biblia era una mujer) se cobijaba otra mucho más sólida e interesante: J, el primer autor de la Biblia, habría sido un escritor no tanto religioso sino literario, y Yahvé, más que una imagen confiable y coherente de Dios, uno de los primeros personajes complejos de la literatura occidental. En El canon occidental, Bloom inició su cruzada contra los críticos de la por él llamada “escuela del resentimiento” (en su propias palabras: “feministas, marxistas, lacanianos, nuevos historicistas [foucaultianos], deconstruccionistas y semióticos”) que llevan a cabo, según él, una crítica ideológica, historicista y contextualizadora, que da como resultado, por ejemplo, lo que él denomina el “Shakespeare francés”: “En el ‘Shakespeare francés’, el procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente propia, bien alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún trocito marginal de historia del Renacimiento inglés que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare”. En Shakespeare: la invención de lo humano (del cual proviene la cita precedente), Bloom realiza un análisis pormenorizado de todas las obras dramáticas del autor, centro del canon y por lo tanto refutador imbatible de todos los críticos resentidos. Además, Bloom va más allá: afirma que desde el Renacimiento hasta nuestros días, la imagen de lo que es un ser humano ha sido, sustancialmente, la misma, y que esa imagen ha sido creada por Shakespeare, y es a partir de esa imagen que modelamos la nuestra. Shakespeare no copia la realidad sino que la realidad copia a Shakespeare (tan bien como puede, acotó en su momento Oscar Wilde); Shakespeare completa el espectro, agota las posibilidades: la infinita riqueza y variedad de toda la historia posterior estaba ya prefigurada en su obra.

El genio como un dios interior

En Genios reaparece la polémica con los que solía llamar, por analogía con los por él menospreciados beatniks, los resentniks. Pero ya lejos del Yahvé tronante de El canon occidental, las diatribas de Bloom se parecen más a las de un abuelo bueno pero algo gruñón que repite siempre lo mismo, y al que uno le da la razón para no discutir. Esta vez, la idea del genio le sirve a Bloom para escapar de los condicionamientos (históricos, materialistas, ideológicos) de los críticos de esta “escuela” (que, aclaremos, sólo existe como tal en su imaginación, es decir en sus libros; Bloom, hábil propagandista, ha logrado meter gatos muy distintos en la misma bolsa). Un genio, sostiene Bloom, es alguien que no necesita ser leído en el contexto de su época; más aun, es el genio el que contextualiza a la época, y no a la inversa. Un genio, agrega, es alguienque no escribe obras de época (y cuyo lenguaje e ideas, por lo tanto, nunca pasan de moda).

El problema con estas explicaciones es que no explican nada. Aun en las discusiones de la vida cotidiana, cuando uno dice de alguien que “es un genio” lo que está indicando es que la persona en cuestión es incalificable, incomprensible, indefinible, o meramente que quiere cambiar de tema. El genio escapa a la definición; o, parafraseando al sabio danés Polonio, “definir qué cosa en verdad es la genialidad, ¿qué sería si no ser un genio?”. A lo más que puede aspirarse es a sugerir criterios para reconocer la genialidad. Harold Bloom es un crítico de enorme talento y erudición, pero (él sería el primero en admitirlo) ciertamente no es un genio. Tiene, entonces, la deferencia de citar lo que los genios han dicho sobre la genialidad (propia o ajena), y en este sentido una de las citas más acertadas que incluye es la de Longino: “Al ser tocada por lo verdaderamente sublime, el alma se exalta naturalmente, se eleva hasta la orgullosa altura, se llena de júbilo y jactancia, como si ella misma hubiese creado esa cosa que ha oído”.

A lo que agrega Bloom: “El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad”.

Es decir, al leer un genio no nos deberíamos sentir disminuidos, o empequeñecidos, o ignorantes (lo cual bien puede suceder al leer un autor meramente erudito, o talentoso, o inteligente) sino elevados, invadidos por él, poseídos, y nuestra reacción natural no debería ser “qué genio que es” sino “qué genio que soy”.

Los orígenes del concepto de genio los encuentra Bloom en la tradición romana, en la cual el genio es un dios que habita en el hombre, lo impulsa y sostiene en sus conquistas. Cuando su genio lo abandona, el hombre cae, como le sucede al Marco Antonio de Shakespeare y también al de Cavafis, cuando su genio, Hércules (o Dionisio, según Plutarco) lo abandona poco antes de la derrota final ante Octavio (cuyo genio era, previsiblemente, Apolo). No es que los hombres sean (o puedan ser) genios en sí mismos sino que el genio habita en nosotros. Es nuestro dios interior, una especie de íncubo intelectual.

Por supuesto, aceptar esta explicación implica aceptar algún tipo de trascendencia, como Bloom bien advierte: “La definición materialista del genio es imposible, razón por la cual la idea de genio está tan desacreditada en esta época de predominio de las ideologías materialistas”.

