Dom 12.03.2006
libros

NOTA DE TAPA

Hacer Capote

› Por María Moreno

Capote es una de esa películas que la gente aplaude antes de entrar a la sala y ya está gritando bravo cuando recién se están pasando los avisos publicitarios. En principio el espectador se aplaude a sí mismo por haber leído a Capote y tener el código: si es gay aplaude su identificación conflictiva o no al personaje; si es heterosexual aplaude su propia mente abierta a toda clase de temas; si es populista aplaude porque allí se le hace pagar un precio a un intelectual; si es mujer aplaude porque puede sospechar que Harper Lee ha sido utilizada y le permite una reivindicación. Si no se tiene esa gama de saberes es difícil imaginar qué quedaría de la película de Miller, ya que nadie se atrevió a decir que la vio sin saber quién era Capote. Pero Capote no intenta ser una obra independiente de lo que circula en torno a Capote. Aspira a algo ya hecho desde la biografía, el reportaje o la crítica mayoritaria al escritor: ofrecer el espectáculo de una conciencia debatiéndose tibiamente entre los escrúpulos y el deseo de producir una obra genial y donde ya se sabe quién ganará.

Las objeciones que siguen no intentan reivindicar la existencia de un original o una verdad sobre Capote, sino analizar las consecuencias de las elecciones del director Bennett Miller. También dejar sentada una observación: Philip Seymour Hoffman debería haber representado a la Rusty Zimmerman de Nadie es perfecto como interpretó a Capote y a Capote como a la travesti.

Escritura y canibalismo

En la investigación de A sangre fría, Truman Capote contó con una pareja femenina sin la cual él supuestamente hubiera desistido de su proyecto que, en principio, se limitaba al registro literario de los efectos del crimen de una familia (los Clutter) entre los habitantes de un pueblo del medio oeste, famoso por el azúcar de remolacha y la iglesia llena el domingo por la mañana. Harper Lee era una amiga de infancia, autora de la novela Matar un ruiseñor, quizás una pionera de las sagas de abogados, que en 1959 aún estaba inédita pero que más tarde ganaría el premio Pulitzer. Había nacido en Monroeville y, aunque, se había limado en la elite de Nueva York, conservaba el conocimiento profundo de los personajes abstemios y republicanos que crecen en los pueblitos americanos y cuyas relaciones con los varones amanerados solía ir, al menos en la década del ‘50, desde la injuria de marica hasta el linchamiento, sin merecer los atenuantes de la indulgencia religiosa. La voz de Capote equivalía a una salida del closet con un altoparlante en la mano. Fue ella quien le hizo el entre a los vecinos de Holcomb en los términos de éstos y adoptando sus puntos de vista, para que, poco a poco, pudieran abrirse ante el foráneo fiestero a quien se había visto llorar al abrir una encomienda enviada de Nueva York que contenía un pote de caviar. Esta complicidad en beneficio propio no fue desmentida ni por el propio Capote. Harper Lee no es la única mujer lenguaraz en una gran investigación. El general Mansilla cuenta en Una excursión a los indios ranqueles las gestiones mediadoras de la china Carmen, cuya figura suele interponerse entre él y la violencia de los ranqueles que no quieren someterse a ser “indios argentinos”, pelean tratados e intuyen su propio final a través de la conquista del desierto. En Operación Masacre, esa investigación mayor que puede leerse como una novela, Rodolfo Walsh escribe: “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”, “descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”.” La china Carmen no era letrada como para reclamar su parte en la crónica del viaje a los ranqueles. Enriqueta Muñiz jamás se pronunció sobre si esas frases de Walsh eran una fórmula de cortesía o un reconocimiento preciso. Sin embargo, sobrevalorar laimportancia de Harper Lee en la elaboración de A sangre fría como lo hace la película de Miller hace suponer que existe una autonomía de la información como condición fundante de un texto de no ficción, a la que se subordinaría la hipótesis, la organización, la mirada y el estilo del escritor, mientras sostiene el lugar común de poner del lado de un personaje femenino la compasión, el cuidado y el sacrificio. Precisamente para Capote se trataba de anteponer la lógica literaria a la periodística. En ese sentido él logró convertir al nuevo periodismo en un invento de segunda mano, una suerte de operación reformista que consiste en importar los recursos de la narrativa aprendidos en un taller literario a la crónica.

