Un símbolo
Así es: todos recuerdan el mantra final de Kurtz pero, tal vez, la frase
más interesante en todo El corazón de las tinieblas es aquella
que dice: “Estaba escrito que yo debería ser leal a la pesadilla
de mi elección”. De eso trata la nouvelle de Conrad: de la elección
de las pesadillas en los albores de un nuevo siglo que propondría muchas
pesadillas para elegir, en la figura de varios Homo Kurtz –síntoma
que abarca a los obvios Hitler o Jim Jones o Stalin o Charles Manson; pero también
roza las figuras de, por ejemplo, Oppenheimer, Walt Disney, Kurt Cobain y Hannibal
Lecter–, iluminados y enloquecidos por la potencia encandilante de sus
visiones.
Kurtz –para quien Conrad se inspiró en verídicos “aventureros”
del Africa profunda como Georges Antoine Klein, Arthur Hodister, Edmund Barttelot
y, principalmente, el temible capitán Léon Rom de la Force Publique
del Congo y el coleccionista de cabezas Guillaume van Kerckhoven- es el hombre
educado dentro del sistema que renuncia a él, el “hombre de la compañía”
que se vuelve contra sus jefes. Pero Kurtz es, también, más que
nada, aquel quien para ser Dios se autoexpulsa del paraíso de los hombres
para crear un perfecto infierno a su medida. O viceversa. De este modo, El corazón
de las tinieblas, como Moby Dick –y por más que abunden los seguidores
de Conrad que luchan por una “lectura pura y no metafórica”–
es otro de esos pesadillescos libros/ símbolo donde la trama es, voluntario
o involuntariamente, la tenue excusa para revelar la verdadera historia debajo
de la historia, el revés oscuro de la oscura trama.
Una trama
Marlow le cuenta su historia a cuatro amigos mientras esperan que suban las
aguas del Támesis y se mueva el barco. Marlow fue empleado por una compañía
europea y enviado a remontar el Congo (“un río con aliento de hipopótamo
podrido... Remontar aquel río era regresar a los más tempranos
orígenes del mundo”) para reemplazar al capitán de un vapor
muerto en una pelea con los nativos. Marlow llega, presencia atrocidades varias,
se extraña por el carácter entre autista y complacido de las autoridades
occidentales (“los hombres que vienen aquí deberían carecer
de entrañas”), sólo interesadas en el marfil y –mientras
busca su barco perdido– oye hablar (“es una persona notable, nuestro
mejor agente”) de un tal Kurtz. Una especie de mesías constructor
de su propia religión. Marlow encuentra su barco varado y a un Kurtz
enfermo (“¡Él era una voz. Era poco más que una voz...
Pero ¡qué voz!... Kurtz abrió la boca, lo que le dio un
aspecto indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire,
toda la tierra y todos los hombres que tenía ante sí”) y,con
él, al perfecto paradigma de la locura del hombre blanco al entrometerse
con el continente negro (“Yo tenía planes inmensos... Me hallaba
en el umbral de grandes cosas”).
Aun así, Marlow no puede evitar admirar a Kurtz (Marlow borrará
de su informe la recomendación kurtziana de “¡Exterminar a
todos los salvajes!”) y está junto a él en su lecho de muerte
cuando dice ya saben qué. De regreso (“Cuando volví a Europa,
me encontré con intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía
para mí una pretensión irritante”), un Marlow poseído
por la memoria de Kurtz visita a la mujer que amó y sigue amando a Kurtz,
y le miente: “La última palabra que pronunció fue su nombre...”
