HAROLD PINTER
La primera obra de Harold Pinter fue una novela que siguió un raro itinerario. La aparición de Los enanos en castellano permite revisitar este antecedente narrativo de una dramaturgia basada en los problemas de comunicación.
› Por Juan Pablo Bertazza
Los enanos es la primera y única novela que escribió Harold Pinter a lo largo de su extensa trayectoria como dramaturgo. Esta excepción merece un repaso. A pesar de haber sido escrita entre 1952 y 1956 (antes de su primera obra, La habitación), el flamante Premio Nobel decidió publicarla recién en 1990. Antes, la había convertido en una obra radiofónica que llevaba el mismo nombre, y en el 2003 la adaptó al teatro. Ahora Losada publica la novela en su versión castellana. Los enanos nos sumerge en un mundo absurdo compuesto por cuatro jóvenes neuróticos londinenses (Len, Mark, Pete y Virginia) que tienen que aferrarse a la vida luego de la Segunda Guerra Mundial, y un grupo de enanos que pasan su tiempo entre el onanismo y la ingesta de bifes de rata con una ración de insectos. Aunque, claro, ni siquiera con esta obra resulta lícito incluir totalmente a Pinter en el absurdo, ya que las fugas de sus libros siempre tienen un anclaje que lo diferencia de autores como Ionesco o Beckett y que, tal vez, tenga que ver con su infatigable labor militante. En fin, otra fácil intuición que se cumple al leer Los enanos es que se trata de una novela plagada de diálogos, como una obra de teatro. Con un escasísimo margen para el narrador, el motor del libro está constituido por las acciones y, queda dicho, los diálogos. Y ése es un punto importante, ya que lo mejor de los diálogos de Los enanos es que hacen brillar siempre su naturaleza anticomunicativa. Con sus repeticiones crónicas, sus preguntas ignoradas y sus proposiciones absurdas, Los enanos es el mejor ejemplo literario de lo que en la lingüística pragmática Paul Grice llamaría la violación a las máximas conversacionales, lo cual atentaba contra el principio de la comunicación. Las máximas de Grice (quien citaba las obras de Pinter en sus congresos) eran cuatro: Sea informativo, sea verdadero, sea relevante y sea claro. Y, en rigor de verdad, las conversaciones mantenidas por los jóvenes y traicioneros amigos de Los enanos, obra llena de referencias autobiográficas de los años de Pinter en Hackney, un barrio de la clase trabajadora de Londres, no son informativas, ni ciertas, ni relevantes y, muchísimo menos, claras. Y es esa maestría de Pinter para dotar de opacidad a sus diálogos, (maestría posteriormente desarrollada en obras como La fiesta de cumpleaños y La amante) lo que genera una fluidez asombrosa en la acción, como cuando se da ese silencio expresivísimo entre Mark y Pete luego de que su mejor amigo se acostara con su novia, o los capítulos que narran el metafísico y bizarro vínculo entre uno de los personajes y los inefables enanos.
Previsible como es, Los enanos (aunque no sea fácil leerla) resulta interesante –mucho más al calor del Nobel– para analizar la génesis de uno de los más importantes dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX. Al fin y al cabo, en esta primera obra se encuentran todos aquellos elementos que Pinter vendría a desarrollar en su dramaturgia. Como si el principio rector fuese la condensación extrema. O, como afirma el personaje de Pete (o, tal vez, el mismo Pinter), la obra de arte debiera aspirar a ser como un cascanueces: “Cada partícula de una obra de arte debería cascar una nuez o ayudar a crear una presión que cascara la última nuez. Cada idea debe poseer un rigor y una economía, y la imagen debe quedar en correspondencia y relación exacta con la idea”.
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