NOTA DE TAPA
Leído y apreciado más en Europa que en su propio país, Edgar Allan Poe, paradójicamente, le dio rango universal a la literatura norteamericana, de la que finalmente se convirtió en emblema. Su vida difícil y su obra vasta vuelven a circular entre nosotros gracias al notable esfuerzo editorial de Claridad: además de sus cuentos y poemas, se publican, tras un prolijo trabajo de rastreo y reconstrucción de traducciones, ensayos, bibliográficas, misceláneas y artículos.
› Por Mauro Libertella
Antes de cumplir los tres años, Edgar Allan Poe ya había quedado completamente solo en el mundo. Y, para peor, anclado en el sur de Estados Unidos, a principios del siglo XIX. Era 1811, y dos años antes había sido concebido en Boston por una pareja de actores de una errática e inestable compañía teatral que representaba un poco de todo en los más variados escenarios. Su madre, Elizabeth, de linaje puramente británico, murió cuando Edgar tenía dos años, de una tuberculosis que la sitió hasta devorarla en pocos días. Su padre, norteamericano de ascendencia irlandesa, abandonó a Edgar y a sus hermanos en Virginia, intentando escapar de la tuberculosis y de una vida mediocre. La mayor parte de sus biógrafos ha afirmado que a partir de entonces Poe se ha transformado, ante todo, en un “Caballero del Sur”, alguien profundamente enraizado en la moral y los hábitos de Virginia del sur.
Muerta su madre, Poe es adoptado y queda al cuidado de John Allan, de quien adoptaría el apellido como segundo nombre, perpetrando la firma con la que sellaría algunos de los escritos más relevantes del siglo. John Allan comerciaba con tabaco y residía permanentemente en Richmond. De esos primeros años, las leyendas dicen que Poe leía con voracidad la poesía de Walter Scott, de Wordsworth, así como relatos de terror alemanes y las primeras lecturas febriles de Byron, que nunca cesarían. Mientras el joven tramaba esa acuarela de lecturas propias, la familia Allan lo arrastraba por las costas de Escocia e Inglaterra, donde asistía a clases privadas y a institutos de aquí y de allá.
A los veinte años vuelve a Estados Unidos después de un viaje del largo de una vida, y Poe ya tiene cosas para decir. Con la profunda influencia de Byron impregnada en la sangre, se abocó a la escritura de sus primeros poemas, al tiempo que se convertía en un eximio deportista, un excéntrico coleccionista de mariposas y, por sobre todo, un desterrado que veía por vez primera las postales en vivo de su propia tierra. Por esos días conoció a Helen, su primer amor imposible, plenamente marcado por la idealización y el signo de lo idílico. Algunos afirman que en Helen Poe encontró la musa, y que ese encuentro marcaría su paso a la madurez. Helen murió de locura a los 31 años, y Poe abandonó inmediatamente su vida de deportista y se recluyó en la casa de los Allan, pero el panorama ahí no tenía nada de luminoso. Su madre adoptiva, a la que él quiso tanto, sucumbía lenta pero inapelablemente a un indiagnosticable mal, y la personalidad de John Allan se iba volviendo día a día más rígida, más impenetrable. Cuando Edgar le refirió a su protector sus deseos de ser poeta, el choque fue definitivo y no admitió concesiones. En 1826 lo arrojaron en la Universidad de Virginia. El clima general universitario era festivo e imperaba una interesante vida nocturna, y allí Poe, por primera vez y para siempre, pasaba sus noches bebiendo alcohol. Mucho se ha escrito sobre los extraños efectos que la bebida provocaba en el hipersensible Poe, y la naturaleza de aquellos fulgores permanece en el misterio.
El universitario fue un año de puro alcohol, noche y otros vicios, hasta que John Allan sacó a Poe de los claustros por las deudas que había contraído en apuestas con sus compañeros y profesores. El clima en la casa de los Allan era ciertamente tenso. Algunos días después, Edgar Poe se fue de ella para siempre. La ruta lo llevó a Boston. Allí publicó su primer libro, Tamerlán y otros poemas. Fiel a la construcción de su propio mito, escribió en el prólogo que aquellos poemas fueron escritos antes de los trece años. Los meses desempleado lo sumieron en la miseria y se alistó en el ejército. Después de dos años con un desempeño impecable como cabo y sargento, se fue a Baltimore a reconstruir el rompecabezas de sus padres biológicos. Vivió en casa de su tía, Mrs. Clemm, y pudo publicar nuevos poemas. En 1831, un Poe cada vez más parecido al que los lectores de hoy conocemos se embarcó hacia la ciudad de Nueva York. Allí, sin dejar de pensarse a sí mismo como poeta, empezó a trazar los primeros bosquejos de sus cuentos. No es exagerado afirmar que ese momento, moldeado en treinta años de vida tormentosa, marcaría para siempre el destino de la literatura occidental.
