La novela ganadora del último Premio Planeta no elude los sentidos alegóricos ni la investigación histórica. A fuerza de estilo, remonta ciertos tropiezos de la trama y plantea interrogantes acerca de la tradición literaria argentina.
› Por Mauro Libertella
El lago
Paola Kaufmann
Planeta
331 páginas.
A pesar de que la faja roja impresa en la tapa de El lago de Paola Kaufmann reza “Premio Planeta 2005”, trataremos de hablar aquí de literatura y no demorarnos en los vericuetos y las paradojas que implican los galardones literarios. Y si de premios se trata, Paola Kaufmann es una joven autora que sabe cómo abordarlos.
Empezaremos diciendo que Paola Kaufmann nació en Río Negro en 1969. Sus libros anteriores merecieron premios como el Casa de las Américas 2003, por el libro La hermana, que narra la vida de Emily Dickinson, así como también del Fondo Nacional de las Artes por su producción cuentística. Además de escribir, es doctora en neurociencias, y esa veta científica ha dejado sin dudas algunos trazos en su último libro, porque en su caso, y como afirma, “la mirada científica alimenta a la literatura”.
La historia transcurre en la Patagonia, y es el relato acerca de un grupo de personas que viven en una casa a la sombra de un misterio: el monstruo del lago, una criatura incierta que ha llevado a la locura a más de uno en la familia. La trama del libro funciona nítidamente como alegoría, y el monstruo es al mismo tiempo la dictadura, las obsesiones personales, el intrincado misterio de la naturaleza y otras significaciones posibles que en el trancurso del relato se van abriendo como mayor o menor fuerza. El tema y el ambiente general del libro son más bien clásicos: la casa aislada, el territorio salvaje, la bestia innombrable. Hay también algunas tramas solapadas que se entretejen con el relato troncal. Estos sub relatos son el de algunos inmigrantes alemanes en la Argentina, el de la dictadura militar, el del poder y la tiranía en general (tengamos en cuenta el período histórico que se narra: principios de 1976 en adelante). Y también son evidentes algunas oposiciones que se repiten en todo el libro, como desierto o ciudad, ciencia o mito. En este contexto, donde pareciera que la novela se propone como un mundo posible (con todos sus cimientos y sus vacíos), El lago tiene sus mejores destellos acaso en algunos detalles desperdigados por acá y por allá: en los intermitentes derrames cerebrales de Lanz, en las solapadas veladas sexuales de Ana y Nando, en las evocaciones a la primera expedición de 1922.
El primer problema que salta a la vista es el de una prosa sobrecargada, casi saturada de explicaciones, en una carrera frenética por tapar cada hueco posible. La consecuencia inmediata es que, así, la acción no avanza. Hay grandes pedazos de relato en donde no ocurre nada y toda la escritura esta puesta en pos de la descripción del paisaje, de una casa, de un estado de ánimo. Esta tendencia a sobrecargar las posibles fisuras o escisiones del relato obtura también el imprescindible espacio que necesita el lector para desplegar su propia lectura, para perderse en algún vacío del libro y desde ahí leer sin cadenas. Es curiosa la diferencia que se percibe entre los cuentos de Kaufmann y su novela El lago. Sus cuentos de La noche descalza y El campo de golf del diablo, que se acaba de reeditar, son ejercicios literarios dotados de cierta frescura, sin ataduras a un esquema previo de escritura, con párrafos veloces y a veces desconcertantes. El lago, por el contrario, está en una vereda opuesta, en donde impera la sobrecorrección. El recurso de anticipar giros de la trama que en algunas novelas promueve el suspenso y la intriga, aquí da la sensación de que toda la novela, de punta a punta, descansaba en la mente de la autora antes de escribirse, y que poco quedó para el azar o el juego en el momento de la creación.
Es difícil afirmar desde qué lugar de la tradición argentina escribe Kaufmann. Eso puede ser algo positivo, sí, pero también puede estar hablando de una literatura que no se legitima a sí misma plenamente como literatura. Y, si bien Kaufmann se formó con Abelardo Castillo, esa impronta decantó con nitidez en los cuentos pero no se continuó en esta novela.
Si bien los capítulos de la novela están narrados por distintos narradores –tanto en tercera como en primera persona–, todo el libro se mantiene con una misma voz. Y un recurso como el de la alternancia de narradores, que podría servir para renovar el ritmo y los modos de escribir, actúa en cambio amansando más el agua, perpetuando todo el relato en un tono tibio y lento. La novela renueva cierto aire hacia el final, cuando los personajes de Ana y Nando viajan a Buenos Aires y, especialmente, en una caminata paranoica por la ciudad de la dictadura. Es como si el vértigo de la gran ciudad se impregnara en la prosa y lograra sacarla un poco de su letargo. El estilo de Kaufmann, por otra parte, es prolijo. Las palabras que elige suelen ser precisas y a veces bellas, y ese buen uso del lenguaje, aunque corre el riesgo de volverse monótono, se edifica finalmente como un relato en el fragor de una escritura minuciosa, con una sintaxis y metáforas bien logradas. Y es entonces la escritura la que logra, finalmente, balancear los traspiés en los que incurre la trama.
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