BORGE
Borges, Arlt, Carpentier, Quiroga y Vallejo, entre otros, en una antología de crítica de cine de los años en que Hollywood avanzó inexorablemente sobre las masas de América latina.
› Por Mariano Kairuz
Tal vez se deba a la inusual velocidad de asimilación de las novedades tecnológicas de fines del siglo XIX y principios del XX, pero para el período de entreguerras mundiales el cine ya era para los intelectuales quizá menos un arte nuevo (por más que todavía se estuvieran redactando sus manifiestos y vaticinando sus potencialidades) que un medio de probado poder revolucionario que debía protegerse y vigilarse. Según lo enuncia el californiano Jason Borge (profesor especializado en literatura y cine latinoamericano de la Universidad de Vanderbilt, Tennessee) en su introducción, el principal objetivo de esta compilación de textos críticos y ensayos latinoamericanos es “ofrecer escritos representativos de varios cinéfilos en un momento decisivo en el que el paradigma crítico vacila entre un exquisitismo modernista y una perspectiva plenamente vanguardista”. Lo que implica que la lectura corrida de estos artículos no sólo permite darse una idea de cuáles eran los problemas que planteaba el cine a unas pocas décadas de su aparición y, quizá, del origen de discusiones acerca de su valor y su especificidad como arte que hoy mantienen su vigencia, sino que a su vez da cuenta de muchos vicios y prejuicios de la crítica de cine que también sobrevivirían en las siguientes décadas.
Por encima de todo parece estar la preocupación por saber “qué es el cine”. La preocupación por el cine “puro”, lo eminentemente “cinético”, y la alarma ante todo aquello que parece conspirar contra esa presunta pureza: la fuerte influencia de la literatura y en menor medida de las artes plásticas, el nefasto apego a la puesta teatral y, por encima de todo –y a esto están dedicados casi todos los artículos publicados alrededor de 1929, es decir, un par de años después del estreno de El cantor de jazz, la película que decidió a los estudios de Hollywood a volcarse al cine sonoro– la amenaza de las “talkies”, las películas sonoras que con el uso “contaminante” de la palabra acabarían con lo propio de un medio que para las vanguardias se definía principalmente por la imagen en movimiento.
El otro gran eje del libro es el peligro que, alertan una y otra vez los autores, corrían las identidades latinoamericanas frente al desmesurado crecimiento de Hollywood. Y no sólo porque las películas norteamericanas fomentaran los más desgraciados estereotipos latinos (“hay que preguntarse de qué sirve la vecindad geográfica si Estados Unidos ignora a México más que al monje del Tíbet”, escribe Gabriela Mistral en julio de 1926, indignada por el retrato del mexicano feo, débil y borracho que encuentra en el cine estadounidense de aquellos tiempos) sino también por, se anticipaban, las nuevas formas de dominación cultural que habrían de ejercerse cuando, mediante las películas sonoras, los EE.UU. impusieran también un idioma común a todos los espectadores no angloparlantes.
El mayor valor de Avances de Holly- wood reside menos en su voluntad de organizar este material que en haberlo vuelto disponible: salvo los artículos de Horacio Quiroga, que ya estaban compilados en Arte y lenguaje del cine de Losada, o la crítica de El ciudadano por J.L. Borges publicada en infinidad de medios, se trata de textos mayormente olvidados o muy difíciles de reunir, de escritores como el brasileño Mário de Andrade, el argentino (y colaborador martinfierrista) Leopoldo Hurtado, el peruano César Vallejo, y los cubanos Alejo Carpentier y Francisco Ichaso, entre otros. También se conseguían los aguafuertes sobre el cine de Roberto Arlt (compilados en Notas sobre el cinematógrafo, de Simurg), pero siempre vale la pena volver a leer aquélla (tal vez un poco aislada estilísticamente del resto de la producción de este volumen) en el que el escritor pierde la paciencia ante el impacto popular del star system a fines de los ‘20, cuando la fiebre de “la fotogenia” ya se había apoderado de la parte más “ociosa” de la ciudadanía porteña, invadida de pretendidos émulos de Rodolfo Valentino.
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