NOTA DE TAPA
Acaba de aparecer Con toda intención (Sudamericana), una jugosísima recopilación de artículos de C. E. Feiling (1961-1997). Literatura, costumbres, alcohol, el sentido del humor, lo inglés y lo argentino en varios sentidos de ambos términos se dan cita en este libro tan divertido como polémico. Radar presenta el prólogo escrito por Rodrigo Fresán y un artículo en el que Feiling reivindica la obra y la figura de José Bianco.
› Por Rodrigo Fresán
UNO. ¿Qué es la inteligencia? ¿El ejercicio de un músculo secreto que puede fortalecerse con voluntad y disciplina? ¿El azar de los cromosomas ordenándose de una manera afortunada y poco común? ¿Un don divino y/o ascenso como premio por los servicios prestados en alguna otra encarnación? ¿El diabólico estigma para alguien que vivirá condenado a la soledad de pensar cosas raras y exquisitas en las que no suelen pensar el resto de sus felices y sencillos contemporáneos? ¿El resultado abstracto en cualquiera de esos supuestamente precisos tests diseñados para determinar coeficientes y capacidades?
Quién sabe...
Lo que yo sí sé es que cada vez que se me presenta semejante pregunta –como un incómodo pero interesante fantasma–, me respondo siempre lo mismo. Me respondo: la inteligencia es Charlie Feiling.
DOS. Y me respondo que la inteligencia es –y no era– Charlie Feiling porque de una cosa sí estoy seguro: la inteligencia trasciende al cuerpo que alguna vez la contuvo y se perpetúa en escritos firmados por esa misma inteligencia. Así, mientras los escritores están vivos, para todos aquellos que los conocen su obra funciona como una sombra sólida y necesaria pero, de algún modo, lateral y complementaria de una persona amiga. Sin el escritor, son sus libros quienes se constituyen en genio y figura de este lado, para compensar la ausencia de quien se fue lejos y para siempre. Con esto quiero decir que es una suerte contar con los libros de Charlie (descarto el Feiling a partir de aquí) y –mayor fortuna en este momento– que ahora exista otro libro de Charlie, y que sea éste.
TRES. Y, claro, los tres libros de ficción que Charlie publicó no eran sólo inteligentes por separado sino que, además, constituían un proyecto más que intrigante. Una especie de regocijado y atípico e internacional –pero al mismo tiempo muy argentino–, polimorfo y perverso paseo por diferentes géneros. Policial, histórico y terror. (La siguiente escala iba a ser el fantasy de dimensiones alternativas.) A todo esto hay que sumarle un poco ortodoxo volumen de versos, al que me atrevo a definir como “laboratorio de poesía”.
En El agua electrizada (1992), Un poeta nacional (1993), El mal menor (1996) y Amor a Roma (1995), nada era del todo lo que parecía. El policial se fundía con lo político, la aventura devenía en travelogue histórico que ayudaba a comprender las motivaciones y coartadas de un país findemundista desde el principio, el terror ancestral à la Lovecraft se instalaba en una Buenos Aires por siempre y para siempre cataclísmica, mientras que poemas propios y apropiados se ensamblaban para presentar una teoría y práctica de la mirada lírica. Cuando se lo enfrentó a la posibilidad de que se estuviera convirtiendo en un escritor “de géneros”, Charlie respondió: “Pero también me parece que todo escritor que no esté preocupado por su fama imperecedera sino por los lectores –y esto no significa aspirar a un mercado terriblemente amplio– trabaja con moldes que son conocidos y esperados por esos lectores. Someterme a las reglas de un género de antemano, premeditadamente, me permite escribir. Por un lado, ayuda esa disciplina del tipo ‘me levanto y hago treinta flexiones de brazos’; por otro, es bueno saber que ese movimiento de los músculos –apoyar la barbilla pero no el pecho sobre el piso– es un ritual conocido cuya ejecución correcta otro puede reconocer”.
A su bibliografía se suma ahora esta recopilación de ensayos diversos y pronunciamientos varios –recuperados por Gabriela Esquivada, socia de Charlie en tantas cosas, y Alfredo Grieco y Bavio– que funcionan, me parece, como aquello que se oculta pero se presiente detrás del escenario; como las piezas fundamentales del esqueleto del puzzle; como un valioso yacimiento de Rosebuds hasta ahora dispersos; como la mejor y más certera decodificación de un autor raro en el mejor y más pleno sentido de la palabra. Piezas sueltas por fin unidas que no sólo nos acercan al funcionamiento de la inteligencia de Charlie sino que, además, nos lo traen de regreso, de vuelta de todo.
CUATRO. Y, claro, tal vez sean pertinentes ciertos parámetros y coordenadas para el recién llegado y el que no tuvo la suerte de conocerlo.
Allá vamos, y encuentro esto, y aquí lo reproduzco:
Charlie Feiling nació en Rosario (provincia de Santa Fe) el 5 de junio de 1961. Pasó la primaria en un colegio protestante, otro católico y la progresista Escuela del Sol, desde donde salió hacia el Liceo Naval de Río Santiago, donde cursó el secundario. Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires (que nunca le entregó en vida el Diploma de Honor que merecía por sus calificaciones), fue profesor de Lingüística en la UBA, de Filosofía en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y en la Universidad de San Andrés, y de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Nottingham (Reino Unido). Trabajó también como asesor literario y decidió abandonar la carrera académica para dedicarse al periodismo cultural y a la literatura; desde entonces, sólo dio clases breves (cursos o seminarios) en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, el Centro Cultural Ricardo Rojas y la librería Bookstore.
