NOTA DE TAPA
La creciente revaloración de la obra de Héctor A. Murena, uno de los grandes ensayistas argentinos del siglo XX, encuentra una nueva oportunidad de manifestarse con la reedición de El pecado original de América (Fondo de Cultura Económica). En este volumen, además de su ensayo emblemático, se publican artículos que Murena les dedicó a autores como Poe, Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, Roberto Arlt y Martínez Estrada, de quien se dijo discípulo y parricida.
› Por Osvaldo Aguirre
Reconocía sus errores y hasta ponía sobre aviso a los lectores sobre presuntas fallas de sus textos. Se ocupaba de cuestiones de historia y de filosofía, pero aclaraba a la vez que no era historiador ni filósofo. Sus términos de análisis, lo admitía, podían resultar arbitrarios. No trabajaba con conceptos o categorías sino con metáforas de cuño personal. En ese conjunto de procedimientos sorprendentes, donde sus críticos hacían la cuenta de sus debilidades, se nutría, sin embargo, la fuerza del pensamiento de Héctor A. Murena.
La primera edición de El pecado original de América apareció en 1954, cuando tenía apenas 31 años. Al momento de publicarse la segunda, en 1965, ya contaba con una obra cuya valoración dividía a los lectores y, según se lee en el prólogo que añadió entonces, experimentó cierta extrañeza respecto de aquel libro. No tanto por las objeciones que había recibido como por la persistencia de los interrogantes, o las perplejidades, que lo habían llevado a la escritura. La pregunta respecto de “la diferencia de América”, su leitmotiv, había vuelto a formularse durante un viaje por Europa, y en la respuesta encontró una reafirmación: realizarse, es decir alcanzar “la plenitud humana”, significaba afirmar lo individual y apartarse de lo hecho por los demás.
De esta manera, aun con la distancia que sentía ante lo escrito, retomó su punto de partida, un ensayo publicado en 1948 en la revista Verbum (e incorporado en el apéndice del libro), que surgió como una réplica a la lectura de Ezequiel Martínez Estrada sobre Sarmiento. Y en un autor donde la meditación sobre el origen constituyó un elemento central, el episodio es revelador por partida doble.
Murena se declaró discípulo de Martínez Estrada y a la vez señaló en Radiografía de la Pampa un hito del pensamiento, porque “significa el surgimiento de la conciencia de América”. Un reconocimiento que es tan enfático como la crítica de que lo hace objeto. El maestro, sostiene en aquel texto inicial, es un símbolo “de lo mejor del país” pero también de un error acendrado que él viene a poner de relieve, a saber, el desconocimiento de un mal que subyace a los problemas del presente. Allí se encuentra la génesis de su ensayo, no tanto por las ideas que desarrolla como por la operación que practica y de donde deriva una categoría central: el parricidio. Rechazar al padre es el paso necesario para afirmar la propia existencia y el propio pensamiento: “Todo el que quiere vivir tiene que matar, y sólo después del asesinato podrá reconciliarse con los muertos”, dice.
El primero de los siete ensayos que componen el libro está dedicado precisamente a la redefinición del parricidio. A partir de la obra de Poe, Murena piensa la relación entre Europa y América como de padre e hijo. La historia, piensa, es un criptograma y el desafío consiste en encontrar la forma de descifrarlo: “América ha sido interpretada según una clave puramente europea”. Ninguna de las disciplinas modernas es capaz de articular una respuesta satisfactoria, y por eso tiene que inventar su propio sistema, para el cual recurre a ideas “antiquísimas y ahora menospreciadas”, las que reelabora a partir del pensamiento religioso. Compone “metáforas, razones u obsesiones”, completamente desvinculadas de los términos que las alumbraron: procede como si quisiera simplemente explicarse algo para sí mismo y, como hace un escritor, inventa una lengua (“los mitos que me forjé”) de uso personal. Así plantea el problema con una fórmula provocadora: los americanos han sido expulsados de Europa, “una tierra fecundada por el espíritu”, los americanos son europeos desterrados, y América constituye un castigo por una culpa no asumida, o asumida de modo engañoso.
La historia, dice, debe ser revisada con una mirada apocalíptica. Ese es el punto de vista desde el cual escribe: hay una fractura histórica que impone volver sobre el origen para comprender el desarrollo del proceso yrecuperar lo perdido. Murena no añora ninguna edad, ningún estado, sino que apunta a esa “plenitud humana” desfigurada en el “ser de la falsedad que es hoy reputado y estimulado como normal” a través de los valores impuestos por la cultura de masas. Esa misma mirada es la de Homo Atomicus (1961), su siguiente libro de ensayos, escrito con la conciencia de vivir el fin de una época y la incertidumbre respecto de la nueva etapa que intuye. “El ultranihilista” es uno de los ensayos que mejor condensa el problema y donde a la vez Murena exhibe sus brillantes cualidades de prosista, en particular con la tesis sobre el predominio de “las artes negativas” (el arte de curar, afirma, se ha convertido en el arte de enfermar; el arte de construir, en el arte de destruir; el arte de pensar, en el arte de no pensar). Las figuras poéticas retornan aquí con la oposición entre cosmos y caos. La democracia norteamericana y el socialismo soviético suponen, dice, un retorno al caos donde se pierde lo más preciado de los seres humanos: su diferencia, lo que tienen de sagrado.