Muerto John Allan, su protector, quien no le legó nada de su abismal fortuna, Poe pasaba los días sumido en una espesa miseria. Ciertos giros favorables del azar convinieron en que Edgar, ya atrapado por el opio, el alcohol y el hambre, fuera aceptado en la redacción de algunas revistas literarias. Hoy podemos acceder a sus reseñas de aquel período prolífico, a las que Cortázar caracterizó como “ácidas, punzantes, muchas veces arbitrarias e injustas, pero siempre llenas de talento”. Así, en Richmond se empezó a correr una voz que hablaba de un hombre misterioso y de un extraño genio. Tiempo después se mudó con su prima Virginia, luego su mujer, a Filadelfia, y en una situación realmente precaria Poe perpetró algunos de sus más gloriosos cuentos, como “La caída de la Casa Usher”. Pero el período de producción fértil cesó súbitamente con la inesperada muerte de su esposa. Poe se volcó de lleno al alcohol. Pasó un año completo perdido en una nebulosa etílica, y se sabe que fue entonces cuando surgieron los primeros destellos del poema “El cuervo”. Porque, a pesar de las adicciones y las tantas enfermedades, siempre producía. Su vasta obra lo confirma. Pero lo cierto es que por esos días a Poe le costaba publicar. Sus amigos lo ayudaban, pero una copa de ron era suficiente para perderlo por varios días.
En 1845 la publicación de “El cuervo” empezó a corroer las fronteras de los Estados Unidos y a esparcir tímidamente el apellido Poe del otro lado del océano. Su fama se acrecentó también en su país, pero Poe perdía cada vez más el control de su vida. De a poco, pero ya sin vuelta atrás, iría vislumbrándose el final. Su último período sólo ha podido reconstruirse a través de esquivas cartas. En aquellas epístolas se expresaba con frases definitivas: “debo morir”, escribía. Varios médicos le habían advertido que un poco más de alcohol lo mataría. Sus últimos días son borrosos y los documentos, escasos. Cortázar lo relata así: “Un médico y conocido de Poe recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz, informándolo de que un caballero más bien mal vestido necesitaba su ayuda. (...) Eran días de elecciones, y los partidos políticos en pugna hacían votar repetidas veces a los pobres diablos, a quienes emborrachaban para llevar de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable es que Poe fuera utilizado como votante”. Poe fue arrojado en un hospital en Baltimore, completamente solo. Murió una mañana de octubre de 1849. Sus últimas palabras fueron: “Que Dios ayude a mi pobre alma”.
A la hora de su muerte, Poe era un autor de culto en ciertos círculos casi secretos, pero, al igual que Herman Melville, a quien a veinte años de su muerte se lo recordaba como un “cronista del mar”, la obra de Poe tardaría varias décadas en ser reconocida como imprescindible dentro de los límites de su país. Es que hubo una época en que las letras de los Estados Unidos despertaban lentamente y no estaban preparadas todavía para aceptar y entender a escritores propios de tales dimensiones. Mientras Poe tramaba su literatura cuento a cuento y verso a verso, los círculos intelectuales nacientes se preguntaban por la tradición y el futuro de la literatura norteamericana. No había grandes obras literarias nacionales en la época en que Poe publicaba, y quizás eso explique un poco la falta de comprensión inmediata: Poe era algo nuevo, y lo nuevo necesita de algún tiempo para limar asperezas y volverse necesario. Los primeros cinco años que siguen a su muerte dieron, en cambio, algunos de los aportes literarios más grandes del siglo. En 1850 se publica La letra escarlata de Hawthorne; un año después Melville publica la infinita Moby Dick; en 1854 aparece Walden de Thoreau y hacia 1855 Hojas de hierba de Walt Whitman. Ya había un canon. Y es curioso: los primeros pedazos de esa arquitectura los podemos encontrar gravitando en las reseñas que durante dos décadas fue componiendo Poe. En un artículo de 1842, escrito a propósito de Hawthorne, escribe: “Con raras excepciones, no hemos tenido cuentos estadounidenses de gran valor. No hemos tenido composiciones de calidad, dignas de ser analizadas como obras de arte”, para después dictaminar: “Hawthorne, sí, es un hombre del más verdadero genio”. Poe había tenido que buscar su tradición en el romanticismo heredado de Byron y en algunas vetas de la narrativa alemana, pero su crítica literaria lo muestra atento al panorama local, todavía en estado embrionario, apenas dejando vislumbrar lo que será. Las críticas de Poe, en este aspecto, son implacables. Con la navaja de la palabra afilada corta lo que es bueno de lo que no tiene ningún valor literario, y prefigura lo perdurable y lo que está destinado a disiparse. Al igual que otros autores que vinieron después –Piglia lo marca en Borges–, la