MARIO VARGAS LLOSA: TRAVESURAS DE LA NIñA MALA
Es cierto que las obras de ficción de Mario Vargas Llosa ya no parecían estar a la altura de su obra anterior. Con Travesuras de la niña mala, todo eso queda en el pasado: a los 70 años, el peruano se olvida de la política por un rato y publica una de sus mejores novelas.
› Por Claudio Zeiger
Travesuras de la niña mala
Mario Vargas Llosa
Alfaguara
375 páginas
Hay que avisarlo de entrada: estamos frente a una de las grandes novelas de Mario Vargas Llosa; un ritmo vertiginoso, un personaje envuelto en mantos de misterio, suspenso de una trama siempre dispuesta a pegar un vuelco sobre sí misma, emoción asegurada hasta las lágrimas, méritos y más méritos se acumulan en este regreso de Vargas a la ficción después de la muy plana, muy yerta, El paraíso en la otra esquina.
Cuando Vargas Llosa publica un nuevo libro, especialmente si se trata de una novela, una formidable maquinaria de marketing se pone en marcha. En estos casos, el autor suele repetir los mismos dichos hasta el hastío en los reportajes, lo que se suele llamar “ponerse el casete”. Y el lanzamiento de Travesuras de la niña mala, desde luego, no constituye una excepción. En este caso, lo que concentra la atención de los periodistas que lo entrevistan personalmente o siguen sus dichos por multitudinarias teleconferencias, es el nivel de compromiso autobiográfico que supone esta nueva ficción. Hay una idea bastante generalizada de que se trata de unas memorias encubiertas; un repaso por las décadas y las ciudades que lo vieron crecer y madurar: Lima, París, Londres, Madrid; los ’50, los ’60, los ’70, los ’80. Para alimentar el misterio, casi seguro, Vargas le dedica el libro “a X, en memoria de los tiempos heroicos” sin siquiera aclarar si se trata de un hombre o una mujer, así que X viene a sumirse en la nebulosa, como la relación del peruano con García Márquez (a pesar de la reedición de Historia de un deicidio, no habla del tema en los reportajes).
Ahora bien, por detrás del marketing (pesado marketing al que Vargas parece prestarse con cierto malhumor disimulado bajo una pátina de amabilidad) hay que decir que las cosas no parecen tan difusas como se las aparenta presentar. En rigor, se trata de una novela sin más vueltas; la lectura autobiográfico-chismosa se va desintegrando a medida que se avanza en la lectura, y más todavía: no tiene mucha importancia. El mismo autor ha relativizado el asunto (aunque siempre deja encendida la llamita de la duda): “El recorrido por las ciudades es efectivamente la parte más autobiográfica. Lo autobiográfico es todo lo que concierne al escenario, al entorno y al marco en el cual transcurre la historia, que es en gran parte inventada y fantaseada, pero a partir de ciertos modelos vivos, como creo que hacemos todos los novelistas”.
Hay entonces un gran invento en este libro, una gran fantasía: se trata de la niña mala, un camaleón de mujer: falsa chilena en el Perú, guerrillera por conveniencia en los ’60, más otras transformaciones que la van convirtiendo en un personaje cada vez más oscuro, cada vez más patético. Y un narrador –Ricardito, el niño bueno–, enamorado de ella desde la adolescencia, que por lógica o por azar va uniendo su destino al de la niña mala. El, traductor e intérprete, sólo tiene la ambición de vivir en París; ella sólo quiere poner distancia entre su origen pobre y lo que imagina un futuro colmado de riqueza y poder pero siempre a la sombra de un hombre que la apañe. Ella es la contracara del amor romántico. Su vocación es la de la mantenida, la advenediza, que poco y nada oculta su arribismo.
Lo que parece un arranque liviano, con historias costumbristas del amable Perú de los ’50 y de la bohemia de los ’60 en París, con un erotismo barnizado, que Vargas Llosa ya había practicado en textos como Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, va entrando en una interzona densa y caliente después del episodio japonés; el libro se rompe en dos; atrás queda lo que no es otra cosa que la amable juventud en términos de aventura y utopía; quizá, la ya clásica historia de los latinoamericanos en París que tan bien ha contado Bryce. Pero este Vargas de la primera parte se despide de ese mundo en el que, en rigor, todos querríamos quedarnos a vivir para siempre, y sale disparado irremediablemente hacia adelante, la antiutopía. Resigna los buenos tiempos, se lanza a un mundo desconocido (Tokio, de hecho, es la única ciudad que aparece en la que el autor no ha vivido) y a una sexualidad también desconocida y amenazante. Primero aparece el amor libre amenazado por el sida, después el sexo amenazado por la servidumbre humana. Al episodio japonés, de regreso en París, sucede el capítulo donde la niña mala tiene un quiebre mental y su historia se cruza no sólo con la de su amante de siempre, Ricardo, sino con la de un chico vietnamita (“el niño sin voz”) que no habla con sus mayores. Se opine lo que se opine de esta novela, quizá este capítulo contenga algunas de las páginas más notables que haya escrito Vargas en su larga carrera de escritor.
El ritmo implacable del libro no permite al lector detenerse fácilmente en la complejidad en la que va cayendo de la mano de la niña mala y el niño bueno; como los folletines, nos impone ese ritmo adictivo donde lo único importante es seguir, avanzar, llegar, respirar. Pero que esto no nos quite la posibilidad de tomar conciencia de que hay muchas entradas interesantes en esta novela erótico-tanática. Novela sobre el fetichismo y el masoquismo, el amor, la amistad y la confianza, los estragos del amor sobre el tiempo pero sobre todo del paso del tiempo sobre el amor, Travesuras de la niña mala muestra el vigor de un narrador que se había puesto desparejo en materia de ficción, pero que a los 70 años cumplidos demuestra que es posible tomar riesgos y no dormirse en los laureles. Vargas Llosa ha escrito, en base a la memoria y la experiencia, vaya a saberse en qué dosis, una ficción poderosa alrededor de un personaje femenino inolvidable tanto en su esplendor como en su irremediable decadencia.
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