Sáb 03.08.2002
libros

Intermitencias

› Por Daniel Link

Sylvia Molloy, nacida en Argentina, graduada en la Sorbona, (Doctora en Literatura Comparada, 1967), ha alcanzado los más altos puestos académicos: Albert Schweitzer Professor de Humanidades en la New York University y Presidenta de la Modern Language Association (la más vasta y prestigiosa asociación de profesores de letras norteamericanos). Al mismo tiempo se la reconoce (en Argentina, en Francia, en los Estados Unidos) como una de las más influyentes voces críticas de la literatura latinoamericana y argentina. En 1979, editorial Sudamericana le publicó un ensayo divertidísimo, de una inteligencia casi abrumadora: Las letras de Borges. El libro abrevaba más o menos secretamente en las más provocativas proposiciones posestructuralistas, pero sobre todo deducía de los mismos textos borgeanos (y de ahí su mayor fuerza) el conjunto de categorías (“pormenor lacónico de larga proyección sintáctica”, por ejemplo) con las cuales construía su modelo de lectura. Como el Proust de Deleuze-Guattari o el S/Z de Roland Barthes, Las letras de Borges es uno de esos libros de recorrido imprescindible para cualquiera que esté obsesionado por la pregunta: ¿cómo se lee?
Las letras de Borges interrumpió el proceso de escritura de la que sería la primera novela de Sylvia Molloy, En breve cárcel (1981, traducida al inglés como Cerfiticate of Absence en 1989 y al portugués como Em breve cárcere en 1995), así como la escritura de Acto de presencia (publicado primero en inglés en 1991 y en castellano en 1997), su monumental estudio sobre la autobiografía en Hispanoamérica, se interpuso en el desarrollo de El común olvido (comenzada en 1985), su esperadísima segunda novela, que editorial Norma acaba de distribuir en Buenos Aires y que será presentada públicamente el próximo miércoles a las 18.30 hs.
Mientras Acto de presencia la convertía en una de las más reconocidas autoridades en autobiografía, los intereses críticos de Molloy (que en ese libro había articulado la autobiografía con los problemas del género) estaban ya en otra parte. Junto con Robert Irwin publicó en 1998 Hispanisms and Homosexualities, un ensayo que si demora en traducirse no es por falta de interés del público ni por un escaso valor estratégico. Parecería que de esas cosas, en nuestros países, no se habla.
Precisamente, cuando se reeditó En breve cárcel, Molloy se quejó del modo en que no había podido leerse allí la cuestión del género. “Para mayor precisión”, aclara ahora, “me quejaba del modo en que se había borrado la cuestión del género en las reseñas de 1979 y 1980, cuando se publicó por vez primera la novela. Efectivamente, las primeras reseñas evitaron prolijamente toda mención de homosexualidad o la mencionaron de manera absurda, como aspecto temático, comparándome con Sade, Safo y con Lawrence Durrell, que poco tienen que ver entre sí y nada con En breve cárcel”.

