El fantasma fascista
El viejo
soldado
Héctor Tizón
Alfaguara
Buenos Aires, 2002
190 págs.
Por Guillermo Saccomanno
“Qué impulsa a un escritor consagrado, en plena actividad, a publicar
una novela de la que abomina, escrita hace más de veinte años? En
la advertencia que precede a El viejo soldado, Héctor Tizón intenta
explicar: “Estas páginas se escribieron, casi de un tirón,
en poco tiempo –quizá menos del necesario– y en días que
no quiero recordar”. Ese tiempo, según la fecha del final, es 1981,
en Madrid, durante el exilio, cuando creía perdido su país. Tizón
confiesa: “Éste es el menos querido de mis libros, si ello fuese posible”.
El viejo soldado es, en efecto, un relato que escapa a las reglas del mundo tizoniano
y de la tradicional lectura de su narrativa encuadrándola en el regionalismo.
Y tal vez esto sirva para contestar la pregunta del principio.
La excepcionalidad de El viejo soldado no se debe a su temática: la dictadura,
el exilio, su repercusión íntima (después de todo no son
los temas lo que vuelven subyugante una pieza literaria). El atractivo de El viejo
soldado se cifra en los usos de la literatura, la legitimidad de los discursos
y su lucha en relación con la verdad.
El viejo soldado, con su escritura fragmentaria, su persistencia en los gestos
que pueden ser ínfimos, se vuelve, a poco de empezada, vertiginosa porque
justamente convierte todo eso (lo cotidiano, lo trivial) en pistas de una tragedia
que se escribe contra el oficio, una tragedia que Tizón enuncia con señales
apenas perceptibles. Más cerca de Conrad que de cualquier otro referente,
El viejo soldado no es sólo la historia que cuenta. Entre líneas,
sugerido, pero también como sustrato tormentoso, lo que discute la historia
de Tizón, en estos tiempos de cólera, es sin vueltas un debate inconcluso
de los setenta: la lucha armada. O más específicamente, su costo.
Pero cabe preguntarse –es lo que Tizón hace– cómo escribir
“guerra” en un país atravesado por contradicciones que provienen
de su historia más profunda. Al llamar “guerra” el exterminio
planificado por la última dictadura se corre el riesgo de patinar en esa
teoría del colaboracionismo civil, la de los dos demonios. La novela, a
modo de tesis, tensiona deliberadamente este maniqueísmo exasperándolo.
Raúl, un ex guerrillero setentista, que fue detenido y torturado, en su
exilio en Madrid se alquila para sobrevivir como ghost-writer de Don Luis, un
teniente coronel jubilado del ejército franquista obsesionado por escribir
sus memorias. Si bien para Raúl ese trabajo consiste en “llenarse
las manos de mierda”, no puede evitar, en más de una oportunidad,
crisparse cuando el setentón fascista le plantea: “Usted es igual
que yo. Siente aversión por la dicha”.
Tizón es un narrador que domina con sabiduría los engranajes de
esta trama aplicando una lógica por momentos ajedrecística. Escribe
sin que se advierta siquiera su tono controlado, deteniéndose siempre antes
de las explosiones tanto políticas como emocionales. Y es justamente ese
narrar hasta el borde sin traspasarlo lo que transmite al lector aquello que domina
a su héroe, “una ansiedad insoportable”. Es este suspenso como
de serie negra lo que impregna como un magma la historia, superando lo testimonial
al apuntar en otra dirección: el sentido de la escritura y, en especial,
el sentido de la escritura de la memoria. ¿Es la misma la interpretación
de la violencia del ex guerrillero que la del militar fascista? ¿Cómo
puede prestarle un revolucionario sus palabras a un fascista? ¿Son iguales
sus palabras al nombrar la muerte? ¿Vale lo mismo la vida para ambos? ¿Se
puede pretender tamaño gesto de objetividad? “Los hechos, únicamente
los hechos, sin calificarlos ni adornarlos, tendrán más fuerza.
Recuerde cómo narraba Jenofonte”, le exige el escritor fantasma al
fantasma fascista. Y más tarde, el fascista le pregunta: “¿Influyen
demasiado en ti los estados de ánimo cuando escribes?”.
Eso que, en apariencia, vuelve la historia un duelo de dobles, se desmonta (destrucción
del espejo) sin golpes bajos, ni más ni menos, como lo que es en verdad:
un duelo entre dos visiones del mundo, dos visiones de un conflicto y, en consecuencia,
de la vida y la justicia. Es en la interpretación que cada uno de los protagonistas,
el ex guerrillero acosado por su pasado de derrota y el viejo falangista rodeado
de trofeos inservibles, le asigna a la memoria donde Tizón patea el tablero
de su trama tan presuntamente ecuánime. “Usted ha llenado estas páginas,
mírelas”, le exige el escritor fantasma a su patrón. “Son
centenares, de honor, de gloria, de sacrificio por la patria, de ideales y de
mayúsculas... Pero, usted lo sabe, el fascismo no es sólo fanfarrias,
uniformes, torturas y terror, sino también muerte.” 5