JULIAN MACLAREN-ROSS: DE AMOR Y HAMBRE
Julian Maclaren-Ross fue el gran cronista de la bohemia de entreguerras. Tan exitoso entre sus pares ingleses como malogrado para la posteridad, tuvo una vida aventurera y difícil. De amor y hambre es su primera obra traducida al castellano.
› Por Sergio Di Nucci
De amor y hambre
Julian Maclaren-Ross
Sudamericana
288 páginas.
Al regresar de un servicio militar en tiempos de Guerra Mundial, Julian Maclaren-Ross se propuso historiar la vida privada de la Inglaterra del sur durante la década anterior a los bombardeos y a los laboristas. Con información copiosa o insólita, la novela De amor y hambre (1947) recorre el laberinto fermentado y fatalmente omnipresente de la acechante miseria en los años ‘30. Un laberinto que Maclaren-Ross sabe ensombrecer, y también mitificar.
La bohemia es la protagonista de los más famosos libros de Maclaren-Ross. Incluso resulta indicativo y plástico el título, ya que el protagonista de la novela, Richard Fanshawe, es un aspirante a escritor que debe vender aspiradoras para sobrevivir en la Inglaterra de los años ‘30. El es un bohemio: hay un desgarramiento necesario entre su vida cotidiana y sus ideales. Este término heterodoxo es en sí mismo un programa de conducta y acción. Representa un valor emotivo y moral equivalente al que contemporáneamente, y en décadas posteriores, tendrían expresiones como comprometido, outsider, beatnik, joven iracundo, aunque los protagonistas de Maclaren-Ross, como los de su contemporáneo más famoso George Orwell, no revientan de ira ni viven en una constante y gritona rabieta infantil. Más bien son gentiles y hasta serviciales: por delicadeza perdieron su vida.
El mundo de la semi-miseria es el de los libros de Maclaren-Ross. El paraíso parece muy cerca, y los naufragios definitivos muy improbables. El vómito, el hospicio, la enfermedad, la soledad y la muerte están a la vuelta de la esquina, pero la bohemia y el alcohol son ilusiones eficaces para mantenerlos alejados. La vida estancada, los desastres y los sueños, los desbarrancaderos de la carne y el espíritu se ven conjurados en tertulias y pubs, en amargadísimas caminatas solitarias por las calles urbanas o peor, semi-urbanas, que saben ser infernales y desoladas con demasiada frecuencia.
El extravío romántico guía los pasos del protagonista de De amor y hambre. O más bien los desencamina. Y en el período de entreguerras, ¿qué país si no Inglaterra puede ofrecer la mayor cantidad de preciosos, empedernidos románticos? El uso del argot y la alternancia de estilos altos y bajos deja sin aliento al lector inglés. Sólo un conocimiento histórico de la lengua inglesa permitía evitar el anacronismo, y volver actual un texto con fecha de vencimiento. Hay que decir que el traductor Ernesto Montequin resolvió con brillo propio esta tarea más fatigosa que gratificante.
Entre la mezquindad y el sentimentalismo oscilan los impulsos de los personajes. Pero nunca falta la importancia cotidiana y minuciosa del dinero que a cada uno le queda en el bolsillo al final de cada día.
La inglesa es también una literatura de “carne triste”, desesperada, ensuciada, vejada: el empeño de los protagonistas por sobrevivir en la sociedad violenta e injusta de la pre-guerra. Las peripecias del protagonista de De amor y hambre nos conducen a las de otros, que están básicamente a la misma altura social y moral de Richard: son menos amorosos que miserables. Richard regresa de India, consigue trabajo y uno de sus compañeros le pide que cuide a su mujer, porque él debe partir. En casi ninguno de los protagonistas las justificaciones de las acciones son honestas o salen a la luz del día; ganan su legitimidad en un asfixiante mundo doméstico, de señoras de clase media cuya misión es mantener la casa limpia.
Tres partes y un epílogo dan forma a De amor y hambre. Los títulos internos provienen de una escena de la tragedia del viejo y abandonado Rey Lear de Shakespeare: “dormiré algún tiempo”, “silbaré el restante” y “la suerte de un buen hombre”. Y el epílogo: “tenga usted buenas noches”. No falta aquí la ironía. Porque la decepción acompaña al protagonista, a quien le esperan seis años de guerra.
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