Murena era un indisciplinado. Como ocurre con los grandes ensayistas, su escritura no se queda quieta en ningún casillero del saber. Pensaba a contramano de las direcciones establecidas: su rechazo al psicoanálisis y sobre todo a “la ceñuda sociología que ha invadido la cátedra universitaria” y “no hace más que justificar el status imperante” se produce justo en el momento en que ambas disciplinas adquieren difusión. Aunque reconocía su incidencia en el “pecado” de América, con la conquista española, negaba que los factores económicos determinaran los procesos sociales y culturales. Creía precisamente lo contrario: en su opinión, la configuración de las ideas dominantes subyacía al estado de cosas.
Los ensayos de El pecado original de América lo muestran en combate reiterado contra la doxa y las oposiciones canonizadas (las antítesis del intelectual y el caudillo, de liberales y nacionalistas, de vanguardia y folklore, por ejemplo, son para él superficiales, engañosas). Poe, afirma, no integra una serie con la literatura europea sino que establece una ruptura, la “voluntad de parricidio” respecto de ese corpus; la atención morbosa sobre la vida de Horacio Quiroga encubre “el sentido más profundo de su obra”, el de una tragedia que fue fruto de una elección; a Florencio Sánchez, dictamina contra casi toda la bibliografía disponible, no le interesaban los problemas sociales y atribuir su obra al genio es ocultar la cuestión de su método de trabajo, de donde deriva una idea central. La paradoja y la inversión del razonamiento con que confronta son dos recursos frecuentes en su bien pertrechado arsenal retórico. De ahí derivan muchas de sus observaciones más lúcidas. Como cuando anota que “el nacionalismo es un movimiento hacia el pasado que se origina en nuestro caso precisamente por la falta de pasado”. O como cuando apunta que el ruido y el desorden que rodean a Sánchez tienen por objeto ocultar el silencio, un abismo presentido. Esa obsesión retorna en “Inútil todo”, el primer cuento de El centro del infierno (1956), sobre un hombre que se retrae de la vida cotidiana y del arte para vivir en “un silencio que no era clausura sino comunión” con un amor “que vela sobre el mundo”.
Borges, Mallea, Martínez Estrada y Marechal, propone, son aquellos que posibilitaron la escritura de los más jóvenes: un canon curioso para la fecha de salida del libro, cuando esos nombres demarcaban campos enfrentados. Con frecuencia, sus procedimientos de análisis sorprenden. Para entender a Roberto Arlt, dice en “El sacrificio del intelecto”, basta con contemplar dos fotos, “separadas por casi veinte años que acotan el período de su misión”. En otros pasajes, llevada por los argumentos y cierta atención hacia los efectos, la exposición parece desordenada, o enhebra términos heterogéneos (la falta de comunicación y el deporte, por ejemplo, aunque este último tema le parece sintomático de la cultura de masas, que deplora en el preciso momento de su advenimiento). Pero en esos desvíos aparecen también fragmentos notables, por ejemplo al evocar, de modo inesperado, sus lecturas de autodidacta: “Dormir, comer, amar son actos despreciables, tiempo perdido, y las luces que más brillan en la noche de la ciudad, las únicas, son las de las librerías de segunda mano”.
Fue el primero en criticar su propio texto, al denunciar en el prólogo a la primera edición sus “contradicciones y equívocos, repeticiones fatigosas y omisiones intolerables”. En Homo Atomicus también advirtió esos presuntos errores, e incluso otros, como el hecho de no abordar su tema “en forma sistemática”; pero ese era el modo de subrayar “la circunstancia de que cuando una época toca a su fin las tentativas por presentar una imagen del mundo sistemática carecen de legitimidad”, y confiaba, además, en que los lectores “encuentren en el fondo un adarme de alguna indiscutible verdad”. Más que como búsqueda u oficio, entendía su trabajo como una misión: pero no en el sentido de predicar un dogma sino justamente de descreer de cualquier dogma y sobre todo de provocar al lector para que piense por sí mismo. “Lectores capaces de disentir son los únicos que busca el autor”, dijo.
La reedición de El pecado original de América se produce en el marco de una revaloración creciente de la obra de Murena. Pero hay algo quizás incómodo en estos ensayos. Los reparos al lenguaje de Sánchez, la valoración de Mallea, ciertas ideas de uso personal, la apelación al sentido religioso de la historia pueden inspirar esa extrañeza que experimentó el propio autor.
“Este libro nunca fue oportuno”, dijo Murena, y en esa inconveniencia radica gran parte de su valor y su apuesta desmesurada.
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