crítica de Poe es un modo también de construir las lentes a partir de las cuales se debería leer su propia obra. Si Borges insistió en autores como Chesterton, De Quincey o Stevenson, es entre otras cosas una imploración tácita de que se lo leyera de ese modo y no como a un Proust o a un Thomas Mann. Algo similar sucede con Poe. Desde su crítica, escrita en el fulgor de aquellos primeros estertores de la literatura norteamericana, sienta la poética de su propia obra, así como también sus líneas mas sólidas de interpretación. En una de sus tantas publicaciones en revistas, escribe: “Siempre hemos considerado al cuento como la oportunidad para que los más grandes talentos desplieguen su mejor prosa. El cuento ofrece ventajas peculiares que la novela no admite”. Y es significativo que, de la robusta cantidad de lecturas que han venido abordando la obra de Poe a lo largo del siglo pasado, tres líneas fundamentales de lectura prevalezcan y se continúen entre generaciones y tradiciones de críticos. En esos intentos que ha tenido la crítica de capturarlo, de marcar un derrotero para transitar su obra, Poe ha sido cristalizado, en primer lugar, como el precursor y el maestro del cuento corto norteamericano. De ahí saldrían, como la estela que dejan los grandes buques en el mar, de Hemingway a Raymond Carver o Flanery O’Connor. Muchas de las mejores páginas del New Yorker salen de Poe. Se podría afirmar sin vacilar que el cuento corto es el gran género norteamericano, el formato en el que sus escritores se han podido desenvolver con mayor plenitud.
También se ha cristalizado a Poe como el gran bastión del romanticismo en el nuevo mundo. El poeta que fue en un principio supo jugar ese juego con comodidad y algo de ironía. En su primera aparición pública vestía el clásico manto de poeta romántico. Sus primeros versos están impregnados del completo imaginario romántico: poder, amor, belleza, muerte, dolor. Después, en sus cuentos, Poe ha sabido desplazarse un poco de ese lugar y conferirle al romanticismo nuevos e inesperados giros, juegos, obsesiones. Pero siempre gravitaría sobre su literatura la devoción por lo racional, de la que Borges escribió: “Poe, hombre débil de voluntad y urgido por las más contrarias pasiones, profesaba el culto de la razón y la lucidez. Siendo, como era, fundamentalmente romántico, le agradaba negar la inspiración y declaraba que la creación estética procede de la pura inteligencia”.
El tercer eje a través del cual se suele leer su obra es el de Poe como fundador y máximo artífice del género policial. Se sabe: en 1841 Poe hace públicos “Los crímenes de la calle Morgue”, un nuevo género deudor del racionalismo y el pensamiento analítico. También nace Dupin, el primer detective de la literatura. En las obras completas de Poe hay sólo un escaso puñado de policiales. Entre ellos, “La carta robada”, cuento igualmente sublime, en donde su narrativa se aventura por nuevos caminos que luego serían modelos genéricos, y “El misterio de Marie Roget”, un relato algo más prolongado y con algunos altibajos. Si bien todos esos modos de abordar a Poe son válidos y están sustentados por lo que la obra dice, es cierto también que su impronta rebasa bruscamente cualquier casilla. Allen Ginsberg habló de su influencia de este modo: “Poe es, con toda probabilidad, el autor que ha ejercido la más penetrante influencia psicológica sobre un mayor número de personas, desde China hasta Checoslovaquia. Me he dado cuenta de que fue el primer autor adulto que leí, y eso vale para todo el mundo: Poe es el primer autor que te vuelve paranoico”. Ese universalismo al que lleva Ginsberg la obra de Poe, como si sus relatos y sus tramas no tuvieran procedencia y fueran patrimonio y radiografía de la mente humana, no fue pensado así en un primer momento. A Poe lo acusaban de copiar cierta literatura de terror alemana, a lo que respondía: “El horror no es de Alemania, es del alma”. Y quizá sólo desde la mirada universal se pueda entender mejor la intrincada relación de Poe con los Estados Unidos. No es casual que la trama del primer relato policial que escribió suceda en París. Hubo un tiempo en que en Europa se leía a Poe como un artista de genio, mientras que en su país no se lo consideraba con seriedad. Charles Baudelaire escribió que “de todos los documentos que he leído, he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática”. Cuando Baudelaire traduce a Poe, la obra del norteamericano empieza a ser leída en Europa y se empieza a considerar al nuevo mundo, por primera vez, como una población capaz de crear hechos estéticos. En este sentido, el aporte de Edgar Allan Poe a los Estados Unidos, con una pequeña ayudita de Baudelaire, es de dimensiones difíciles de concebir: Poe puso a Estados Unidos en el mapa estético mundial.
