La edad
de la razón
Se entiende la escritura imaginativa como algo sutilmente misterioso. De hecho
es muy misteriosa. Gran parte del trabajo se hace por debajo de la ciudadela
de la conciencia, sin intervención de la razón. Cuando los novelistas
fueron a los diarios para escribir sobre el 11 de septiembre, hubo un rumor
que indicaba que se veían obligados a despertar de sus sueños
solipsísticos: tenían que ocuparse, lo mejor que pudieran, de
la vida real. La política alguna vez definida como lo que
está pasando de pronto llenaba el cielo. Es verdad: los novelistas
no suelen escribir sobre lo que está pasando; escriben sobre lo que no
está pasando. Pero los mundos de la imaginación aspiran a dar
forma, marcar y apuntar moralmente el reino de este mundo. Una novela es una
tarea racional; es la razón jugando, quizá, pero aun así
es razón.
El 11 de septiembre fue el día del re-Iluminismo. La política
se reveló como una verdadera noche de Walpurgis de lo irracional. Y cosas
tan, tan viejas. Los conflictos a los que ahora nos enfrentamos o en los que
tememos quedar envueltos, oponen arenas geográficas, pero también
oponen siglos y hasta milenios. Es un paisaje de feroces anacronismos: jihad
nuclear en la India; agonía medieval del Islam; los gruñidos de
la Edad de Bronce en Medio Oriente. Recordamos que Ronald Reagan habitualmente
anatemizaba a la Unión Soviética como atea. Este epíteto
no puede ser aplicado a Osama bin Laden. Entonces Bush, que es religioso, y
Blair, que también es religioso, ofrecieron la patente falsedad de que
la guerra contra el terrorismo no es sobre religión. Irak
es ateo también, pero esta característica hoy puede ser convertida
en otra buena razón para invadirlo.
El siglo XX, con sus conteos de millones de muertos, ha sido llamado la
era de la ideología. Y la era de la ideología, claramente,
ha sido un mero hiato en la era de la religión, que no parece pronta
a expirar. Como ya no es permisible subestimar ninguna fe o credo, empecemos
por subestimarlos a todos. Para ser claro: una ideología es un sistema
decreencias inadecuado a la realidad; una religión es un sistema de creencias
sin base alguna en la realidad. La creencia religiosa no tiene razón
ni dignidad, y sus resultados son casi universalmente espantosos. Es elemental
(y no se preocupen por plagas y hambrunas): si Dios existiera, y si a Él
le preocupara la humanidad, nunca nos habría dado la religión.
Cómo
se hace un agnóstico
Cuando tenía seis o siete años, estaba llenando un registro escolar
y me encontré con una pregunta inquietante. Corrí al hall y grité
por la escalera: ¡Mamá! ¿Cuál es mi religión?.
Hubo un largo silencio y después: Uh... la Iglesia de Inglaterra.
Sí, gracias a Dios por la Iglesia de Inglaterra: no exigía compromisos.
La verdad es que lo de la Iglesia de Inglaterra era mentira. No pertenecíamos
a ella. Aun así, sentía una incómoda distancia respecto
de las familias de mis amigos que iban a la iglesia (esto era el Sur de Gales,
en los 50). También desarrollé una oscura pasión
por mi religiosa institutriz: era muy agradable, pero parecía una bruja
de mis libros de cuentos, que en ese momento estaba abandonando. No iba a la
iglesia pero visitaba una capilla (que era una suerte de fiesta infantil con
alguna que otra parábola); y me convertí en un decidido coleccionista
de Biblias. Lo que conseguía era una comunidad y un lenguaje. Mi apostasía,
a los nueve años de edad, fue vehemente. Claramente, no deseaba las palabras
compartidas y la identidad común. Abjuré de la capilla y aquellas
Biblias fueron mamarracheadas o profanadas. Dos o tres de ellas fueron llevadas
al patio de atrás para alimentar una silenciosa hoguera.
Más tarde entonces estábamos en Cambridge di un discurso
en la escuela en el que rechazaba toda creencia por considerarla una afrenta
al sentido común. Era ateo y tenía doce años: parecía
algo cerrado. No me daba por enterado de que el alma podía tener necesidades
legítimas. Hace poco me re-clasifiqué como un agnóstico.
El ateísmo resultó muy poco racional también. El más
simple acercamiento a la cosmología les puede decir que el universo no
es, todavía, comprensible para los seres humanos. También les
dirá que el universo es mucho más bizarro, prodigioso o grandioso
que cualquier doctrina, y que las necesidades espirituales se pueden encontrar
en su contemplación. La creencia es ociosa: la realidad es suficientemente
maravillosa tal como es. De hecho, nuestro aislamiento en la fría inmensidad
para demandar algún contrapeso humanístico, una aserción
de orgullo mortal. Una manifestación de esta necesidad se puede ver en
nuestra intensificada reverencia por el planeta (Gaia de James Lovelock y otros
benignos animismos). Una estrategia de larga historia se centra en la reverencia
intensificada por el arte: o, en la fórmula de Matthew Arnold, por lo
que mejor se ha pensado y dicho.
La literatura
como culto
La literatura la palabra ha sido siempre la más persistente
candidata para tal culto, en parte porque incluye la Biblia y todo el resto
de los textos sagrados. Aventaja a la fe convencional en que, después
de todo, hay algo tangible para venerar algo limitado, bello y divinamente
brillante. Pero, por supuesto, hay una razón excelente para que los desconocidos
legisladores de la humanidad estén condenados a permanecer como tales:
desconocidos, sin seguidores, sin creyentes. La literatura forma un cuerpo único
de conocimiento, pero sus voces son intransigentes e individuales. Y la voz
de la religión, para reubicar la frase del reverendo Northrop Frye, es
la voz de la multitud solitaria. Es un monólogo que busca
la validación de un coro.