Desde el inicial La compañía visionaria (1961) a La angustia de las influencias y Cábala y crítica (1975), Harold Bloom ha utilizado los esquemas cabalísticos (audazmente combinados con los del psicoanálisis freudiano) para interrogar la literatura. Habiéndoles dado un descanso en El canon occidental (donde recurre, vía Joyce, a los esquemas de historia cíclica de Vico), en Genios recurre al esquema cabalístico de las diez sefirot o emanaciones de Dios (que en la Cábala representan las sucesivas etapas o instancias que llevan de la nada primordial o divina a la creación del mundo material). Al considerar al genio el dios interior (definición que es también la emersoniana) resulta natural que Bloom recurra al esquema de las emanaciones divinas, pues de manera análoga a éstas, su concepción sugiere que el saber, la cultura, el arte occidentales se dan como una serie de sucesivas emanaciones a partir de los genios originarios que están en la cima (algo que no es para nada evidente en sí mismo, pues una visión inmanentista o materialista tendería a dar vuelta la pirámide y sugerir que el genio es quien se nutre y aprovecha de la labor originaria de los miles que pululan en la base). Desde que alcanza su madurez en La angustia de las influencias, el modelo bloomiano de evolución literaria es el de los efebos luchando contra (recibiendo la influencia de) los grandes precursores: Virgilio contra Homero, Dante contra Virgilio, Milton contra Shakespeare, Mann contra Goethe, etcétera. Esta idea lleva necesariamente a la de una literatura del agotamiento: la fuerza originaria se va gastando con cada generación-emanación, algo que resulta absolutamente coherente con la tantas veces confesada filiación gnóstica de Bloom. Pero el modelo de Bloom no toma en cuenta cómo la obra de los genios, o los autores canónicos, puede nutrirse de la cultura popular (como sucede con la de Geoffrey Chaucer, François Rabelais, Miguel de Cervantes, William Shakespeare) o de la cultura de masas (James Joyce, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Manuel Puig). Resulta así sintomático que en El canon occidental ignore por completo a tres de las corrientes de literatura estadounidense más potentes del siglo XX: la policial negra, la ciencia ficción y los escritores beat (incluyendo al inclasificable William Burroughs, alguna vez llamado por Norman Mailer “el único escritor norteamericano viviente que podría estar poseído de genio”).

Al ir progresando en la lectura de Genios va surgiendo cada vez con más fuerza la sospecha de que el esquema de las sefirot no es más que un artilugio decorativo, o como mucho un principio de ordenamiento tan arbitrario como lo sería el alfabético (sin la ventaja que tiene éste de exhibir abiertamente su arbitrariedad). Basta tomar cualquiera de las sefirot al azar: “En el caso de Yesod, la novena sefirot, nos encontramos con un atributo afín al significado romano de ‘genio’ como fuerza procreadora. En Yesod he ubicado una secuencia de maestros de la narrativa erótica: Flaubert, Eça de Queiroz, Machado de Assis, Borges e Italo Calvino”. Además del desafío de relacionar entre sí estos cinco autores –que Bloom no acomete–, la inclusión de Borges como maestro de la narrativa erótica resulta por lo menos sorprendente, y el lector intrigado que vaya directamente al capítulo consagrado a nuestro compatriota no encontrará en él ninguna referencia al particular. Entonces, queda la sensación de que Bloom armó los casilleros, fue metiendo primero los autores según criterios más o menos coherentes (la primera sefirot, Keter, la corona, también llamada la nada –es decir la nada primordial, el reino de la pura posibilidad, o sea del todo– arranca, adecuadamente, con Shakespeare, matriz casi infinita de posibilidades literarias, y sigue con Cervantes, Montaigne, Milton y Tolstoi) y que después le quedaron un montón de autores colgados y los fue metiendo más o menos al voleo en los casilleros que quedaban libres. Tampoco se ve claramente el efecto de comparaciones y contrastes que la otra metáfora organizadora sugiere, la del mosaico: “Le di la forma de un mosaico porque creo que es iluminadora y fuente de contrastes significativos”.

Tomando como ejemplo los primeros cinco, no hay un trabajo sistemático de contrastar significativamente a Shakespeare con Cervantes, Cervantes con Montaigne y Shakespeare con Tolstoi, Milton o Montaigne.