Tan excéntrica como la vida de Poe es la historia de sus traducciones. Por ejemplo, Cortázar traduce los cuentos completos en una habitación perdida en un hotel de Roma. Baudelaire, cuya obsesión por Poe es conocida, traduce toda su obra en pocos días, prácticamente sin dominar el inglés y en una época en que los diccionarios no registraban los dialectos de los que Poe se valía. Ahora, la editorial Claridad cumple una cuenta pendiente publicando la traducción de todos aquellos artículos y reseñas que Poe escribió en su época de redacciones, como también los ensayos y otros escritos sueltos. Los cuatro tomos Crítica literaria I y II, Ensayos y Miscelánea son el modo de reconstruir el itinerario intelectual de una de las mentes más iluminadas del siglo XIX, pero también son la maqueta terminada de un modo de pensar y hacer crítica y periodismo. Desde el paradigma híper racional y matemático de sus “Enigmas” hasta los relatos coloridos pero agudos de “La gente de letras de la ciudad de New York”, pasando por reseñas a Coleridge, Defoe, Dickens y una larga lista de desconocidos u olvidados, el Poe periodista y crítico es el que juega, como si el escrito fuera la cocina de todas sus influencias, con el párrafo corto y conciso, con el ambiente romántico y con la inteligencia detectivesca. Allí está todo, y si bien estos volúmenes son un redescubrimiento, también son una confirmación: Poe ha sido el gran intelectual y artista norteamericano de una época en que escribir como él lo hacía implicaba abrir muchos de los caminos por los cuales transitarían algunas de las más exquisitas obras literarias del siglo XX.
Además de la producción más difundida de Poe –sus cuentos y poemas–, la propuesta de Claridad incluye una buena cantidad de escritos que vienen a delimitar las aristas del mundo de Poe en castellano. Los dos volúmenes de Crítica literaria reúnen todas las bibliográficas y reseñas que Poe fue escribiendo en el período 1830-1850. Los escritos están precedidos por la fecha exacta de publicación, como también por la revista en que se imprimieron. Esos datos pueden leerse también como la inapelable reconstrucción del itinerario geográfico en el que se movió el autor de “El gato negro”, que cambiaba de ciudad y de redacción al ritmo en que su mundo alucinado y su realidad material se lo imponían.
Miscelánea, otro de los libros que ahora se publica, en una paciente reconstrucción de textos perdidos o escondidos, es tal vez la más interesante de las propuestas. Allí están reunidos los enigmas matemáticos y lógicos que tanto hablan del inventor del género policial, como también la larga serie “La gente de letras de la ciudad de Nueva York”, que ilustra la escena literaria del momento y sus más extraños personajes. Son también interesantes las cartas de Poe a sus lectores, pequeños editoriales donde se sientan las bases de su universo periodístico (Poe siempre quiso tener una revista propia, y es interesante ver cómo en su paso por tantas publicaciones siempre se adueñó del medio para hablarles a sus lectores con la intimidad de quien escribe para un lector cautivo).
El volumen de Ensayos muestra la faceta más personal y comprometida de Poe. Allí habla de su propia obra –en el clásico “Método de composición”–, pero también denuncia la precaria situación económica de los autores norteamericanos en “Sinopsis de la cuestión del Copyright Internacional”. Algunos de estos escritos habían sido publicados como apéndices en libros de cuentos y poemas, pero nunca reunidos en volúmenes propios en lengua castellana.
por Edgar Allan Poe
La línea que demarca el instinto de la creación animal de la alardeada razón del hombre es, más allá de toda duda, del carácter más oscuro e insatisfactorio, un límite más difícil de establecer que el del Nordeste o el Oregon. La cuestión de si los animales inferiores razonan o no posiblemente nunca será decidida, por cierto nunca en las actuales condiciones de nuestro conocimiento. Mientras el egoísmo y la arrogancia del hombre se empeñen en negar a las bestias la facultad de reflexión, porque concedérsela parecería disminuir su propia jactanciosa supremacía, se encuentra sin embargo constantemente enredado en la paradoja de desacreditar el instinto como una facultad inferior, mientras que se ve obligado en miles de casos a admitir su infinita superioridad sobre la razón misma, que proclama como exclusivamente suya. El instinto, lejos de ser una razón inferior, es quizá la intelección más requerida de todas. Al verdadero filósofo se presenta como la mente divina misma actuando de manera inmediata sobre sus criaturas.
