Dom 28.07.2002
libros

Polvo de estrellas

EL OJO DEL GRILLO: UN THRILLER DE
LEW GRIFFIN

James Sallis


Trad. Pedro B. Rey

Sudamericana

Buenos Aires, 2002

254 págs.

POR SERGIO DI NUCCI

El recambio generacional en los escritores norteamericanos bien podría intuirse por los autores argentinos que eligen para sus epígrafes. Si, en los años cuarenta, Paul Bowles escogía una frase de Eduardo Mallea para abrir El cielo protector; en los noventa, James Sallis prefiere un fragmento ficcional de Enrique Anderson Imbert, del que incluso toma el título, El ojo del grillo.
La trama de este thriller no es compleja, pero sí laberíntica. Y pierde encanto por dos motivos. El primero es el incoercible élan memorialista del narrador, quien vuelve una y otra vez a sus recuerdos, ligados mayormente a su afición al bourbon y a las razones que él encuentra de por qué ésta debería ser suspendida. Este puritanismo analcohólico contrasta con el segundo motivo, una particular atmósfera política, chillona y siempre presente, en contra de Estados Unidos, y expresada con los slogans del caso, de un ingenio (hay que decirlo) moderado: “Nos roban hasta la memoria”, “Las dinastías de Reagan y de Bush”, “Windowslandia”, etcétera.
El ojo del grillo tiene como protagonista al detective de la serie novelesca del afro-norteamericano James Sallis. Una vez más nos encontramos con Lew Griffin, novelista negro, profesor universitario y eventualmente investigador, al que recurren en casos de personas desaparecidas. Ahora: un varón de 15 años dedicado con devoción a las drogas; otro, algo mayor, pero no menos dedicado; y un tercero, que dice ser el hijo perdido de Griffin. Para una empresa de tales dimensiones, parece evidente que el detective debe abandonar esa sobriedad que tantos sacrificios diarios le cuesta, y arrojarse de cabeza al submundo de la Nouvelle Orléans. Esto es, por supuesto, lo que hace. Al final, después de jugar, como modernista que es, con la línea temporal del relato, llega a conclusiones que a unos resultarán sorprendentes y a otros esperables.
Griffin es eficaz, pero sobre todo muy philosophique. Reflexiona y conjura la miseria social de Nueva Orleans con citas y pasajes de las obras de Joyce y de Beckett, con frases acerca de la inutilidad de la vida o el desgarro ante la muerte. El tono, por momentos, suena caricaturesco, aunque Griffin no pierde la compostura: “¿Discúlpeme señor, usted es el que escribió The Old Man?”; “Me temo que sí”.
Hay mucho lamento y más exámenes personales. El caso avanza paralelamente al crecimiento del narrador que, como en una novela de formación, termina por aceptar su propia vida, sus propias elecciones. Lateral a la novela es un personaje llamado Shon Delany, con quien queda hecho el homenaje al gran novelista de ciencia ficción Samuel R. Delany. Sallis compiló un libro sobre él, Ash of Stars: On the Writing of Samuel R. Delany, del que las críticas encomiaron sus excelentes intenciones. En The Dreams our Stuff is Made Of, elegía y sumario de la ciencia ficción, Thomas Disch deploraba que Delany hubiera cambiado su domicilio permanente y se hubiera mudado de la narración a la academia. Sólo que este autor negro lo hizo con todo el vigor de un teórico queer en estado natural. Sallis, en cambio, nos da la prueba de lo que ocurre sin estos vigores: su profesor Griffin multiplica las referencias a la escritura y el acto de escribir, y nos ilustra con citas desde Emily Dickinson hasta MarcelProust. Ahora se entiende: el epígrafe de Anderson Imbert es el más adecuado. Después de todo, este profesor de Harvard debió toda su fama a una historia de la literatura hispanoamericana que era poco más que una colección de correctas fichas.

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