Lee hizo su propia obra, brillante y exitosa. La crítica feminista de los años ‘70 que logró interesantes invenciones teóricas al demostrar que la prosa de Joyce tenía la puntuación tartamuda de las cartas de su esposa Norah, tal vez se propongan rescatar la propiedad de Harper Lee entre las líneas de la prosa de Truman Capote.

El biógrafo Gerald Clarke, el comisario Alvin Dewey y su amante Jack Dunphy están de acuerdo en que Capote utilizó a Perry Smith. Pero la propiedad intelectual de un discurso oral que otro escucha y escribe de acuerdo a los parámetros para el testimonio o el parlamento de un personaje no puede dirimirse más que jurídicamente. En la película Capote y en la biografía de Clarke se sugiere que Capote espera, si no desea, las ejecuciones porque de otro modo los condenados podrían dar su propia versión de los hechos. ¿Pero que sería la propia versión? Según diversas fuentes Perry Smith quería ser un escritor y un cantautor, y fue su transferencia con Capote la que le hizo comprender que era su propia experiencia de vida el capital literario; pero esa experiencia no era independiente de las preguntas, las expectativas transmitidas a través del diálogo, y sobre todo la tasación de Capote. La plusvalía extraída a la musa es un tema político que excede las características personales del mediador. El grupo que no escribe siempre será escrito por otro, aun antes de hablar. Sin embargo los narradores orales suelen experimentarse a sí mismos como un capital expropiable y su reclamo como algo que podría traducirse en derechos. La June de Henry Miller sostenía que Miller tenía una deuda con ella por espiar su vida con un objetivo menos voyeurista que interesado en alimentar su obra. También podría decirse que June vivía actuando según un estilo milleriano que conocía muy bien, para trascender por delegación, o que se quejaba para agregar un elemento cultural a la habitual extorsión conyugal que no es privilegio exclusivo de las mujeres. Existen diferentes éticas del personaje. La mujer que Elena Poniatowska bautizó como Jesusa Palancares en su libro Hasta no verte Jesús mío, una soldadera de Zapata cuya historia aquélla grabó largamente, jamás aceptó nada a cambio, prefirió la dignidad, incluso el orgullo aristocrático de negarse a los intentos de pago a través de dinero, viajes o regalos, manteniendo tajante la diferencia de clase y no permitiendo a su beneficiada ninguna reparación que le ahorrara la culpa generada por su buena conciencia. Para escribir Sangre de amor correspondido, Manuel Puig grabó conversaciones con un obrero con el cual hizo un contrato que especificaba cierta suma de dinero. Alertado por un abogado, el hombre declaró que la salida del libro le había traído innumerables problemas familiares debido al contenido de su confesiones. Perdió el juicio. La ética de Capote era la de un escritor dispuesto a no ceder en su deseo, pero también la de un antropólogo del crimen dispuesto a no incriminarse corriendo el riesgo de modificar sus certezas, producto de la investigación.

Pero no incriminarse significaba, para él, no ceder al sentimentalismo ni a la demagogia pero sí poner el cuerpo. Por eso su veredicto sobre La canción de verdugo de Norman Mailer, tramada sobre la vida de GaryGilmore, criminal ejecutado en Utah en 1977, fue de una precisa severidad: “Porque con A sangre fría me comprometí personalmente con la historia de una manera tan absoluta, que empezó a dominarme y a consumirme la vida. Los juicios, las apelaciones, la inacabable investigación que debía llevar a cabo –unas ocho mil páginas de investigación pura– y mi relación con los dos muchachos que cometieron el crimen. Todo. Cada día surgía algo extraordinario. Por eso no me merece ningún respeto el libro de Norman Mailer La canción del verdugo, que, a mi modo de ver, no es una obra literaria. Mailer no lo vivió día a día, no conoce Utah, ni siquiera conoció a Gary Gilmore, no hizo la más mínima investigación sobre el libro, otras dos personas fueron quienes recopilaron los datos. No fue más que un redactor, como los que hay en el Daily News. Yo me pasé seis años haciendo A sangre fría, y no sólo conocía a las personas sobre quienes escribía, sino que las conocía mejor de lo que he conocido a nadie” (de Conversaciones íntimas con Truman Capote de Lawrence Grobel).

