GUSTAVO FERREYRA
Más cerca de una sociología literaria que del psicologismo, la última novela de Gustavo Ferreyra indaga en las oscuridades de la conciencia colectiva.
› Por Patricio Lennard
El director
Gustavo Ferreyra
Losada
417 páginas
“No se escribe con las propias neurosis”, apuntó alguna vez Gilles Deleuze, pensando que la literatura entendida como salud (como esa fabulación que salvaguarda, de sí mismo, a un escritor) metafóricamente “consiste en inventar un pueblo que falta”. Si bien Gustavo Ferreyra no posee ese gusto por fundar poblados que ostentaron Faulkner, Onetti o Saer, sí sabe explotar el don de la imaginación para conjurar esos fantasmas que todos, de alguna forma, llevamos dentro. Ferreyra escribe como si todas las neurosis pudieran serle propias; como un minucioso entomólogo de mentes en peligro. Y de eso es prueba una obra narrativa habitada por personajes atormentados, obsesivos, paranoicos, inconformistas, que se empecina en ser una dilatada indagación de la conciencia.
No es una excepción El director, su quinta novela, la que ve la luz luego de El amparo, El desamparo, Gineceo y Vértice. Un libro en el que Ferreyra echa mano al recurso de la novela dentro de la novela para narrar cuarenta años de la vida de un director de escuela primaria –a través de sus fracasos amorosos, su tarea docente, la relación con su madre y los avatares que le produce un cáncer que le diagnostican–, así como la historia de un “incesto feliz” –que el protagonista escribe– entre un padre y su hija de catorce años. Esa novela que el director urde en secreto –y de la que no le cuenta ni siquiera a su madre (con la que convive) por temor de que lo tomen “por un degenerado”– es un sutil contrapunto, una puesta en abismo de un inconfesable deseo que lo turba: su concupiscente apetencia por las niñas. Deudor en algún sentido del Humbert Humbert de Lolita, el personaje del director –que Ferreyra hace transmigrar de Vértice, su novela anterior– tiene allí su pliegue escondido. Un pliegue que el autor escarba con pericia en una escena en la que el protagonista fantasea, apoyado en su escritorio del colegio, con ser novio de una alumna de tan sólo diez años.
El director, no obstante, dista mucho de exponer un “caso clínico”. La psicología de los personajes, en la obra de Ferreyra, se desmarca de cualquier psicologismo. Así, en los monólogos fechados en distintas épocas en los que el protagonista va relatando su vida (y en donde la última dictadura, la guerra de Malvinas y la caída de De la Rúa son algunos de los momentos de la historia nacional que aparecen como simples comentarios) es posible leer también una exploración del universo sentimental masculino. En la misma línea de novelas recientes como El pasado, de Alan Pauls, o Plaza Irlanda, de Eduardo Muslip, Ferreyra construye un personaje que se debate ante las ruinas de un amor malogrado. Y si bien su arbitraria decisión de dejar a Antonia, su mujer, al cabo de quince años de matrimonio, lo convierte en un señor ansioso por sentirse otra vez adolescente, las relaciones amorosas que mantiene luego no le quitan el regusto a melancolía. Una melancolía por la que la figura de Antonia vuelve una y otra vez a sus recuerdos, y por la que –casi veinte años después de haberla abandonado sin ningún motivo– aún siente deseos de encontrársela en un cine.
El desorden cronológico de los monólogos del personaje –que socavan la posibilidad de un presente narrativo–, y una alegoría que Ferreyra narra fragmentariamente –y en la que el futuro es una mujer enfurecida que se propone matar al pasado y al destino, personificados como dos hermanos–, hacen que El director sea también una meditación sobre el tiempo. Allí, el autor plantea la idea de que lo que jamás termina de pasar es el pasado. Como esos fantasmas de la historia y del amor que acosan al protagonista, y que él pretende exorcizar a través de la escritura, esgrimiendo el crucifijo de su diario íntimo.
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