Un mensaje
¿Qué es lo que en realidad quiere decir Kurtz cuando dice lo que
dice? ¿Se refiere a sí mismo, a Africa, al mundo entero, al universo
todo o, simplemente, al absurdo espanto de morir? Las últimas palabras
de Kurtz —y las últimas palabras de Marlon Brando como actor serio,
pienso— cierran la nouvelle de Conrad, pero abren todas las puertas y ventanas
con la onda expansiva de un mensaje cifrado o no tanto. Por los días
de su publicación, el significado de El corazón de las tinieblas
estaba más o menos claro en su obvia coyunturalidad: Conrad —quien
en todo momento había querido barnizar su libro con un cierto aire extraterrestre,
fuera del tiempo y del espacio, volviendo a contar una historia eterna de viaje,
búsqueda, hallazgo, iluminación y retorno— denunciaba, no
tan sutilmente, los espantos del colonialismo belga de Leopold II en el territorio
que cruza el Congo como forma casi subliminal de apuntar que los ingleses eran
más caballerosos a la hora de tratar con los nativos. Pero también
hubo lectores calificados que ya desde entonces supieron detectar otras coordenadas
desde las que Conrad —un extranjero profesional, un escritor en un idioma
ajeno— advertía sobre la exportación/ importación
de horrores entre el mundo “civilizado” y el mundo “desconocido”,
entre “la patria” y “el exterior”. Otra vez: el tema es
la pesadilla y el cruce de la delgada membrana que separa al monstruo de ese
sueño de la razón que lo produce. Marlow pregunta a sus oyentes:
“¿Imaginan la historia que estoy contando? ¿Ven algo?...
Tengo la impresión que no les estoy contando más que un sueño,
de que me empeño en vano; porque la narración de un sueño
no puede transmitir esa sensación propia únicamente de los sueños...
como es imposible transmitir la sensación de vida que en cada época
de nuestra existencia experimentamos, eso que le confiere su verdad, su significado,
su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos igual que soñamos:
solos”.
Lo que en realidad narra Conrad, pienso, es el terrible riesgo, el peligro sin
retorno, que significa aceptar un desafío y la dificultad de transmitirlo.
Kurtz y Marlow funcionan como Yin y Yang. Kurtz es el héroe narrado que
se pregunta si algo tiene sentido y Marlow es el testigo narrador que se pregunta
si tendrá sentido contar lo que ha visto. Kurtz es el viaje de ida y
Marlow es el viaje de vuelta. Y ambos aceptan sus respectivos desafíos:
uno muere para vivirlo y otro vive para contarlo.
Un desafío
“Fue en 1868 cuando, más o menos a los nueve años de edad,
yo estudié un mapa de Africa y puse mi dedo sobre ese espacio vacío
que representaba el misterio irresuelto de ese continente. Entonces me dije
con una seguridad absoluta y una asombrosa audacia que mi carácter ya
no posee: `Cuando crezca iré allí’. Y por supuesto que no
volví a pensar en ello hasta algo así como un cuarto de siglo
después cuando se me presentó la oportunidad de ir allí;
como si el pecado de mi audacia infantil volviera a visitar mi mente madura.
Sí. Yo fui allí, siendo allí la región de Stanley
Falls que para 1868 era el más vacío de todos los espacios vacíos
sobre la superficie de este planeta” (Joseph Conrad, A Personal Record,
1912, fragmento reproducido en el recién editado El río Congo
de Peter Forbath, Turner/ Fondo de Cultura Económica).Un vacío
En el primer borrador de El corazón de las tinieblas, Kurtz (corto, en
alemán) se llama Klein (pequeño, en alemán). Mesías
corto y pequeño, el “héroe” de Conrad quiere llenar
un vacío que intuye sólo él puede colmar. Y ese vacío
–el agujero negro del continente negro– lo devora. Así, otra
de las lecturas más populares –y extremas– de El corazón
de las tinieblas tiene que ver con la locura del artista que sucumbe ante el
hastío o la imposibilidad –modelo Rimbaud (otro fugitivo vía
Africa)– de llevar su obra a cabo, o con el retrato del nuevo hombre que
“se baja del barco” mentiroso de los otros para construirse una barca
propia y mitómana. Esta variante –curiosamente, nada es casual,
paradoja interesante– ha “invadido” varios intentos de trasladar
la nouvelle de Conrad a otros medios como si Kurtz tuviera algo de faraón
maldito que se enoja cada vez que profanan su memoria.
