CRóNICAS > LEILA GUERRIERO
Una ola de suicidios juveniles en una pequeña comunidad petrolera es rastreada en esta crónica del fin del mundo, donde resuena la ficción pero siempre con el oído atento a lo que dicta la realidad.
› Por Federico Kukso
Los suicidas del fin del mundo
Leila Guerriero
Tusquets
230 páginas
Las Heras es la capital nacional del suicidio; adolescente por lo menos. Los hechos lo confirman: entre el 27 de marzo de 1997 y enero del 2000, esta pequeña comunidad petrolera perdida en el norte de la provincia de Santa Cruz fue sacudida por una ola de suicidios que estalló sin dar aviso. Hubo 22 suicidios, 22 muertes sin culpables. Y todos los casos estuvieron marcados por el mismo signo: lo inexplicable de la muerte joven, un enigma sólo entendible por la persona que tomó la decisión y se llevó sus razones a la tumba.
Tanto suceso macabro pasaría sin muchos retoques como trama de una novela policial, aunque, como demuestra la periodista Leila Guerriero, no hace falta inventar personajes, historias secundarias, romances y odios en países de nombres complicados para resaltar la sorpresa tétrica detrás de tanta tragedia cercana. Sólo una chapa aclaratoria basta para dividir las aguas de la ficción de su reverso: “Los hechos y circunstancias aquí narrados son reales, pero algunos de los nombres de las personas citadas fueron cambiados”. Así, exactamente así, y para dejar las cosas en claro, arranca Los suicidas del fin del mundo, libro cuyo mapa introductorio –que adorna las primeras páginas como si se tratara de una guía turística– excede sus funciones orientativas. Resulta que, además de servir como diccionario geográfico, introduce la personalidad melancólica de ese macropersonaje que es el pueblo y que interviene en cada momento: su aislamiento en la múltiple extensión del paisaje patagónico o su casi anónima forma de ser como punto cartográfico.
Fundado el 11 de julio de 1921, Las Heras creció al mismo ritmo en que se iba vaciando, impulsado por la fiebre del petróleo que desde fines de los ‘70 atrajo a trabajadores golondrina de todo el interior para probar suerte. Hasta que –en la década del ‘90– YPF pasó a Repsol y el desempleo trepó a un insoportable 25 por ciento en una población de 9300 habitantes. Sin embargo, no es sólo eso: la lectura de Los suicidas del fin del mundo, crónica que pone más el acento en el costumbrismo que en la tarea de destapar ollas, enseña que la peculiaridad no estática de la composición demográfica de Las Heras es sólo la puerta de entrada para entender la causa de tanto suicidio adolescente. Con tres años de investigación a cuestas, Guerriero presenta un relato coral y polifónico en el que, ante la ausencia obvia de los verdaderos actores (los muertos), relucen las voces de los miembros de su entorno inmediato –padres ausentes o abusadores, madres púberes y sumisas–, presencias reconstruidas locuazmente a través de un clima de intimidad que la autora infunde a sus entrevistas con agilidad y sin erradicar la distancia privativa que separa al entrevistador del entrevistado.
Guerriero nunca disimula ni esconde su “extranjeridad”. Su mirada es la del que se asombra por la cuota pintoresca y tétrica del paisaje, sabiendo de antemano que su paso por allí es efímero, circunstancial. Mira, escucha y cuenta: más que respuestas, lo que busca (y encuentra) son impresiones y desahogos que hagan más palpable el mapa de la muerte. De alguna manera, Guerriero arroja la misma hipótesis que María Cristoff utiliza en su Falsa calma: el ambiente –en este caso, la presencia fantasmal del desierto patagónico como escenografía– ejerce sobre la gente un influjo tan poderoso que moldea hasta las identidades. Y el resultado, como muestra Guerriero, es una seguidilla de personajes macondianos o sacados de Twin Peaks: un peluquero descorazonado con aires de vedette, una locutora que regentea un puterío, el dueño de una radio fanático de la música electrónica, en fin, individuos cruzados por el empuje del “querer ser alguien” y frenados por el tedio, la soledad histórica y la violencia intrínseca de una ciudad sin cines, librerías, quioscos ni lazos sociales fuertes, donde la muerte violenta se escabulle entre los hechos comunes de todos los días.
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