Puntos de vista
El lugar común suele oponer los rigores de la vida académica a la libertad de la vida literaria, o el punto de vista fijo de la institución universitaria al punto de vista móvil de la ficción. ¿Se podría pensar en dos formas de práctica literaria? Hay estéticas, incluso, que parecen confrontar a la literatura como forma de felicidad y la literatura como forma de conocimiento, aunque es dudoso que semejante separación pueda aplicarse a cualquiera de los libros de Molloy. No importa de qué “género” se trate, todos son una experiencia de conocimiento y una forma de felicidad. Pero tal vez la autora no viva del mismo modo ese equilibrio. “El mayor problema es el tiempo, el tener que medir las fuerzas para no perderse en minucias, para que la actividad académica no devore a la otra. Para mí, la vida académica es de crucial importancia, y si queda algo de lo que intenté hacer tanto en la Modern Language Association como en mi enseñanza —digamos: llamar la atención sobre el monolingüismo de la academia norteamericana, denunciarmulticulturalismos esterotipados, reclamar diálogos intelectuales de veras multilingües y multiculturales—, me daré por satisfecha. Pero volviendo al delicado equilibrio entre las dos actividades, yo no me siento tan escindida: mis dos escrituras –la de ficción y la de crítica– dependen mucho una de otra y se contaminan provechosamente”.
Hay, en efecto, un correlato entre las preocupaciones teóricas y las preocupaciones ficcionales de Sylvia Molloy; sería difícil pensar su proyecto novelístico (si tal cosa existiera) con independencia de sus hipótesis sobre la flexión del género en la cultura latinoamericana. Con otras estrategias, El común olvido plantea los mismos problemas que antes podían leerse en su obra crítica y, por cierto, en su primera novela: lo público y lo íntimo, la escritura de sí, la experiencia de la homosexualidad en el interior de una dialéctica de la autenticidad, etc. “Siempre hay correspondencia entre mi crítica y mi ficción”, insiste Molloy: “son como vasos comunicantes: mi crítica gana con mi ficción y mi ficción se nutre de mi crítica, pero no se confunden. La preocupación por las escrituras del yo anima buena parte de mi obra, tanto crítica como ficcional. Digo ‘escrituras del yo’ citando por supuesto a Foucault, y no ‘autobiografía’, porque la expresión abarca más modalidades de escritura. El protagonista de El común olvido no es, en sentido estricto, un autobiógrafo, no intenta componer una imagen convincente de sí y ‘vendérsela’ al lector. Su busca es otra. Pero sí practica la ‘escritura de sí’, y en ese sentido es, como diría Borges, ‘un hombre que se muestra al contar’”.
El protagonista y narrador de El común olvido es Daniel, un argentino radicado en los Estados Unidos que ha encontrado en la bibliotecología y la traducción los esquemas y las fórmulas que le permiten entender algo de lo que lee o, lo que es lo mismo, entender algo sobre su vida. Daniel es homosexual; ha vuelto a Buenos Aires con un vago proyecto de investigación que le sirve de excusa para encontrar un destino final para las cenizas de su madre y, de paso, para intentar llenar los huecos de su memoria, horadada por olvidos y denegaciones en los que convendrá no detenerse demasiado (El común olvido tiene el ritmo de un thriller psicológico). “Al optar por un narrador gay retomo esa línea inaugurada con En breve cárcel, donde la protagonista (y la perspectiva) también eran gay. Espero que haya más libertad y más desplazamientos en las lecturas que se hagan de mi novela, y que las reseñas de ahora no me comparen con Virgilio y Jean Genet”, ironiza Sylvia Molloy.
Por cierto, lo más importante es detenerse en esa “perspectiva gay” de su literatura. “Hablé de perspectiva gay sin pretender reificar algo tan elusivo: me interesan enormemente las perspectivas oblicuas y, sí, desplazadas, el punto de vista del homosexual o de la lesbiana que, como el exiliado, nunca se siente del todo seguro, o incluido. Lo que me interesa explorar es la mirada del raro, del marginal o, mejor dicho, del marginado.”

La escritura de sí
Convinimos en omitir el costado roman-à-clef de El común olvido, que además de experiencias de la misma autora parece estar revisando el baúl de viejos chismes, pero al comienzo de la novela, Daniel se queja de la desazón que le causa volver a Buenos Aires, “esa sensación de estar abriendo puertas que dan siempre a cuartos vacíos, de leer páginas que están siempre en blanco, de asir recuerdos que se me ahuecan en cuanto procuro darles sentido”: como si la realidad argentina, su pasado, la identidad, lo arrastraran como un lastre. ¿Será esa sensación un rastro de la biografía de la autora? “Mi relación con la realidad argentina es una relación muy íntima y a la vez vista a través de un vidrio. Ese vidrio se rompe en momentos traumáticos: el 11 de septiembre yo estaba en mi casa cuando derribaron las torres y me sentí literalmente descolocada, tuve la sensación de que si salía a la calle me iba a encontrar en Buenos Aires, no en Nueva York. Es evidente que he tomadoaspectos de lo que siento o lo que he ido sintiendo a lo largo de los años sobre la Argentina y se los he atribuido a mi personaje, exagerándolos. Yo no siento la Argentina como pesadilla o como lastre; sí a menudo, desde aquí (es decir, desde Estados Unidos), como un sueño. Lo digo de manera literal: sueño a menudo con Buenos Aires, con lugares precisos de Buenos Aires que en mis sueños aparecen muy cambiados y nada tienen que ver con la realidad de hoy. O sueño con Buenos Aires como ciudad laberíntica, que recorro buscando algo, no se sabe bien qué. Estos falsos recuerdos y buscas, con los que sueño pero en los que no he indagado mayormente, se los he atribuido a mi personaje, a quien he dotado con una buena dosis de ingenuidad. Daniel piensa que sí va a encontrar algo; que sí, que se puede encontrar un origen, una escena primera que lo justifique. Yo no”.