Ahí están los intentos infructuosos de Orson Welles por llevar
a Kurtz al cine antes que Citizen Kane y después de traducirlo a los
programas radiales del Mercury Theatre. La adaptación radiofónica
de El corazón de las tinieblas fue la que siguió a la polémica
emisión de La guerra de los mundos de H. G. Wells y si en ella Welles
se permitía más de una traición al original de Conrad,
para la adaptación cinematográfica tenía varias ideas:
cambiar el Congo por el Hudson y convertir a Kurtz en un oficial nazi y a Marlow
en un obsesivo demócrata o –según dicen algunos– venir
a filmar todo el asunto a El Tigre bonaerense. En cualquier caso, Welles había
sabido detectar el filón Jekyll/Hyde de la ecuación y tenía
pensado filmar toda la película desde un único y subjetivo punto
de vista: el del narrador Marlow, al que nunca se le vería la cara. Así,
Kurtz sería interpretado por Welles y la voz del invisible Marlow también
sería la de Welles; pero Orson pidió tres mil extras negros y
el estudio prefirió autorizar el rodaje de esa otra película con
magnate periodístico y trineo epifánico.
El siguiente en la fila fue George Lucas, junto al guionista John Milius, a
quien se le había ocurrido una traducción vietnamita de la historia
con el titulo de El soldado psicodélico. Lucas optó por otras
guerras más redituables y entonces apareció Coppola y tuvo lugar
no sólo una obra maestra del cine (con la calva balbuceante de Marlon
Brando ascendiendo a Kurtz a la condición de icono pop), sino uno de
los rodajes más descorazonadores y tenebrosos de toda la historia. Por
estos días -coincidiendo con el reestreno corregido y aumentado de Apocalypse
Now– dos libros/ documento acaban de ser traducidos al español:
El libro de Apocalypse Now de Peter Cowie (Paidós) y Con el corazón
en las tinieblas de Eleanor Coppola, diario de filmación de la sufrida
esposa del director (Emecé) narran la pesadilla de un Coppola al ser
poseído tanto por Kurtz como por lo mismo que poseyó a Kurtz.
Riesgos de mirar hacia abajo desde los bordes del precipicio. Y que te miren
desde el fondo. La versión de 1994 que hizo Nicolas Roeg para la cadena
de televisión HBO con John Malkovich (Kurtz) y Tim Roth (Marlow) es,
sí, un horror, un horror; y cualquier día de éstos –recuerden
que yo lo dije primero– Andrew Lloyd Weber lo convertirá en uno
de esos desafinados musicales.
Una exposición
Hasta que eso ocurra, El corazón de las tinieblas es, ahora también,
una exposición colectiva de dieciocho salas en el Palau de La Virreina,
en las Ramblas de Barcelona, del 28 de junio al 1º de septiembre. La muestra
–curada por Luis Marzo y Marc Roig– invoca y homenajea al monstruo
de Conrad y recorre la obra de principio a fin a través de dieciocho
salas pintadas de negro y decoradas con proyecciones documentales, fotos y mapas
de época, instalaciones (entre las que se cuenta una graciosa imitación
de noticiero de chismes dedicado a Kurtz y otra en que el visitante atraviesa
una habitación larga en cuyas paredes y suelo se proyecta un caudaloso
y ensordecedor río Congo). Así, Conrad como telón de explotaciones,
dictadores, genocidios, un pasado terrible y unpresente terrible y ¿un
futuro? Un recinto final donde cuatro inmigrantes africanos explican su experiencia,
y un arsenal de materiales y anexos entre los que se cuentan camisetas negras
con el célebre slogan kurtziano, un comic de la novela, una radionovela
en compact-disc, un catálogo que incluye la versión completa del
libro de Conrad. Y un libro, Planeta Kurtz (Mondadori), donde se reúnen
ensayos sobre la nouvelle así como el guión radiofónico
de Orson Welles –quien presenta y define el libro como “una verdadera
obra maestra sobre el encantamiento sin paliativos. Como si estuviéramos
persuadidos de que hay algo después de todo, algo esencial, esperándonos
a todos en las zonas más oscuras del mundo, aborigen y repugnante, inconmensurable,
completamente indecible” y que concluye con un Marlow recordando que “enterraron
algo en el río. Era Kurtz. Pero Kurtz revivió en mí”–
completan la travesía. Allí, en ese libro sobre un libro, Chinua
Achebe y Edward W. Said entre otros ofrecen su visión del asunto.
