TOMáS ABRAHAM
Tomás Abraham llega a España con su satírico y controvertido ensayo sobre el amor. Mejor dicho, sobre la historia del amor concebido como guerra.
› Por Cecilia Sosa
La guerra del amor
Tomás Abraham
Dilemas
250 páginas
Críptico y crispado, salpicado de guiños e irreverencias, enlazando invocaciones tan pertinentes como irresponsables. Leer a Tomás Abraham parece casi un capricho de la filosofía local. En la mejor tradición del ensayo, emulando por momentos el tono satírico de Macedonio Fernández o el vitalismo iracundo de Martínez Estrada, el autor de Historias de la Argentina deseada, La aldea local, La empresa de vivir, Tensiones filosóficas, Situaciones postales y Fricciones es ante todo un gran “mezclador” de ideas. Y tal vez sea ese vértigo, ese ondular desparpajado por la cultura de aquí y allá, por lo alto y lo bajo, lo liviano y lo denso (y todo en el más absoluto desorden), lo que lo haya investido de un encanto tan especial para el público español, siempre un poco propenso a la planicie. Sucede que La guerra del amor, publicado originalmente en 1992, acaba de ser reeditado en España por la Editorial Dilemas y la Escuela de Letras de Madrid. La flamante colección de ensayos incluirá títulos como La poética de Saint-John Perse, de Roger Caillois, y Llámenme Ismael, de Charles Olson.
Casi a modo de recordatorio se podría decir que La guerra del amor recorre ese gran invento que es el amor, y lo persigue por los pasillos más remotos y más actuales: de la Grecia antigua a la Plaza de Mayo; Lacan, Foucault pero también Marechal, Josefina Ludmer y Bloch. Un viaje por las más encontradas tradiciones filosóficas y también un juego (con recompensas y premios), al modo de una rayuela quebrada.
Los mil rostros del amor: un canto, una cruzada, una ética, una emoción, un juego de salón, un problema ético, un asunto histórico, una institución. Si hace tiempo que el amor se ha vuelto un problema, la ventaja de Abraham es que, en todo caso, invita a multiplicarlos.
La guerra del amor parte de una convicción arriesgada: que la mirada de un “judío rumano nacionalizado argentino” puede ayudar a superar una tortícolis cultural que padece, en principio, el “provincianismo” francés, por otro lado, cuna de formación del autor. ¿Cómo superarlo? “Al estar tan abajo y de frente, tenía un buen ángulo de visión”, parece que le dijeron a Abraham. Así de ostentoso, así de narcisista.
Abraham abre con una pregunta encantadora: ¿Cómo se pasa del amor de muchachos al amor de la Dama? Si el amor griego era amor de hombres, y tenía una función política y pedagógica (donde la filosofía como erótica era un saber), en los años mil el dispositivo que enlazaba amistad-varón-filosofía vira hacia otro que conjugará amor, mujer y literatura. Y si el autor se zambulle en las interferencias y obstáculos de ese viraje, también se abre a la “conexión Oriente”. Contra la idea de que el amor es un invento europeo (y que nadie amó con la intensidad de los franceses), Abraham recupera en la poética de los judíos musulmanes el antecedente nómada y beduino del culto a la Dama.
Sin embargo, aquí y allá, el amor parece surcado por amenazas: la Señora y la Dama; el matrimonio y la pasión; y antes que de encuentros, también puede ser una historia de desencuentros sabiamente construidos. Y como Abraham ya está grande para soñar con imposibles, convoca en “Bisagras” una mesa redonda de diez estaciones donde bucear sus eslabones perdidos.
Ya en otro territorio, Abraham dedica una segunda parte a “Las políticas del amor”. Y en “dos vías del amor” regala un enfrentamiento musical entre el mito de la felicidad realizable de Erich Fromm y la comedia de malentendidos de Jacques Lacan. Pero si en el amor no puede haber coincidencias, si está sometido a un constante juego de desajustes, ¿cuál otra que ésta podría ser su función más radical?: fundar la paradoja de una ética; una ética que permite encontrar la voz ancestral de Antígona resonando en la rebeldía de las Madres de Plaza de Mayo, que frente al Creonte argentino se rebelan contra el orden y señalan la necesidad de recuperar cuerpos y nombres.
En sus vaivenes más risueños y entrecortados, Abraham sabe ser tan insoportable como cautivador. Sin duda, un “doxólogo” digno de exportación.
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