HENRY TRUJILLO: OJOS DE CABALLO
La novela dramática de una tierra a la que le sobra conciencia, pero le falta la acción.
› Por Sergio Di Nucci
Ojos de caballo
Henry Trujillo
Alfaguara
246 páginas
Sórdido, claustrofóbico, de pequeña ciudad de provincias es el universo del narrador uruguayo Henry Trujillo (Mercedes, 1965). En 1957, su compatriota el crítico católico Arturo Sergio Visca podía escribir: “La expresión narrativa uruguaya se utiliza como una fórmula cómodamente convencional que designa a un conjunto de escritores nacidos en esta orilla del Plata, pero no pretende sugerir la existencia de una narrativa con rasgos específicos que la distingan de toda otra narrativa”. Visca evitaba así toda acusación de nacionalismo literario. Sin embargo, la obra de Trujillo es uruguaya en el sentido de que parece difícil de atribuir a otro país de América. También de 1957 es la exaltación de la argentina Silvina Bullrich: “Uruguay, con tus diarios libres y sin miedo, repentinamente provincianos en sus absurdas notas provinciales”. El dramatismo de la narrativa uruguaya, y Trujillo no sería aquí una excepción, se vincula justamente con el de una nación más moderna que la Argentina, cuyos ideales fueron siempre más ateos, más laicos, más ilustrados. De ahí que las miserias cotidianas, inescapables, resulten allí más atroces e insalvables, sin redención trascendente. El protagonista de la cuarta novela de Trujillo, Ojos de caballo, se llama Daniel Acosta, un tarambana en definitiva inerte a la manera de tantos otros de Juan Carlos Onetti, autor al que Trujillo lee. Cuando Acosta decide actuar, lo hace arrastrado por las mejores razones: roba y hasta cree asesinar por su novia embarazada, que finalmente lo deja, no sin antes quedarse hasta con los centésimos que robó.
La acción de la novela transcurre en la ciudad uruguaya de Mercedes a comienzos de 1980, con retrocesos a 1977, 1979, etcétera. El trasfondo de la dictadura le sirve a Trujillo para enfatizar la mezquindad individual, como en el vacío. No puede haber, de facto, solidaridades políticas ni teóricas, y los hombres y mujeres se arrojan con júbilo a egoísmos autojustificatorios. Por eso una agria conclusión del libro es que la barbarie empieza en casa. Todos los personajes de la novela respiran una misma atmósfera moral. Haller, el dudoso dueño del bar; Míguez, borracho lunático, filósofo peripatético; Horacio, el padrastro del protagonista, con sus máximas y su jarra de cerveza, que sentencia: “En la vida, solamente confiá en dos mujeres: en tu madre y en tu hija. Y en tu hija, hasta que cumpla quince”. La materialidad reina: “Dejalo que se rompa el culo bien roto”. También los dobles estándares de la desdramatización: “¿Es verdad que andás a los besos con los maricas? Dejame que te diga una cosa: eso no tiene nada de malo. La mitad de Mercedes le besó el culo a la Vanesa (una travesti) alguna vez. Pero lo que sí es malo es que lo digan”.
Cuando a principios del siglo XX el ensayista José Enrique Rodó comparaba a su país con Estados Unidos, decía que a Uruguay le sobraba conciencia, pero le faltaba determinación para la acción. Con un décimo de la conciencia uruguaya, agregaba, los norteamericanos forjaron una nación única. En este drama paralizante, profundamente uruguayo, vive el protagonista de la novela de Trujillo. “Veo con los ojos de Dios”, le dice la novia al protagonista. “Pensó que aquella muchacha estaba equivocada. Sus ojos no eran los de Dios. Los ojos de Dios eran los de ese caballo.” Metáfora del amigo que el protagonista no tiene, que no tendrá porque le falta la determinación para fundirlo en un amor absoluto e inequívoco.
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