En mi vida asistí a dos intentos de ideologizar y poner en capilla
la literatura. El primero fue encarado por F. R. Leavis. Arnold quería
que la literatura ocupara los espacios vacantes por el debilitamiento de la
fe y los estragos de la revolución industrial. En su pico más
alto (los años 30), Leavis clamó por la formación
de una elite académica que se opusieraa los vulgarismos de la comunicación
de masas. Sus ideas fueron después sistematizadas así: la literatura
sólo sobrevive si hay alguien que pueda evaluarla; los juicios que formulan
los críticos literarios son juicios de vida; cada juicio es, entonces,
un acto de responsabilidad moral en un continuum esencial. Para decirlo de otra
manera, a ninguna buena persona podría gustarle la literatura que disgustaba
al Dr. Leavis. Podría objetarse que los juicios de valor son productos
de la emoción, y no se puede llegar a ellos por caminos racionales. Pero
vemos cómo semejante aproximación magnifica maravillosamente el
rol nacional del don inglés.
El canon de Leavis, nunca extensivo, fue ferozmente defendido y regularmente
purgado. En la Universidad uno podía identificar a los seguidores de
Leavis por la triste dilapidación que hacían de sus bibliotecas.
Conrad, James, George Eliot, algo de Austen, un Dickens (Hard Times), Yeats,
T. S. Eliot, Hopkins, y un par de desconocidos como L. H. Myers y Ronald Bottrall.
Por su cuenta, el leavisismo pudo haber terminado con un solo texto; y ese libro
sagrado hubiera sido las obras completas de un sociópata solitario: D.
H. Lawrence. Todo había salido mal: ellos debían juzgar la literatura,
pero la literatura los estaba juzgando a ellos, y exponiendo que eran provincianos
y que carecían de sentido del humor. Cuando Leavis murió, en 1978,
su clero colapsó en un Jonestown de odio teológico. No dejó
nada atrás.
El leavisismo funcionaba piramidalmente, de arriba hacia abajo, y le debía
todo su carisma a su profeta. La actual ideología, que conocemos sólo
por sus iniciales, es de abajo hacia arriba, trabaja a través de la masa
y no lejos de ella. Hay una vaga sensación de que lo políticamente
correcto, PC, que logró ganancias con su restricción de lo que
se permite decir, está ahora en modesto retiro. Y es verdad que la fase
expansionista, con sus denuncias, sus vigilancias, sus execraciones organizadas,
parece seguir su curso. Por otro lado, lo PC ocupa ahora el territorio preferido
de todas las ideologías: está entre los niños en edad escolar.
El lenguaje y la literatura en nuestros exámenes nacionales se están
convirtiendo en invitaciones implícitas a la conformidad ideológica,
y todos saben que hay poco puntaje por ser duro con, por ejemplo, Maya Angelou.
Los alumnos más débiles tendrán el falso consuelo de pertenecer
al consenso: los más fuertes simplemente recibirán entrenamiento
temprano en la hipocresía piadosa.
La autocomplacencia
antiintelectual
Reconocemos esta atmósfera mental, y su nombre es el antiintelectualismo.
Es notable también el resurgimiento del sentimiento como el principal
de los instrumentos críticos. Los críticos no responden a la novela,
sino a su persona, de quién hay que preocuparse, en qué quieren
creer. Comentarios como no me gustaron los personajes son ahora
pensados como capaces de destrozar un trabajo de ficción. Una aproximación
crítica de esta naturaleza eventualmente conseguirá lo que merece:
una literatura complaciente. Y llegaremos al destino que Alexis de Tocqueville
predijo para la democracia norteamericana: un tonto estupor de autocomplacencia.
La simultánea consolidación de la idiotez no es un accidente.
Lo políticamente correcto es bajo, es el menor denominador común.
Y ahora volvemos al estudio del escritor, a mediados de septiembre de 2001.
La televisión, cuando uno se atrevía a encenderla, mostraba a
norteamericanos haciendo cola para escapar de una amenaza de ántrax,
o los bigotes del Pakistán, profetizando la guerra civil y otras innombrables
secuelas. Recuerdo la sensación pesadillesca, y la imposibilidad de mirar
con placer a mis hijos. Afuera, la ciudad parecía admitir que su estrategia
de racionalidad había explotado. Hasta la lógica de los semáforos
parecía obsoleta. ¿Por qué manejar a la izquierda? ¿Por
qué a la derecha? Los campeones del Islam militante son, por supuesto,
misóginos y odian a las mujeres; también son misologistas odian
a la razón. Su doctrina es poco más que un código
penal caótico subvaluado por sueños impotentes de genocidio. Y,
como todas las religiones, es una masiva aglutinación de respuestas obvias,
de clichés, de formulaciones no examinadas y heredadas. Este es el tema
de la más grande novela jamás escrita, Ulyses, en la que Joyce
identifica al catolicismo romano, y al antisemitismo, como fosilizaciones de
prosa muerta y pensamiento muerto.
Después del 11 de septiembre, entonces, los escritores enfrentan un cambio
cuantitativo, pero no cualitativo. En los siguientes días y semanas,
las voces que salían de sus habitaciones era muy bajas; pero aun así
eran voces individuales, y juguetonamente racionales, todas abrazando la ideología
de la no ideología. Se enfrentaban en eterna oposición a la voz
de la multitud solitaria que, con su deseo de poder y destrucción, es
el sonido más desolado que podrían escuchar alguna vez. Desolado:
que da impresión de vacío vertiginoso y triste; del
latín desolare, abandonar; de solus, solo. 5
Trad.: Mariana Enriquez
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