Dom 08.01.2006
libros

PEDRO MAIRAL: EL AñO DEL DESIERTO

A la intemperie

La crisis y el humor se dan cita en la nueva novela de Pedro Mairal, joven escritor que reniega de parricidios.

› Por Juan Pablo Bertazza

El año del desierto
Pedro Mairal
Interzona
273 páginas

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos... Y, ¿qué pasaría si esos años pasaran, pero para atrás? De manera tal que el envejecimiento conviviera con el recuerdo, como una especie de condena a vivir en el pasado? Bueno, más o menos así es la historia de El año del desierto, la última novela de Pedro Mairal. Que se inicia con una parodia de lo que fue el estallido del 2001, también en la Plaza de Mayo, aunque en este caso las manifestaciones responden a la “intemperie”, un plan secreto de devastación de hogares en la provincia de Buenos Aires que se termina devorando también a la ciudad. Y quien con su ojo blindado todo lo mira es María Valdés Neylan, una secretaria de 23 años que trabaja en una torre llamada Garay, ubicada en la calle Reconquista. Sin embargo, en la ciudad de la furia ya no parece haber posibilidades de otra re-fundación. La intemperie (una metáfora exquisita del recurso del rewind) avanza a pasos de Goliat, arrasando familias y edificios, cambiando para siempre la vida de esa joven que, aunque tiene oportunidades de emigrar a otros lares, está atrapada y sin salida primero en la ciudad y, luego, en los campos en franca expansión. Pero también la intemperie recorre para atrás la historia nacional, aunque siempre respetando el mandato deleuzeano de que toda repetición acarrea una diferencia. Así, aunque el shopping del Abasto vuelve a ser un mercado y la calle Perón deviene nuevamente Cangallo, Buenos Aires permanece a la deriva entre lo que fue y lo que es, y sus habitantes, literalmente colgados en puentes que construyen ad hoc para poder trasladarse por la ciudad sin salir a la calle. Hay algo que exime al libro de Mairal de su incertidumbre genérica (no es ciencia ficción, aunque por momentos lo parece; no es una obra histórica, pero todo se asemeja a aquello de lo cual se burla): la novela, así como sucede con Buenos Aires y su puerto, tiene una salida de oxígeno que al mismo tiempo la abastece y alimenta permanentemente: el humor. En la primera parte, por ejemplo, brilla el diagnóstico que dan los médicos de lo que llaman “coma catódico”, mal sufrido por los televidentes compulsivos que, al interrumpirse la programación, fueron entrando lentamente en un coma de intensa actividad cerebral, como si soñaran su propia televisión. Cuando la remake de la dictadura militar iniciada en el ‘76 deje como saldo una superpoblación en los hospitales, la solución será tomar un control remoto y pulsar la tecla de encendido para hacer borrón y cuenta nueva de los enfermos terminales. Y es interesante el valor simbólico que tiene el humor en El año del desierto porque, de hecho, pone en evidencia esas repeticiones que siempre traen una diferencia. Así, una vez que la novela avanza hasta regresar a la conquista del desierto, nos ingresa en el mundo de los braucos, una tribu indígena, sí, pero que tiene también algo de barra brava y cuyos miembros comparten un pasado de choferes de colectivos. Los braucos, quienes tomarán como rehén a María una vez que huye tierra adentro, luego de matar a su propio cafishio, hablan un castellano muy contraído (Cate pío laguach significa: “quedate piola, guacho”) y son adictos al Fas, una interesante mezcla de marihuana y bosta seca de pequirití.

Así como El año del desierto rebobina en un solo año la joven pero densa historia de nuestro país, al tiempo que se ríe de lo poco que nos conocemos, también vuelve a poner en escena algunos recursos que ya le habían valido a Mairal el reconocimiento en Una noche con Sabrina Love, como ese raro humor que conjuga el sarcasmo y el absurdo, y la capacidad para montar un escenario literario donde se da la guerra de los mundos dela ficción, la virtualidad, el pasado y el presente. El tiempo (ese invento sabandija o no) parece correr del lado de este joven escritor que alguna vez dijo: “Mi generación no tuvo que matar a sus padres literarios porque ya los habían matado o silenciado los militares. Mucha gente nacida alrededor de los ‘70 no tuvo padres literarios sino abuelos como Borges, Cortázar, Bioy, Arlt. Y uno con los abuelos no tiene conflictos”.

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