Dom 11.12.2005
libros

NOTA DE TAPA

El último de los malditos ilustrados

Maurice Blanchot fue el gran escritor de la impasibilidad y la ausencia. Quizá por eso, y a pesar de haber vivido bastante tiempo, pasó inadvertido. Su reivindicación fue un largo gesto trazado desde el existencialismo hasta el estructuralismo y el post-estructuralismo, y sus textos filosos y sugerentes nos llegan hasta hoy con reticencia y lucidez. De ellos son una buena prueba La bestia de Lascaux / El último en hablar y El instante de mi muerte / La locura de la luz (Editorial Tecnos), de reciente aparición en lengua castellana.

› Por Guillermo Saccomanno

A Maurice Blanchot (1927-2004) alguien lo definió no tanto como un tipo reservado sino, más bien, como un ausente. Sin embargo, nada hay menos ausente que su marca de lector en la teoría y la crítica literaria contemporáneas. Toda una presencia que llega hasta la actualidad interpelando las relaciones conflictivas entre escritura y lenguaje. Para Blanchot, la literatura nace en el segundo en que deviene pregunta. “Escribir es la violencia más grande porque transgrede la ley, toda ley, y su propia ley”, anotó.

Blanchot se autorretrató con frialdad: “¿Soy egoísta? No tengo sentimientos más que para algunos, piedad para nadie, raramente tengo ganas de agradar, raramente ganas de que se me agrade y yo, para mí que poco menos que insensible, sólo sufro por ellos, de tal manera que su menor aprieto me provoca un mal infinito aunque, no obstante, si es necesario, los sacrifico deliberadamente, les suprimo todo sentimiento dichoso (llego a matarlos)”.

Blanchot nació en una familia rural, en los Alpes marítimos. Estudió, además de filosofía, medicina y psiquiatría. Fue chauvinista acérrimo, articulista a favor de Maurras, pero durante la ocupación alemana cambió de ideas. Fue crítico de De Gaulle y de la intervención francesa en Argelia. Además de concitar la admiración de existencialistas y estructuralistas, Blanchot era, por sobre todo, amigo y compinche de dos tipos corrosivos. Y conformaron en su tiempo el trío más mentado. Uno, George Bataille, el de El culpable, El azul de cielo y Mi madre: quién puede imaginar viendo sus fotos, de traje, peinado a la cachetada con gomina, al autor de una literatura que alquimiza el erotismo y la muerte. El otro, el maniático escritor polaco Pierre Klossoski, autor de un ensayo incómodo: Sade, mi prójimo, y hermano de Balthazar, el pintor que usó como seudónimo Balthus, quien pintaba lolitas regordetas en una luz de siesta. Al morir el año pasado, a los noventa y cinco, Blanchot era el último de estos “malditos ilustrados”.

Había colaborado asiduamente en Critique y la Nouvelle Revue Française. En su mayoría, todos sus artículos publicados los compiló en ensayos polémicos y agudos, que son a la vez filosofía y crítica literaria: “Escribir es la desesperación misma”, pensaba. Ensayos imprescindibles como El libro que vendrá y El diálogo inconcluso plantean su modo de pensar la lectura. Proust, Rimbaud, Melville, Kafka, Borges, Nietzsche, Musil, sin olvidar La Biblia y El Quijote, fueron algunas de las lecturas que lo apasionaban. Un catálogo de sus intereses requeriría una vastísima biblioteca centrada en la discusión de las nociones de la cultura del libro, del libro ya escrito y “el libro que vendrá”.

Una actitud blanchotiana al entrar hoy en una megalibrería puede ser la parálisis, el silencio. ¿De qué hablan todas esas mesas repletas de pockets de tapas brillantes, esa producción inabarcable e incesante de la reproducción industrial del ¿arte?

Visionario, Blanchot anticipó: “Mucho antes de las invenciones de la técnica, el uso de las ondas y el llamado de las imágenes, sólo con oír las afirmaciones de Hölderlin, de Mallarmé, hubiéramos descubierto la dirección y extensión de estos cambios de los cuales nos convencemos hoy en día sin sorpresa”. Blanchot vaticinó el silencio y el desierto. O, mejor dicho, el silencio del desierto. Ya no queda tiempo, pareciera, para preguntarse estas cuestiones: qué es leer, qué es escribir. Pero, ¿qué es el tiempo? Y estas preguntas van en una dirección: el libro en relación consigo mismo. Sin pretensiones de ganarse un lugar en la eternidad sino más bien buscando preguntarse el sentido de la escritura, el lenguaje como materia, la expresión como identidad, el ser, Blanchot escribió al respecto a partir de las perspectivas distintas entre Sócrates y Platón sobre el habla y su registro, la escritura y su trascendencia.