Poner o no poner

En su película Miller hace concentrar la atención del espectador exclusivamente en el vínculo entre Capote y Perry Smith: lo deja como un hueso tan exento de cualquier otro elemento que no sea su propia limpieza. Para eso presenta a un Capote ecualizado. Si Capote había declarado “soy homosexual, soy alcohólico, soy drogadicto, soy un genio”, es ahí donde Miller decide salirse de lo sobreescrito. El Capote de la película insinúa su alcoholismo al beber whisky de un pote de comida para bebés e ingiere una que otra pastilla, licencia comprensible si se corre el riesgo y finalmente se sucumbe al hecho de tener que asistir a una ejecución. La relación entre Capote y su editor es mil veces más sensual que la que tiene con su amante Jack Dunphy y en esto no es probable que Miller haya querido cargar las tintas sobre el exclusivo interés del escritor por su carrera: fue simple puritanismo o compra de tolerancia republicana. Lo único gay que muestra Miller es la vocecita inventada por Philip Seymour Hoffman y una escena nocturna, pálida, al pasar, en la que insinúa una aventura en un bar. Es decir que Hollywood no le dio un Oscar a un actor que hace de gay sino sólo a una parte de éste: su voz. Una medida muy a tono con el desvío de la esperanza de que se diera un premio a Secreto en la montaña –película sin duda de importancia histórica en los anales de Hollywood– para inclinarse del lado de la justicia racial con Crash. Caso contrario, ¿hubiera sido demasiado? Por otra parte, en las cercanías de la ceremonia de entrega del Oscar, Hoffman insistió en mostrarse gordo, peludo y desalineado como se supone que son los heterosexuales arquetípicos mientras declaraba “no soy gay, ésta no es una película de tema gay”. Digresión: nada en la biografía de Gerald Clarke relaciona a Capote con el movimiento gay. Como muchas grandes loquesas, detestaba el loquismo. Quería brillar como excepción, no a través de una plataforma electoral.

Miller pone un Capote que le da de comer en la boca a Perry Smith, quien está casi al borde de la muerte debido a una huelga de hambre, lo que puede interpretarse tanto como un acto de ternura como otro que intenta mantener la fuente de trabajo. En todo caso queda claro que está colaborando para que las prerrogativas sobre la vida y la muerte queden en manos del Estado. Capote tiene un final sentencioso como debía serlo el insufrible Clutter, el granjero asesinado en Kansas, al finalizar con un cartel que indica la declinación de Capote luego de escribir A sangre fría y su muerte por exceso de alcohol y droga. El caníbal tuvo lo que se merecía. La balanza de la justicia se ha equilibrado con el cadáver de un criminal en un platillo y el de un desalmado homosexual, drogadicto y alcohólico confeso del otro. Así EE.UU. pone al arte al servicio de la expulsión de los transgresores. Miller apenas esboza el interés de Capotepor los otros condenados que esperan “el hoyo”, su ejecución. Sin embargo, Capote no sólo murió muchos años después de haber escrito A sangre fría sino que se dedicó a relevar la vida de los condenados a la pena capital, a cuestionar lo que consideraba un sadismo institucionalizado, mantuvo correspondencia con cantidad de condenados y entrevistó a más de cuatrocientos. Se transformó en un investigador de los productos fallados del sueño americano: los criminales múltiples. Es evidente que tanto sus conocidas tentaciones mundanas, como este desvío de su exclusivo interés por la literatura contribuyeron a la inexistencia de su último libro Plegarias atendidas, mucho más que un precio a pagar por su sangre fría. Ya en la tercera parte de su novela había registrado la historia de varios condenados, por ejemplo la de Lowell Lee Andrews, un estudiante de biología de dieciocho años, cargado de medallas honoríficas, que decidió cortar por lo sano su carácter de potencial éxito viviente liquidando con una escopeta a toda su familia. Ese es una suerte de plus, al que el lugar común de la crítica no ha prestado suficiente atención, algo así como un tercer desvío del objetivo de la investigación hacia la búsqueda de una tesis general, más allá del virtuosismo narrativo y los retratos psicológicos.