Los hábitos de cierta especie de hormigas, de muchos tipos de arañas y del castor tienen una maravillosa analogía, o más bien semejanza, con las operaciones habituales de la razón de los hombres; pero el instinto de algunas otras criaturas no presenta semejante analogía, y sólo puede ser remitido al espíritu de la Deidad misma, actuando directamente y a través de ningún órgano corporal sobre la volición del animal. De esta elevada especie de instinto nos proporciona un ejemplo notable el gusano de coral. Esta pequeña criatura, el arquitecto de continentes, no sólo es capaz de construir diques contra el mar, con una precisa finalidad y una adaptación y disposición científicas de las cuales el más hábil ingeniero podría extraer sus mejores conocimientos, sino que tiene el don de la profecía. Puede prever, con meses de anticipación, los simples accidentes que le sucederán a su vivienda, o ayudado por miríadas de sus hermanos, todos actuando como una sola mente (y por cierto actuando con una sola, con la mente del Creador) trabajarán diligentemente para contrarrestar influencias que existen sólo en el futuro. También resulta maravilloso considerar algo en relación con la celdilla de la abeja. Si se solicita a un matemático que resuelva el problema de cómo calcular de la mejor manera la forma requerida por la abeja en cuanto a resistencia y espacio, se encontrará envuelto en las cuestiones más arduas y abstrusas de investigación analítica. Si se le solicita que explicite qué número de lados dará a la celdilla el espacio más grande, con la mayor solidez, y que defina el ángulo exacto en el que, con vistas al mismo objeto, el techo debe inclinarse, para responder al interrogante deberá ser un Newton o un Laplace. Sin embargo, desde que las abejas han existido, han resuelto continuamente el problema. La principal distinción entre el instinto y la razón parece ser que, mientras que uno es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su esfera de acción; en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance mucho mayor. Pero estamos predicando una homilía, cuando nuestra intención era relatar una breve historia sobre un gato.
El autor de este artículo es el dueño de uno de los más notables gatos negros en el mundo, y esto es mucho decir, porque debe recordarse que los gatos negros son todos brujos. La gata en cuestión no tiene un solo pelo blanco y es de un comportamiento solemne y santo. La parte de la cocina que más frecuenta es accesible por una única puerta, que se cierra con lo que se llama un picaporte “de pulgar”. Estos picaportes son toscos y se requiere alguna fuerza y destreza para abrirlos. Pero la gatita tiene la diaria costumbre de abrir la puerta, lo que logra de la siguiente manera: primero salta desde el piso hasta el seguro (que se parece al guardamonte sobre el gatillo de una pistola) y a través de éste pasa su pata izquierda para sostenerse. Entonces, con su pata derecha aprieta el picaporte hasta que cede, y para esto frecuentemente son necesarios varios intentos. Sin embargo, habiéndolo bajado, parece darse cuenta de que su tarea ha sido cumplida sólo a medias, puesto que si la puerta no es empujada bien antes de que suelte el picaporte, éste volverá a caer nuevamente en su hueco. Por tanto, ella retuerce su cuerpo de modo que sus patas de atrás queden inmediatamente debajo del picaporte, mientras salta con toda su fuerza desde la puerta, y el ímpetu del salto la abre y sus patas de atrás sostienen el picaporte hasta que el impulso sea suficiente para mantenerla abierta.
He observado esta hazaña singular por lo menos cien veces y nunca sin dejar de impresionarme por la verdad del comentario con que comenzamos este artículo, que el límite entre instinto y razón es de naturaleza muy poco clara. La gata negra, al hacer lo que hacía, debe de haber hecho uso de todas las facultades perceptivas y reflexivas que habitualmente suponemos que son sólo cualidades propias de la razón.
“Instinct vs. Reason - A Black Cat”,Alexander’s Weekly Messenger, enero 29 de 1840, extraído del volumen Ensayos, de editorial Claridad.
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