La bestia de Lascaux, publicado en 1958 y revisado en 1972 por el autor, es un ensayo sobre René Char. Y El último en hablar, publicado en 1972 y revisado en 1984, es un análisis de Paul Celan, dedicado a Henri Michaux. Ambos se complementan desarrollando las preocupaciones de Blanchot sobre el lenguaje, sus posibilidades de expresión y sus límites: la palabra como valor sagrado y el silencio como habla son los ejes sobre los cuales Blanchot centra sus obsesiones. La bestia de Lascaux debe su nombre a los célebres frisos, que inspiraron al poeta una metáfora sobre el origen. René Char, según Blanchot, es comparable con Heráclito en la medida en que su escritura también está construida por “el lenguaje riguroso y cerrado del aforismo: destellos de poema donde el poema parece reducido al filo del puro estallido, al corte de una decisión”. Blanchot cita a Char: “El poema es el amor realizado que permanece deseo”. Es decir, se trata de una escritura centrada en “la brevedad explosiva del instante”.

Si otro poeta puede atraer a alguien como Blanchot, que piensa que la escritura es un misterio y la literatura una cuestión que se vuelve siempre contra sí misma, ése es Paul Celan. En el ensayo El último en hablar, Blanchot comenta que lo que Platón sostenía, que “de la muerte nadie tiene saber”, Celan agrega: “Nadie rinde testimonio por el testigo”. Por este motivo, Celan propone: “Habla tú, así seas el último en hablar”. Hablar, siguiendo la idea de Celan, es hacer hablar hasta el blanco de la página, ese desierto. Hablar en el desierto, de acuerdo. Ese blanco es un blanco distinto del horror vacui. Se trata de otra clase de blanco en el siglo donde los totalitarismos volvieron tan utilitaria como traicionera la palabra, no por haberla censurado sino por haberla impuesto, allí donde el blanco puede ser la nada: “Nieve cuya blancura estéril es el blanco siempre más blanco (cristal, cristal), sin ampliación ni crecimiento: el blanco que está en el fondo de lo que no tiene fondo”. Celan redujo a cenizas el alemán, su lengua de adopción, pero también la de los verdugos de Auschwitz. “El yo no está solo”, escribe Blanchot. Se proyecta en el nosotros. Y siempre a propósito de Celan: “Incluso si pronunciamos la palabra mayúscula Nada, en la dureza abrupta que ella tiene en la lengua de origen (se refiere a la lengua de Celan), es posible añadir: nada está perdido, de tal modo que la nada se articula tal vez sobre la pérdida”.

Al revés de sus ensayos, la obra narrativa de Blanchot es prácticamente desconocida en nuestra lengua. Es evidente que su literatura no es comercial, pero también que nada le importó, le importa ni le importará serlo. No es una pose la suya: es una convicción. A fuerza de desesperación, es quizás uno de los primeros teóricos de la “forma breve”, que parece tan moderna en estas costas marrones del Río de la Plata. Según Roland Barthes, las formas breves de Blanchot, parafraseando a Virginia Woolf, son “pequeños milagros cotidianos” o, si se prefiere, “fósforos inopinadamente frotados en la oscuridad”. Para Barthes esto no se distancia demasiado del haiku y de una cita de John Cage: “He descubierto que quienes insisten poco tiempo en sus emociones saben mejor que los otros lo que es una emoción”. De todas las emociones, apunta Barthes con motivo de Cage y el zen, “la tranquilidad es la más importante”. Es en esta emoción donde Blanchot se detiene en eso que casi no tiene duración y sin embargo es tiempo: el instante. Lo que explica, en consecuencia, la brevedad de lo que escribe, queriendo eludir la poética del diario íntimo, esa anotación personal de lo fugaz.