Publicó tres novelas, en un proyecto de reelaboración de géneros que pensaba continuar: El agua electrizada, Un poeta nacional y El mal menor; Amor a Roma fue su libro de poemas y Los mejores cuentos de terror, la antología del género que prologó. En 1991 asistió a los congresos de Literatura Británica Contemporánea que anualmente organiza The British Council en la Universidad de Cambridge (Reino Unido) y en Walberberg (Alemania); en 1994 participó del International Writing Program de la Universidad de Iowa (Estados Unidos). Escribió en Vuelta, Revista Latinoamericana de Filosofía, Lenguaje en Contexto, Babel, El Ciudadano, Conjetural –donde tradujo un fragmento del Finnegans Wake, de James Joyce–, La Nación, Clarín, El Cronista, El Porteño y Página/12. A comienzos de 1997 se integró al staff de ese diario como secretario de redacción del mensuario Página/30.
Murió de leucemia a los 36 años, el 22 de julio de 1997, en Buenos Aires. Estaba escribiendo una cuarta novela, el fantasy La tierra esmeralda, una nouvelle y un relato, “Lea el pH”, a pedido del compositor Luis Naón; planeaba armar una antología arbitraria de la literatura argentina contemporánea junto con Luis Chitarroni, a partir de la exposición que habían hecho juntos en la I Feria del Libro de La Paz, Bolivia, en 1996.
A lo que yo me permití añadir un breve texto en un fax que alguna vez Charlie envió a un periódico y que me resulta imposible no leer con su voz. Esa voz que su gran amigo Luis Chitarroni definió alguna vez –invocando a Leonard Cohen y a una de las canciones favoritas de quien aquí nos ocupa, “Tower of Song”– como la “voz dorada” de Charlie:
Te mando aquí, con disculpas por la demora, las respuestas a tus preguntas. (Sólo pido una cosa: no me llames Carlos E. Feiling. Yo firmo lo que escribo C. E. Feiling, mis padres me bautizaron Charles Edward Anthony Keith Feiling y el Registro Civil asentó el nombre como Carlos Eduardo Antonio Feiling. La gente me dice Charlie, diminutivo que me parece demasiado confianzudo exigir de los lectores –por eso las iniciales C. E.–, pero únicamente la policía, la DGI y otros feos organismos oficiales insisten en llamarme Carlos.)
Y, claro, leo primero la biografía “desde afuera” y luego la definición “desde adentro”, y las intenciones se tuercen y –más claro todavía– resulta difícil, si no imposible, seguir escribiendo acerca de lo que Charlie escribe y describe (después de todo para eso está él, su inteligencia, estos inmensos textos breves) y la pantalla se llena con el humo ambarino de los recuerdos. Una niebla decididamente British, mezcla de curry y bourbon y tabaco, y la ya mencionada voz de Charlie, para quien el peor y más lapidario insulto era la reducción de algo o de alguien –un apellido o un libro– a su piadoso pero tan cruel diminutivo. Lo que no quiere decir que Charlie –de tanto en tanto– no se enojara. Me tocó verlo una vez, en Villa Gesell, y juro que hasta los médanos salieron corriendo ante la tormenta de su furia. Por lo demás –a la hora de hacer memoria– predominan la carcajada y el humor flemático incluso hasta en sus últimos días de hospital. Y en esto coinciden todos los que lo conocieron y que le dedicaron sensibles pero nunca sensibleros tributos a la hora de la despedida: Charlie –cruza extraña de riguroso scholar latinista y desaforado miembro perdido de la troupe Monty Python, alguien con igual capacidad de goce para King Lear o Stephen King, Sinatra o The Sex Pistols– era todo un gentleman. Y esta caballerosidad –para aquellos que no lo conocieron– es perfectamente reconocible aquí. Hasta en la hora de la condena, Charlie descarga el golpe, siempre, enguantado con la caricia de la sabiduría. Y así el puño es, también, apretón de manos.
Quien firma esto tuvo el placer y el privilegio de trabajar con él, frente a frente, de escritorio a escritorio, durante los últimos meses de su vida. No me detendré en anécdotas privadas, en el recuento de fiestas, en la trayectoria espasmódica de viajes insomnes, en la cita de frases inolvidables o en las extrañas ojotas que calzaba. Sólo diré que en pocas ocasiones aprendí tanto divirtiéndome tanto (Guillermo Saavedra se refiere a esto, creo, cuando habla de “uno de los aspectos fundamentales del Efecto Feiling: con él, uno se volvía realmente inteligente”). Está de más decir que no fui el único, que Charlie era por encima de todo una persona generosa, pero lo digo. Nunca está de más decirlo.
Para que segundos y terceros experimenten lo mismo –a falta del western o la novela de piratas o la excursión sci-fi que tarde o temprano habrían llegado– han sido ensambladas estas páginas en las que vuelve aquel que nunca se fue. Más flexiones de brazos. Movimiento que cualquiera sabe cómo se hace. Pero que nadie hizo o hace o hará como Charlie.
Con inteligencia.
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