OVIDIO LAGOS
Un regreso al territorio siempre magnético del Amazonas, esta vez para reconstruir la olvidada historia de un genocidio y su máximo responsable: Arana, el rey del caucho.
› Por Federico Kukso
Arana, rey del caucho
Ovidio Lagos
Emecé
408 páginas
La selva amazónica actúa como un polo magnético en la literatura latinoamericana. Cualquiera sea el autor que la describa, cualquiera sea la época o la corriente en boga, lo cierto es que la selva tropical más extensa del mundo, el pulmón verde del planeta, ejemplo clásico de la naturaleza idolatrada (y devastada), se instala en la trama a la vez como un actor más –tal vez por encima del elenco literario de turno debido a su inabarcabilidad física y su esencia edénica– y a la vez como una especie de locus indómito –como el desierto, la isla, el mar– que irradia su furia sobre aquellos personajes que traspasan sus límites. Su mitología se llena de nombres de exploradores y aventureros como Francisco de Orellana, Lope de Aguirre o naturalistas tales como Alexander von Humboldt y otros tantos miles de olvidados (movidos por la avidez del oro y la búsqueda ciega de El Dorado) que oscilan pendularmente entre el atrevimiento y la criminalidad. A esta última casilla descriptiva suscribe sin duda la mayoría; pero hay un hombre al que esta etiqueta le cae perfecta al punto tal de que por sus acciones bien podría ser catalogado como uno de los peores genocidas de comienzos del siglo XX. Se llamaba Julio César Arana, era peruano, y levantó un imperio financiero gracias al caucho y a la explotación (homicidios varios incluidos) de treinta mil mansos indios huitotos y boras. Lo curioso –doblemente paradójico, doblemente trágico– es que ni en Perú ni en Latinoamérica nadie recuerda a este hombre que llegó a ser el hombre más rico de su país y que después murió en la pobreza.
Con este hecho de amnesia social en mente, el periodista rosarino Ovidio Lagos emprende en Arana, rey del caucho una exhaustiva labor reconstructiva: una biografía que se pretende novela, pero que cautiva más por la rigurosidad de los testimonios presentados y el escaso pero crucial material fotográfico que incluye ni más ni menos que las únicas cuatro –sí, cuatro– imágenes conocidas de este empresario devenido genocida.
Como sucede en la mayoría de las biografías, la enumeración de hechos, de fechas olvidables al saltar la página, de escenas farragosas aparentemente dislocadas de la infancia, discurre más allá del ánimo acumulativo del autor. Tanto dato mínimo, curioso e inerte se orienta más bien al propósito psicologista de retratar una personalidad; como si de los testimonios (orales y escritos) pudieran emanar los restos de la esencia del hombre o mujer vueltos personajes. Algo así también sucede en Arana, rey del caucho en el que desfilan innumerables pasajes marcados por el detallismo: sus aventuras infantiles como niño inquieto y ambicioso, sus amores adolescentes, los múltiples pasos para su incursión en el negocio del caucho (con Casa Arana primero y con la organización de la Peruvian Amazon Company, después, en 1907), las maniobras para la instalación de un sistema endogámico de explotación, sus locuras como nouveau riche, la descripción del Amazonas como un infierno verde y un escenario patogénico, y el racconto de las incontables ventajas del caucho (sustancia crucial para la por entonces ascendente industria automotriz europea y norteamericana, y fundamental para la aparición de objetos como la goma de borrar, los impermeables y el preservativo).
Si bien Lagos expone en todo momento la intención de esquivar cualquier descripción simplista de Arana –o sea, trazar un perfil cargado de excesiva maldad–, no puede con su genio y termina dividiendo las aguas entre el malo –Arana, por supuesto– y los buenos –los indios huitotos y boras, y el estadounidense Walter Hardenburg, único testigo de los crímenes de la Peruvian Amazon Company, y quien destaparía la olla al dar a conocer los hechos al mundo–. Lo cual no está del todo mal, ya que para ahondar en la complejidad del asunto el autor agregó en la ecuación datos tan cruciales como el desprecio ancestral por el indio y su otredad, la visión extractiva de la naturaleza (la selva como mercado de commodities), la desidia política, y la curiosa dinámica mnemótica social que recuerda y olvida crímenes y criminales a su antojo.
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