De todos modos, no es esto lo importante. Personalmente, hace rato que dejé de evaluar a la crítica literaria en función de sus grandes tesis centrales. Por dar un ejemplo bastante obvio, “¿Franz Kafka o Thomas Mann?” de Georg Lúkacs es un ensayo lleno de observaciones puntuales interesantes (como aquella sobre el efecto que produce, en la obra de Kafka, la conjunción del realismo de los detalles y lo fantasmagórico del conjunto), mientras que su tesis central (que debemos preferir el “realismo crítico verdaderamente vital” de Thomas Mann frente a “la decadencia artísticamente interesante” de Franz Kafka) resulta simplemente disparatada. Genios está densamente poblado de pequeñas iluminaciones que no requieren que suscribamos a la teoría bloomiana de los genios para aceptar o apreciar, cómo ésta acerca de la tantas veces formulada pregunta sobre cómo los “primitivos” o “incultos” espectadores isabelinos (que incluían, recordemos, todas las clases sociales) podían seguir, en el teatro, los textos que nosotros apenas podemos comprender al leerlos: “Nosotros nos ahogamos en los medios visuales; y los espectadores de Shakespeare, entrenados en las iglesias, estaban más capacitados para absorber las minucias de lo que oían”. O ésta sobre el porqué de la muerte de Falstaff en Enrique V: “¿Imaginan a Enrique V perorando nuestro pequeño ejército, nuestro feliz pequeño ejército ante un grupo en el que se encuentra Falstaff? Agincourt no es el tipo de pelea en la que uno entra con una botella de vino español en la pistolera”; sobre el Quijote: “Es la novela más legible y, a la vez, la más difícil”; sobre Tolstoi: “Lo ve todo como si nadie lo hubiera visto jamás”; Freud: “Qué mortificado se sentiría Freud si supiera que Darwin sigue escandalizando a los fundamentalistas en Estados Unidos en tanto que sus propios desafíos han sido olvidados”; Hawthorne: “Hester Prynne es la Eva americana, cosa aun más importante si se tiene en cuenta que no hay, a pesar de Emerson, un Adán americano en nuestra literatura”; Melville: “Ahab es el héroe americano, nuestro trágico don Quijote. Es el Prometo americano, no el Adán americano, el genio o el daimón de su nación. Como William Blake, cree que el dios de este mundo –conocido por los nombres de Jesús y Jehová– es un demiurgo chapucero que ha puesto a Moby Dick a reinar sobre nosotros. Ahab padece un sparagmos órfico al ser arrastrado por su triunfante enemiga hasta volverse pedazos”.

Una cuestión relacionada que surge de manera persistente con estos leviatanes de Bloom es la de cómo leerlos. ¿Son largos ensayos (que por lo tanto hay que leer en orden, de principio a fin) u obras de consulta? Si se los lee por su tesis central es recomendable lo primero, ya que el libro consistiría una extensa y pormenorizada demostración (de la importancia del canon, de que todos somos hijos de Shakespeare, de la primacía de los genios en formar la cultura). Si se busca las pequeñas iluminaciones o insights, hay que leer sólo lo que a uno le interesa, y en el orden que sea. Shakespeare: la invención de lo humano proporciona el ejemplo más claro: en él, Bloom dedica un capítulo a cada una de las obras del autor, y el libro gana enormemente si uno lee la obra correspondiente y luego el comentario, o lee los capítulos dedicados a las obras que ha leído y recuerda bien; en cambio, leer el Shakespeare de Bloom de cabo a rabo sin haber leído las obras de Shakespeare es, básicamente, una pérdida de tiempo.

¿Donde se encuentra la sabiduria?

De alguna manera el proyecto de ¿Dónde se encuentra la sabiduría? estaba ya anunciado o implícito en Genios, en una de cuyas páginas leemos: “El genio en su expresión escrita es el mejor camino para alcanzar la sabiduría y yo creo que en ello radica la verdadera utilidad de la literatura para la vida”. Fuera de contexto, la frase mete un poco de miedo: parece sugerir que Harold Bloom ha tirado la toalla (o la chancleta) y va a ofrecernos una de esas obras en las que la literatura se convierte en una guía para la vida o aún los negocios; que está por recorrer el camino que lleva de Shakespeare: la invención de lo humano a Shakespeare para managers, de la crítica literaria a la autoayuda, como parecía augurar el algo elemental Cómo leer y por qué (2000). Y sería una verdadera lástima, si recordamos que Harold Bloom es autor de párrafos tan esclarecedores como éste de El canon occidental: “El estudio de la literatura, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie, no más de lo que mejorará a la sociedad. Si leemos el canon occidental con la finalidad de conformar nuestros valores sociales, políticos, personales o morales, creo firmemente que nos convertiremos en monstruos entregados al egoísmo y la explotación. La recepción de la fuerza estética nos permite aprender a hablar de nosotros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare, de Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de nuestro yo interior. Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas, ciudadanos mas útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad”.

Por suerte, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? no cae en ninguna de estas trampas. Bloom dedica el libro al examen de la “literatura sapiencial” según él la entiende: contradictoria, irónica, difícil. En los primeros capítulos nos advierte: “¿De qué sirve la sabiduría si sólo puede alcanzarse en soledad, reflexionando sobre lo que hemos leído? Casi todos nosotros sabemos que la sabiduría se va de inmediato al garete cuando estamos en crisis. No he visto que la literatura sapiencial sirviera de consuelo”.

En este libro, que por su brevedad y unidad sí conviene leer en orden y de principio a fin, Bloom vuelve sobre algunos de sus autores favoritos, esta vez armando parejas que se convierten en fuentes de “contrastes significativos”: el Libro de Job y el Eclesiastés, Platón y Homero, Cervantes y Shakespeare, Montaigne y Francis Bacon, Samuel Johnson y Goethe, Emerson y Nietzsche, Freud y Proust, Judas Tomás el Gemelo y San Agustín. Quien haya leído El canon occidental, Shakespeare: la invención de lo humano y Genios difícilmente encuentre en este libro alguna novedad, pero es muy recomendable para un primer acercamiento a la obra e ideas del autor.

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