Miller quita toda sutileza al personaje de Perry Smith. Lo pesca in fraganti del crimen de los Clutter. Capote describe en A sangre fría una especie de folie à deux que termina con un crimen por delegación, cuyo desarrollo describe con una lucidez donde la ecuanimidad no elude los matices que no tuvieron en cuenta los jurados de Kansas. En Capote, Perry Smith no encuentra las palabras para decir antes que la soga que tiene en el cuello se tense: en el original de A sangre fría dice: “No creo en la pena de muerte ni moral ni legalmente”. A último momento había tenido un maestro.

Eticas

Bennet Miller organiza su película de manera que el personaje Capote intervenga en el aplazamiento de la ejecución mientras no ha conseguido que el personaje Perry Smith le cuente la noche del crimen y se lave las manos a partir de que evalúa que el final no sería el mismo si los acusados salen el libertad o son colgados. Imaginemos que el famoso fotógrafo que hizo la toma del fusilamiento del guerrillero vietnamita, en lugar de disparar su cámara, la hubiera arrojado al piso y, pegando un salto, hubiera desviado la pistola del ejecutor, presa de una sana indignación y asqueado de los privilegios que puede otorgar la capacidad de aportar una prueba de la existencia de un acto de horror. Lo que hubiera logrado es perder ocasión de dar testimonio, aplazar la ejecución y, tal vez, conseguir la propia. Pero lo que los protocolos del mito acerca del poder del escritor le exigían a Capote eran un beau geste altruista, más allá de su eficacia. Un pago por el delito flagrante de canibalismo. En ese sentido la película de Miller apoya retrospectivamente las estrategias lideradas por el periodista inglés Kenneth Tynan, quien en el periódico The Observer sugirió que Truman Capote hubiera podido salvar a Dick y Perry si hubiera utilizado su investigación para probar que eran inimputables. La mejor respuesta a Tynan está en A sangre fría. En el relato, el doctor Mitchell Jones, director del pabellón Dillon del hospital estatal de Larned, destinado a los locos criminales, sólo pudo testimoniar durante el juicio, de acuerdo a los límites de la ley M’Naghten por la cual el eje es si los acusados han sido o no responsables de sus actos en el momento del crimen. A esta cuestión, la ley de Kansas sólo permite contestar por sí o por no. Jones le dio el sí a Hickock y el no a Smith. Pero Truman Capote antes había entrevistado a Jones y en esa entrevista argumentaba sobre la existencia de un tipo de enfermedad mental donde la razón, más o menos ordenada dentro de los parámetros “normales”,puede coexistir con un crimen sin sentido y entonces la opción entre “loco” o “cuerdo” es de una obtusa precariedad. Es obvio también que la existencia de un móvil como el robo no garantiza la “salud” de un crimen. Este aparente anacronismo de las categorías jurídico-psiquiátricas no es inocente: permite privilegiar la seguridad de la sociedad antes de hacer responsable a ésta por sus deshechos, el castigo ejemplar por sobre cualquier noción de enfermedad que pase a un acusado del fuero de la cárcel al del hospital. Gerald Clarke demuestra en la biografía de Capote que éste no podía haber impedido las ejecuciones –como un artículo de Beatriz Sarlo no podría lograr seguramente la excarcelación de Omar Chabán– pero también dice que no hizo nada por impedirlas. Es cierto: no puede haber un correlato entre la imposibilidad de cumplir con un objetivo y el hecho de no mover un dedo en esa dirección, si no no existirían ni algunos partidos de izquierda, ni las solicitadas edificantes, ni las canciones que invitan a desalambrar. Pero el mito del canibalismo del escritor exige una consigna de obra o muerte. Y es probable que haya sido el ciudadano conservador Capote el que no haya movido un dedo. En principio Capote vio a Smith como la otra cara de su propia moneda: los dos tuvieron madres alcohólicas, padecieron el orfanato y la discriminación, crecieron por las suyas bajo la injuria y el desamor pero uno era un escritor y el otro, un asesino. Esa igualdad de condiciones inicial, una convención aceptada con unanimidad por apólogos y detractores, le permitió a Capote un acercamiento no culpable y zanjar las diferencias entre el lugar de uno y del otro en sus respectivos presentes. Capote creía que su propia existencia era la prueba de que había una opción al destino criminal. Insistió en esto cuando dejó claro en su libro que Perry podría haber elegido buscar el encuentro con Willy Jay, ayudante del párroco en la prisión de Kansas de la que los dos habían salido, un fanático que gozaba de los beneficios de la conversión y que le había propuesto verse afuera. En plena década del ‘60, Capote no cedió a la tendencia progresista de victimizar a los criminales (eran sus términos). Se oponía a la ley Miranda que restringe el uso de confesiones ante los tribunales, porque según él no hacía más que maniatar a la policía. Cierta vez le habría comentado a un grupo de senadores lo frecuente que era la existencia de “gente capaz de matar con tanta facilidad como a mí terminar una novela o a ustedes ver que una de sus propuestas pasa a ser por ley”. ¿Estaba diciendo que si ni los senadores logran que una de sus propuestas pueda ser ley, menos podría un escritor? ¿Salvar, posponer, liberar? En todo caso, no fue el Capote escritor mártir de una ética literaria el que no movió un dedo para cambiar el destino de Dick y Perry sino el conservador. Era homosexual, era drogadicto, era alcohólico, era un genio y era... conserva.