Memoria rota
Daniel parece el producto de una catástrofe de la que no tiene ninguna conciencia. Un bibliotecario que necesita completar su memoria como si se tratara de un fichero y que se aferra, por lo tanto, a un orden completamente exterior para evitar la disolución de su conciencia. “Necesitaba un personaje ‘al borde de su disolución’, como usted dice: un personaje poco contundente, desdibujado, algo pasivo, alguien a quien le pasan cosas, en lugar de salir él a provocarlas”, reconoce Molloy. “En Daniel se cruzan las historias, los indicios, los relatos contradictorios, los chismes, toda esa información que él colecciona, compara, archiva, sin afirmar su autoridad sobre ella y sin, sobre todo, elegir. Daniel es una conciencia en perpetuo estado de perplejidad, una perplejidad que resulta, desde el punto de vista de la narración, fecunda”.
Como en Proust (tan presente en El común olvido como el autor de La pérdida del reino, José Bianco), la “inversión sexual” aparece en correlación con una teoría de la memoria. Al mismo tiempo, los personajes van formando redes que, más tarde o más temprano, terminan dibujando un mapa de la heterodoxia sexual de Buenos Aires, eso de lo que no se habla pero que sin embargo es una sociedad más o menos secreta que espera todavía su antropología histórica. “No trabajé deliberadamente con esos antecedentes, pero me halaga enormemente que me los adjudique. Yo también, como uno de mis personajes, creo que todo está en Proust. Tanto Proust como Bianco han marcado mis lecturas y mi escritura, y los dos han trabajado, sí, con homoerotismo y memoria. Pero también los dos han trabajado con una noción para mí crucial y enormemente fecunda en todo ejercicio narrativo que es la noción de intermitencia.”
Definida por su carácter oblicuo y desplazado, por la intermitencia, esa perspectiva del raro y el marginado que Molloy viene construyendo con tanta delicadeza es de capital importancia para entender el juego de miradas en El común olvido: “Intermitencia en varios sentidos: principalmente las que Proust llamaba ‘las intermitencias del corazón’, las distracciones de los sentimientos, por así decirlo; pasar de una pasión a una trivialidad, escuchar a Swann decir que está enfermo de muerte y acto seguido preguntarse qué zapatos ponerse para el baile, o pensar que se ama apasionadamente a una mujer y a la vez salir a yirar por los mingitorios de París, como hace Samuel en una escena de mi libro. Pero tambien me interesan las intermitencias narrativas: pasar de un relato a otro sin solución de continuidad. En ese sentido, la narradora más creativa de la novela es la tía Ana, que ha perdido buena parte de su memoria”.
No es fácil resolver con elegancia y sutileza las dosis de conocimiento y de felicidad que la literatura de verdad implica. Pero la escritura de Sylvia Molloy es sabia. Hay en El común olvido mucho humor. Daniel es un personaje (y un narrador) un tanto idiota, a quien le cuesta darse cuenta de las cosas. Pero Molloy lo trata con gran cuidado, como si fuera imperativo no ridiculizarlo. “Más que idiota, Daniel es algo necio, como el Juan Preciado de Pedro Páramo de Rulfo, texto al que mi novela rindehomenaje. A Daniel se le van los ojos en los detalles, en querer apresar la más mínima parcela significante, mientras que la whole picture se le escapa y sólo se le da al final, de manera despedazada y brutal. