Dom 28.07.2002
libros

En busca de la racionalidad perdida

por Martin Amis
Después de un par de horas sentados a sus escritorios el 12 de septiembre de 2001, todos los escritores de la Tierra pensaron, con disgusto, en cambiar de ocupación. Recuerdo que yo me sentía como Josefina la ratona-cantante de la historia de Kafka. ¿Cantar? “Ella no puede ni chillar.”
Se considera amablemente que una novela es un producto de la imaginación. Y la imaginación, aquel día, estuvo íntegramente dirigida, y sin ningún objetivo. Cada vez que esa sensación de pesada incredulidad parece disiparse, todavía encuentro algún detalle que la reinstala: la “bruma rosa” en el aire, causada por la explosión de los cuerpos que caían; el hecho de que el segundo avión, en el momento del impacto, estaba viajando a casi 600 mph, una velocidad que estaba a punto de llevarlo a la desintegración (¿Cómo habrá sido ser pasajero de ese avión? ¿Cómo habrá sido verlo venir?).
Muchos novelistas decidieron escribir periodismo acerca del 11 de septiembre –como muchos periodistas señalaron con mayor o menor tolerancia–. Yo puedo decir qué estaban haciendo esos escritores: estaban ganando tiempo. Lo que habían estado produciendo se redujo, de pronto, a patéticas tonterías escritas con tinta azul. Y también todo había sido infectado por una futilidad semejante a la gangrena. Esa página con la leyenda “por el autor de” –que, en el pasado, podía ser consultada como una biografía– ahora debía ser dejada de lado con un suspiro y una sacudida de cabeza. Mi propia página, para agregarme pequeñez, terminaba con un libro llamado La guerra contra el cliché. Pensé: en realidad, podemos vivir con lugares comunes como “amargo frío” o “calor apabullante” y todos los demás. Podemos vivir con el cliché. Lo que tenemos que hacer ahora es vivir con la guerra.

La edad de la razón
Se entiende la escritura imaginativa como algo sutilmente misterioso. De hecho es muy misteriosa. Gran parte del trabajo se hace por debajo de la ciudadela de la conciencia, sin intervención de la razón. Cuando los novelistas fueron a los diarios para escribir sobre el 11 de septiembre, hubo un rumor que indicaba que se veían obligados a despertar de sus sueños solipsísticos: tenían que ocuparse, lo mejor que pudieran, de la vida real. La política –alguna vez definida como “lo que está pasando”– de pronto llenaba el cielo. Es verdad: los novelistas no suelen escribir sobre lo que está pasando; escriben sobre lo que no está pasando. Pero los mundos de la imaginación aspiran a dar forma, marcar y apuntar moralmente el reino de este mundo. Una novela es una tarea racional; es la razón jugando, quizá, pero aun así es razón.
El 11 de septiembre fue el día del re-Iluminismo. La política se reveló como una verdadera noche de Walpurgis de lo irracional. Y cosas tan, tan viejas. Los conflictos a los que ahora nos enfrentamos o en los que tememos quedar envueltos, oponen arenas geográficas, pero también oponen siglos y hasta milenios. Es un paisaje de feroces anacronismos: jihad nuclear en la India; agonía medieval del Islam; los gruñidos de la Edad de Bronce en Medio Oriente. Recordamos que Ronald Reagan habitualmente anatemizaba a la Unión Soviética como “atea”. Este epíteto no puede ser aplicado a Osama bin Laden. Entonces Bush, que es religioso, y Blair, que también es religioso, ofrecieron la patente falsedad de que la guerra contra el terrorismo no es “sobre religión”. Irak es ateo también, pero esta característica hoy puede ser convertida en otra buena razón para invadirlo.
El siglo XX, con sus conteos de millones de muertos, ha sido llamado “la era de la ideología”. Y la era de la ideología, claramente, ha sido un mero hiato en la era de la religión, que no parece pronta a expirar. Como ya no es permisible subestimar ninguna fe o credo, empecemos por subestimarlos a todos. Para ser claro: una ideología es un sistema decreencias inadecuado a la realidad; una religión es un sistema de creencias sin base alguna en la realidad. La creencia religiosa no tiene razón ni dignidad, y sus resultados son casi universalmente espantosos. Es elemental (y no se preocupen por plagas y hambrunas): si Dios existiera, y si a Él le preocupara la humanidad, nunca nos habría dado la religión.

Cómo se hace un agnóstico
Cuando tenía seis o siete años, estaba llenando un registro escolar y me encontré con una pregunta inquietante. Corrí al hall y grité por la escalera: “¡Mamá! ¿Cuál es mi religión?”. Hubo un largo silencio y después: “Uh... la Iglesia de Inglaterra”. Sí, gracias a Dios por la Iglesia de Inglaterra: no exigía compromisos. La verdad es que lo de la Iglesia de Inglaterra era mentira. No pertenecíamos a ella. Aun así, sentía una incómoda distancia respecto de las familias de mis amigos que iban a la iglesia (esto era el Sur de Gales, en los ‘50). También desarrollé una oscura pasión por mi religiosa institutriz: era muy agradable, pero parecía una bruja de mis libros de cuentos, que en ese momento estaba abandonando. No iba a la iglesia pero visitaba una capilla (que era una suerte de fiesta infantil con alguna que otra parábola); y me convertí en un decidido coleccionista de Biblias. Lo que conseguía era una comunidad y un lenguaje. Mi apostasía, a los nueve años de edad, fue vehemente. Claramente, no deseaba las palabras compartidas y la identidad común. Abjuré de la capilla y aquellas Biblias fueron mamarracheadas o profanadas. Dos o tres de ellas fueron llevadas al patio de atrás para alimentar una silenciosa hoguera.
Más tarde –entonces estábamos en Cambridge– di un discurso en la escuela en el que rechazaba toda creencia por considerarla una afrenta al sentido común. Era ateo y tenía doce años: parecía algo cerrado. No me daba por enterado de que el alma podía tener necesidades legítimas. Hace poco me re-clasifiqué como un agnóstico. El ateísmo resultó muy poco racional también. El más simple acercamiento a la cosmología les puede decir que el universo no es, todavía, comprensible para los seres humanos. También les dirá que el universo es mucho más bizarro, prodigioso o grandioso que cualquier doctrina, y que las necesidades espirituales se pueden encontrar en su contemplación. La creencia es ociosa: la realidad es suficientemente maravillosa tal como es. De hecho, nuestro aislamiento en la fría inmensidad para demandar algún contrapeso humanístico, una aserción de orgullo mortal. Una manifestación de esta necesidad se puede ver en nuestra intensificada reverencia por el planeta (Gaia de James Lovelock y otros benignos animismos). Una estrategia de larga historia se centra en la reverencia intensificada por el arte: o, en la fórmula de Matthew Arnold, por “lo que mejor se ha pensado y dicho”.

La literatura como culto
La literatura –la palabra– ha sido siempre la más persistente candidata para tal culto, en parte porque incluye la Biblia y todo el resto de los textos sagrados. Aventaja a la fe convencional en que, después de todo, hay algo tangible para venerar –algo limitado, bello y divinamente brillante. Pero, por supuesto, hay una razón excelente para que los desconocidos legisladores de la humanidad estén condenados a permanecer como tales: desconocidos, sin seguidores, sin creyentes. La literatura forma un cuerpo único de conocimiento, pero sus voces son intransigentes e individuales. Y la voz de la religión, para reubicar la frase del reverendo Northrop Frye, es “la voz de la multitud solitaria”. Es un monólogo que busca la validación de un coro.
En mi vida asistí a dos intentos de ideologizar y poner “en capilla” la literatura. El primero fue encarado por F. R. Leavis. Arnold quería que la literatura ocupara los espacios vacantes por el debilitamiento de la fe y los estragos de la revolución industrial. En su pico más alto (los años ‘30), Leavis clamó por la formación de una elite académica que se opusieraa los vulgarismos de la comunicación de masas. Sus ideas fueron después sistematizadas así: la literatura sólo sobrevive si hay alguien que pueda evaluarla; los juicios que formulan los críticos literarios son juicios de vida; cada juicio es, entonces, un acto de responsabilidad moral en un continuum esencial. Para decirlo de otra manera, a ninguna buena persona podría gustarle la literatura que disgustaba al Dr. Leavis. Podría objetarse que los juicios de valor son productos de la emoción, y no se puede llegar a ellos por caminos racionales. Pero vemos cómo semejante aproximación magnifica maravillosamente el rol nacional del don inglés.
El canon de Leavis, nunca extensivo, fue ferozmente defendido y regularmente purgado. En la Universidad uno podía identificar a los seguidores de Leavis por la triste dilapidación que hacían de sus bibliotecas. Conrad, James, George Eliot, algo de Austen, un Dickens (Hard Times), Yeats, T. S. Eliot, Hopkins, y un par de desconocidos como L. H. Myers y Ronald Bottrall. Por su cuenta, el leavisismo pudo haber terminado con un solo texto; y ese libro sagrado hubiera sido las obras completas de un sociópata solitario: D. H. Lawrence. Todo había salido mal: ellos debían juzgar la literatura, pero la literatura los estaba juzgando a ellos, y exponiendo que eran provincianos y que carecían de sentido del humor. Cuando Leavis murió, en 1978, su clero colapsó en un Jonestown de odio teológico. No dejó nada atrás.
El leavisismo funcionaba piramidalmente, de arriba hacia abajo, y le debía todo su carisma a su profeta. La actual ideología, que conocemos sólo por sus iniciales, es de abajo hacia arriba, trabaja a través de la masa y no lejos de ella. Hay una vaga sensación de que lo políticamente correcto, PC, que logró ganancias con su restricción de lo que se permite decir, está ahora en modesto retiro. Y es verdad que la fase expansionista, con sus denuncias, sus vigilancias, sus execraciones organizadas, parece seguir su curso. Por otro lado, lo PC ocupa ahora el territorio preferido de todas las ideologías: está entre los niños en edad escolar. El lenguaje y la literatura en nuestros exámenes nacionales se están convirtiendo en invitaciones implícitas a la conformidad ideológica, y todos saben que hay poco puntaje por ser duro con, por ejemplo, Maya Angelou. Los alumnos más débiles tendrán el falso consuelo de pertenecer al consenso: los más fuertes simplemente recibirán entrenamiento temprano en la hipocresía piadosa.

La autocomplacencia antiintelectual
Reconocemos esta atmósfera mental, y su nombre es el antiintelectualismo. Es notable también el resurgimiento del sentimiento como el principal de los instrumentos críticos. Los críticos no responden a la novela, sino a su persona, de quién hay que preocuparse, en qué quieren creer. Comentarios como “no me gustaron los personajes” son ahora pensados como capaces de destrozar un trabajo de ficción. Una aproximación crítica de esta naturaleza eventualmente conseguirá lo que merece: una literatura complaciente. Y llegaremos al destino que Alexis de Tocqueville predijo para la democracia norteamericana: un tonto estupor de autocomplacencia. La simultánea consolidación de la idiotez no es un accidente. Lo políticamente correcto es bajo, es el menor denominador común.
Y ahora volvemos al estudio del escritor, a mediados de septiembre de 2001. La televisión, cuando uno se atrevía a encenderla, mostraba a norteamericanos haciendo cola para escapar de una amenaza de ántrax, o los bigotes del Pakistán, profetizando la guerra civil y otras innombrables secuelas. Recuerdo la sensación pesadillesca, y la imposibilidad de mirar con placer a mis hijos. Afuera, la ciudad parecía admitir que su estrategia de racionalidad había explotado. Hasta la lógica de los semáforos parecía obsoleta. ¿Por qué manejar a la izquierda? ¿Por qué a la derecha? Los campeones del Islam militante son, por supuesto, misóginos y odian a las mujeres; también son misologistas –odian a la razón–. Su doctrina es poco más que un código penal caótico subvaluado por sueños impotentes de genocidio. Y, como todas las religiones, es una masiva aglutinación de respuestas obvias, de clichés, de formulaciones no examinadas y heredadas. Este es el tema de la más grande novela jamás escrita, Ulyses, en la que Joyce identifica al catolicismo romano, y al antisemitismo, como fosilizaciones de prosa muerta y pensamiento muerto.
Después del 11 de septiembre, entonces, los escritores enfrentan un cambio cuantitativo, pero no cualitativo. En los siguientes días y semanas, las voces que salían de sus habitaciones era muy bajas; pero aun así eran voces individuales, y juguetonamente racionales, todas abrazando la ideología de la no ideología. Se enfrentaban en eterna oposición a la voz de la multitud solitaria que, con su deseo de poder y destrucción, es el sonido más desolado que podrían escuchar alguna vez. “Desolado”: “que da impresión de vacío vertiginoso y triste”; del latín desolare, abandonar; de solus, “solo”. 5

Trad.: Mariana Enriquez

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