Es sabido que nada garantiza el efecto de un beau geste. Cuando allá por los años ‘80 un grupo de bien intencionados denunció que en el hospital Muñiz los enfermos de sida que sufrían condena o estaban procesados eran mantenidos atados a sus lechos, el resultado no fue la liberación sino la vuelta a la cárcel donde difícilmente se continuaría con el tratamiento. Durante la dictadura, una psicoanalista argentina tuvo acceso a una carta donde se denunciaba la presencia de un represor en una institución psicoanalítica brasileña. El resultado fue la expulsión de ese espacio de quien había enviado la carta, no la del represor. Lejos de paralizar sus acciones, las buenas conciencias deberían tener una mirada estratégica. La política nunca se constituye a través de un gesto sino de una cierta transacción entre el cálculo de sus efectos y el análisis a posteriori, en medio de complejos movimientos. Es así que el acceso progresista puede devenir altruismo narcisista.

Renunciando al beau geste, Capote escribió el mayor alegato contra la pena de muerte y el mayor testimonio piadoso sobre los refundidos de la tierra.Hasta el punto de que el título A sangre fría hoy incrimina al Estado y no a los criminales. Es cierto que ninguna usura y ningún cálculo debería medir nuestra acciones y las lecturas de Derrida y Lévinas se reactualizan para deificar el rostro del otro donde su mirada interpela al amor, pero esos textos filosóficos, y si bien no carecen de efectos políticos, no son una prescripción para cómo actuar en el mundo, al igual que los textos de la psicoanalista Luce Irigaray sobre la relación fundante madre-hija y de las mujeres entre sí no son una invitación a la homosexualidad.

A dos años de la aparición del libro, Richard Brooks filmó A sangre fría y resultó aburrida, a no ser por el eficaz paralelo de imágenes horrorosas entre el crimen múltiple y el ahorcamiento. La rodó en casa de los Clutter y en la sala del tribunal. Contrató a siete de los doce jurados que habían condenado a Dick y Perry, al verdugo que lo ahorcó y a la vieja yegua que tenía una de las víctimas. Comenzaba a perfilarse el reality o, mejor, un género que, parafraseando al que Capote dijo haber inventado, podría llamarse no-realidad. Un término que no podría reemplazarse por el de ficción del mismo modo que el original (no ficción) no podría traducirse en suceso real. La actuación literal de Philip Seymour Hoffman nos permite no ver una actuación, sino una suerte de reencarnación como la que hacía un actor en el juicio a Michael Jackson. De este modo Hollywood premió no sólo una voz en lugar de una actuación sino al símil de un personaje al que el nuevo establishment quizá no esté dispuesto a tolerar.

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