El instante de mi muerte (1974) y La locura de la luz (1973) son dos “relatos” cortísimos (a Blanchot le disgustaría que se los calificara así). Los dos son autorreferenciales. Tienen una concisión extrema que hace pensar en una escritura del desastre (como tituló uno de sus ensayos). Y ambas narraciones son puestas en práctica de los punteos teóricos de su autor. El instante de mi muerte transcurre en la campiña francesa, cuando los aliados ya han desembarcado. Granjas incendiadas, caballos muertos. Una patrulla de nazis encuentra hombres, mujeres, chicos, aldeanos escondidos en un castillo. El narrador-protagonista, un joven maquis, está a punto de ser fusilado: es el encuentro de la muerte con la muerte. En ese instante, el instante de su muerte, siente algo que puede ser éxtasis: “Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia”. Un tiroteo cercano distrae a los nazis. Los escondidos son olvidados. Los alemanes, al marcharse, no queman el castillo igual que las granjas. A diferencia de las granjas, los nazis respetan el castillo, lo noble, todo lo que esa construcción venerable significa. Poco más tarde, el sobreviviente se encuentra con André Malraux, que también estuvo prisionero, pero pudo escaparse. En la fuga, Malraux perdió unos papeles, pero no lo lamenta: “No eran más que reflexiones sobre arte, fáciles de rehacer, mientras que un manuscrito no podría serlo”. Blanchot escribe a propósito de esta experiencia: “Qué importa. Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza, que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre presente”.

En La locura de la luz, lo autorreferencial es más elíptico. El yo está neutralizado por el pudor de la confesión y, a un tiempo, por una empeñosa falta de presuntuosidad que suele faltar en los discursos confesionales. “Yo no soy ni sabio ni ignorante. He conocido alegrías. Experimento al vivir un placer sin límites y tendré al morir una satisfacción sin límites.” Blanchot está a la vez cerquísima y lejos de un texto ya clásico: El crack-up, ese relato-ensayo de Scott Fitzgerald, escrito en la debacle de su autor, buscando apartarse del alcohol y escribiendo como puede con unos dedos fracturados. En El crack-up, Fitzgerald se respalda en un texto bíblico, el Eclesiastés, una metafísica diatriba contra la vanidad. Blanchot parece ir en la misma dirección, pero hay un segundo en que su narración se desvía (el narcisismo lo pierde, luego lo rescata) y persigue un más allá de la caída. Porque la caída es parte de ese todo que escribe. Un todo acotado, breve, el hueso de los hechos. A Blanchot las acciones le resultan fugaces, de una levedad apenas digna de registro porque hacerlo, entrar en el detalle, implicaría una autocompasión que no está en sus intenciones: golpes, una cuchillada, la miseria, los libros, una internación, la locura, son apenas menciones de un relato. Todas esas desgracias son el disparador de una reflexión sobre sus efectos. Por ejemplo, Blanchot cuenta así una pérdida: “Mi extravío no era notado, sólo mi intimidad estaba loca”. Tras una internación voluntaria, cuando puede emerger del silencio, escribe: “Lo peor era la brusca, horrorosa crueldad de la luz; no podía ni mirar ni dejar de mirar; ver era lo espantoso, y parar de ver me desgarraba desde la frente hasta la garganta”.

Barthes cita en otra de sus clases a Blanchot: “Hay un momento en la vida de un hombre –por consiguiente, de los hombres– donde todo ha culminado, los libros están escritos, el universo está silencioso, los seres están en calma”. No hay mucho más que escribir, reflexiona Barthes. Ni siquiera la necesidad de anotar eso. Algo tan simple como eso. Pero en sus clases, más tarde, Barthes recusa a Blanchot: una condición de la simplicidad es que la obra deje de ser un discurso sobre la obra. Blanchot, un teórico de la decepción, de la extenuación trágica de la literatura, se da cuenta de que la obra no puede ser más que lo que tiene que decir de ella. El perro se muerde la cola. El paciente Blanchot es interrogado. Se le pide un relato, que vaya a los hechos. “Debí reconocer que no era capaz de formar un relato con estos acontecimientos. Había perdido el sentido de la historia, eso ocurre en muchas enfermedades. Pero esta explicación sólo los volvía más exigentes. Observé entonces por primera vez que ellos eran dos, que esta alteración en el método tradicional, aunque se explicase por el hecho de que uno era un técnico de la vista, el otro, un especialista en enfermedades mentales, le daba constantemente a nuestra conversación el carácter de un interrogatorio autoritario, vigilado y controlado por una regla estricta. Ni uno ni otro, en verdad. Era comisario de policía. Pero, siendo dos, a causa de ello eran tres, y este tercero quedaba firmemente convencido, estoy seguro, de que un escritor, un hombre que habla y que razona con distinción, es siempre capaz de contar unos hechos de los que se acuerda. ¿Un relato? No, nada de relatos, nunca más.”

Sin embargo, lo que siempre se lee en Blanchot, trátese de sus ensayos o de estas páginas autorreferenciales, cuestionando el hecho literario y su relación con la verdad y/o la soledad, no son otra cosa. Relatos.

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