SAER
Como una glosa a su novela póstuma, estos artículos que
Juan José Saer había publicado en medios masivos redondean
algunos de sus principios y convicciones literarias.
› Por Claudio Zeiger
Trabajos
Juan José Saer
Seix Barral
254 páginas
A partir del año 2000, Juan José Saer comenzó a colaborar con artículos especiales para varios medios internacionales (la Folha de S. Paulo, El País de Madrid, La Nación), y redactó también algunos ensayos para ser leídos en intervenciones académicas. Este libro que acaba de aparecer con el lacónico y acertado título de Trabajos, recopila dichos materiales. En su prólogo, fechado en enero de 2005 (Saer murió en junio del año pasado) escribió: “La ocasión de expresar con entera libertad algunas ideas sobre el arte, la política o la cultura en esos diarios de gran difusión era una experiencia nueva en mi oficio de escritor, y me pareció que valía la pena medirse con ella”.
Estimulado entonces por esta nueva experiencia, Saer se puso el mameluco y se lanzó con entusiasmo e ironía sobre variados temas que, según explica, ordenó de lo más general a lo más particular; del posmodernismo y las vanguardias a, por dar un ejemplo, Felisberto Hernández. Así, en el principio es el posmodernismo y su relación –mala– con las vanguardias: “El posmodernismo considera las vanguardias como un movimiento dogmático: puesto que las obligaciones que nos imponían las vanguardias ya no tienen vigencia, hemos decidido recuperar nuestra libertad. El posmodernismo es como un señor divorciado que, por no sentirse ya obligado a serle fiel a una esposa exigente, se lanza sin escrúpulos a frecuentar cabareteras”. Y un poco más adelante la relación entre narración y vanguardia a partir de una de las preferencias literarias de Saer, el nouveau roman, tópico que aparece varias veces a lo largo de Trabajos, con una especial reivindicación de la literatura de Robbe Grillet.
La zona más general del libro es el lugar para la miscelánea, el pensamiento curioso y diverso: la sabiduría y sus riesgos, las vidas de los filósofos, la puesta en paralelo de Kafka y San Agustín (comparando la Carta al padre con las Confesiones); una irónica estampa de Nabokov (“Sobre un pavo real”) donde afirma que haber sufrido no nos autoriza a volvernos insufribles; una reivindicación del olvidado J. Salas Subirat, temprano traductor de Joyce al castellano (edición de Santiago Rueda) donde afirma: “el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor –aparte quizá de Roberto Arlt– había sido capaz de utilizar con tan inventiva, exactitud y libertad”.
A los seguidores de Saer, sobre todo a los que les interesa su ubicación en la literatura argentina y su tradición, el libro depara unas cuantas sorpresas, no porque vaya a encontrar revelaciones inéditas o insólitas, sino por la forma directa y llana en la que Saer revela algunas pistas de su universo literario (narrativo y poético). En ese sentido hay un artículo clave, “Libros argentinos”, donde recuerda ni más ni menos que su educación literaria desde la adolescencia, desde “los almanaques de Alpargatas expuestos en el almacén de ramos generales de mi familia, en Serodino” donde se exponían fragmentos ilustrados de Martín Fierro. La calidez del recuerdo no quita la importancia de señalar una trinidad de autores (Borges, Arlt y Juan L. Ortiz) en cuya órbita también se destaca el descubrimiento de Onetti a partir de Los adioses.
Si en este artículo se fijan señales importantes, hay otras claves fuertes en “Hugo Gola”, uno de los rescates principales de Trabajos. Quienes tengan presente los “Argumentos” de Saer, aquel llamado “Dispersión” (en el volumen La mayor, famoso por introducir la no menos famosa “coma saereana”) olerán nuevamente su perfume en unas líneas dedicadas a Gola, a los amigos, a una generación. “Nos habíamos preparado para vivir siempre en esa ciudad (Santa Fe); nos bastaba con sus noches calientes, sus librerías, su vino amistoso, su río inmenso. Pero las vicisitudes de la Argentina, por no decir sus tormentos, terribles, nos dispersaron. En los más inesperados lugares del mundo cayeron los fragmentos de nuestro pasado, como los restos de una explosión. Caracas, Bogotá, México, París, Amsterdam, Barcelona, Londres, de buena o de mala gana, nos acogieron.”
Entre el recuerdo de la biblioteca de la juventud y la formidable dispersión generacional, se juega quizá la mirada de Saer, esa forma de calibrar cercanía y lejanía, recuerdo de lecturas y lecturas del presente. Debajo del traje del periodista cultural estallan las costuras de la ropa del escritor. Saer, abruptamente, realiza varias operaciones al mismo tiempo: rescate, evocación, puesta en foco. En el cierre del volumen, esta convergencia vuelve a suceder con los artículos dedicados a la obra de Juan Carlos Onetti. Saer ensayó una lectura liberada de la ingente bibliografía (mucha de ella cargada de cierta pesadez burocrática) dedicada a Onetti.
Desde luego, que leamos Trabajos en forma póstuma refuerza un poco ilusoriamente la sensación de testamento, de confesión final. Y desde luego es un efecto, una sugestión. Pero también, hay que admitir que, en parte, es resultado de algo que emana de los artículos: frontalidad, calidez, la contundencia de sus remates. Trabajos es entonces una buena ocasión para recordar, con respeto y cariño, a Saer y a sus convicciones estéticas y literarias aunque pueda no compartírselas en su totalidad. La sinceridad y la honestidad intelectual que sugieren estos trabajos son insoslayables.
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