Achebe, quien acusa a Conrad de racista y de proponer la “teoría
de los dos ríos” y de “los dos agentes”; el Támesis
como el paraíso y el Congo como el infierno; Kurtz como loco y Marlow
como cuerdo pero, ambos, agentes del imperio, dice: “Se podría afirmar,
por supuesto, que la actitud hacia los africanos en El corazón de las
tinieblas no es la de Conrad, sino la de su ficticio narrador Marlow, y que,
lejos de aprobarla, en realidad Conrad podría estar manifestándola
con ironía e intención crítica... A mí me parece
que Conrad aprueba a Marlow, con sólo algunas reservas menores; un hecho
reforzado por las semejanzas entre sus dos trayectorias”.
Said afirma: “La afinidad entre Marlow y Kurtz en El corazón de
las tinieblas se sustenta en un nivel metafísico como una afinidad entre
oscuridad y luz, entre el impulso hacia la oscuridad mantenido por Marlow hasta
que ve a Kurtz y el impulso hacia la luz mantenido por Kurtz en la más
profunda oscuridad. No es la menor de las repercusiones del relato su reposición
del quid ético, y aún epistemológico, del pensamiento de
Conrad. Desafiar a la oscuridad es afirmar el yo invadiendo el corazón
de toda verdad, a la que se debe, pero no se puede, dejar imperturbada y virginal.
El espíritu de aventura y el colonialismo de Kurtz le han llevado al
centro de las cosas, y es ahí donde Marlow espera encontrarle (resulta
adecuado recordar que en cierta ocasión Conrad escribió a un corresponsal
francés que el libro era, entre otras cosas, un estudio sobre las diferencias
raciales)”.
Ambos afirman que el “problema” del libro –y lo que impide considerarlo
una “verdadera” obra maestra– es su reducción de Africa,
los africanos y lo africano a un campo de batalla metafísico y deshumanizado
en el que se baten dos duelistas europeos y complementarios mientras los negros,
como de costumbre, hacen de negros.
Lo del principio: El corazón de las tinieblas puede ser leído
desde todas las orillas posibles, desde la superficie o desde el fondo, desde
el barco o desde tierra firme, desde Europa o desde Africa. O, a través
de las muchas variaciones del tema firmadas, entre otros, por Lucius Shepard,
Graham Greene, Robert Stone, J. G. Ballard, Jorge Luis Borges y Denis Johnson.
A mí –ahora, en estos días más kurtzianos que ninguno,
de paranoia occidental y furia oriental, cuando el ex empleado de la C.I.A.
Osama Bin Laden muerde la mano de sus patrones y los emperadores del primer
mundo preparan el exterminio de todos los “salvajes”–, volviendo
a leer El corazón de las tinieblas para escribir esto, se me ocurren
otras posibilidades, algunas variantes: Marlow miente, Marlow inventa la historia,
Marlow descubrió una colonia utópica y feliz gobernada por un
Kurtz angelical y piadoso. Y, por órdenes de sus superiores, hizo volar
a todo y a todos por los aires. O tal vez Kurtz le pide a Marlow que lo mate
para así avivar el fuego de su leyenda. O tal vez Marlow, poseído,
deja vivir a Kurtz y regresa a Londres y presenta un informe falso. Y espera
a ver qué ocurre. Y algo –el siglo XX, el Siglo Kurtz– ocurre.
Un obituario
Ayer tuvo lugar el oficio religioso por la memoria de Mr. Kurtz, fallecido y
sepultado en Africa meses atrás. Marlow –última persona que
lo viera con vida– fue el orador principal de la ceremonia organizada en
los salones de la Compañía y encargado de exaltar las múltiples
virtudes del difunto muerto para la gloria y grandeza del Imperio. Al terminar,
alguien de la selecta asistencia comentó que la vida de Kurtz “haría
una buena novela, aunque difícil de comprender del todo”; otro apuntó
que “tal vez sería más sencillo llevarla al cine”; Marlow
interrumpió con un “no cuenten conmigo para ninguna de las dos cosas”.
Y todos rieron, en voz baja.
Feliz siglo nuevo. 5
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