Sáb 20.07.2002
libros

El fantasma fascista

El viejo
soldado


Héctor Tizón

Alfaguara

Buenos Aires, 2002

190 págs.

Por Guillermo Saccomanno
“Qué impulsa a un escritor consagrado, en plena actividad, a publicar una novela de la que abomina, escrita hace más de veinte años? En la advertencia que precede a El viejo soldado, Héctor Tizón intenta explicar: “Estas páginas se escribieron, casi de un tirón, en poco tiempo –quizá menos del necesario– y en días que no quiero recordar”. Ese tiempo, según la fecha del final, es 1981, en Madrid, durante el exilio, cuando creía perdido su país. Tizón confiesa: “Éste es el menos querido de mis libros, si ello fuese posible”. El viejo soldado es, en efecto, un relato que escapa a las reglas del mundo tizoniano y de la tradicional lectura de su narrativa encuadrándola en el regionalismo. Y tal vez esto sirva para contestar la pregunta del principio.
La excepcionalidad de El viejo soldado no se debe a su temática: la dictadura, el exilio, su repercusión íntima (después de todo no son los temas lo que vuelven subyugante una pieza literaria). El atractivo de El viejo soldado se cifra en los usos de la literatura, la legitimidad de los discursos y su lucha en relación con la verdad.
El viejo soldado, con su escritura fragmentaria, su persistencia en los gestos que pueden ser ínfimos, se vuelve, a poco de empezada, vertiginosa porque justamente convierte todo eso (lo cotidiano, lo trivial) en pistas de una tragedia que se escribe contra el oficio, una tragedia que Tizón enuncia con señales apenas perceptibles. Más cerca de Conrad que de cualquier otro referente, El viejo soldado no es sólo la historia que cuenta. Entre líneas, sugerido, pero también como sustrato tormentoso, lo que discute la historia de Tizón, en estos tiempos de cólera, es sin vueltas un debate inconcluso de los setenta: la lucha armada. O más específicamente, su costo.
Pero cabe preguntarse –es lo que Tizón hace– cómo escribir “guerra” en un país atravesado por contradicciones que provienen de su historia más profunda. Al llamar “guerra” el exterminio planificado por la última dictadura se corre el riesgo de patinar en esa teoría del colaboracionismo civil, la de los dos demonios. La novela, a modo de tesis, tensiona deliberadamente este maniqueísmo exasperándolo. Raúl, un ex guerrillero setentista, que fue detenido y torturado, en su exilio en Madrid se alquila para sobrevivir como ghost-writer de Don Luis, un teniente coronel jubilado del ejército franquista obsesionado por escribir sus memorias. Si bien para Raúl ese trabajo consiste en “llenarse las manos de mierda”, no puede evitar, en más de una oportunidad, crisparse cuando el setentón fascista le plantea: “Usted es igual que yo. Siente aversión por la dicha”.
Tizón es un narrador que domina con sabiduría los engranajes de esta trama aplicando una lógica por momentos ajedrecística. Escribe sin que se advierta siquiera su tono controlado, deteniéndose siempre antes de las explosiones tanto políticas como emocionales. Y es justamente ese narrar hasta el borde sin traspasarlo lo que transmite al lector aquello que domina a su héroe, “una ansiedad insoportable”. Es este suspenso como de serie negra lo que impregna como un magma la historia, superando lo testimonial al apuntar en otra dirección: el sentido de la escritura y, en especial, el sentido de la escritura de la memoria. ¿Es la misma la interpretación de la violencia del ex guerrillero que la del militar fascista? ¿Cómo puede prestarle un revolucionario sus palabras a un fascista? ¿Son iguales sus palabras al nombrar la muerte? ¿Vale lo mismo la vida para ambos? ¿Se puede pretender tamaño gesto de objetividad? “Los hechos, únicamente los hechos, sin calificarlos ni adornarlos, tendrán más fuerza. Recuerde cómo narraba Jenofonte”, le exige el escritor fantasma al fantasma fascista. Y más tarde, el fascista le pregunta: “¿Influyen demasiado en ti los estados de ánimo cuando escribes?”.
Eso que, en apariencia, vuelve la historia un duelo de dobles, se desmonta (destrucción del espejo) sin golpes bajos, ni más ni menos, como lo que es en verdad: un duelo entre dos visiones del mundo, dos visiones de un conflicto y, en consecuencia, de la vida y la justicia. Es en la interpretación que cada uno de los protagonistas, el ex guerrillero acosado por su pasado de derrota y el viejo falangista rodeado de trofeos inservibles, le asigna a la memoria donde Tizón patea el tablero de su trama tan presuntamente ecuánime. “Usted ha llenado estas páginas, mírelas”, le exige el escritor fantasma a su patrón. “Son centenares, de honor, de gloria, de sacrificio por la patria, de ideales y de mayúsculas... Pero, usted lo sabe, el fascismo no es sólo fanfarrias, uniformes, torturas y terror, sino también muerte.” 5

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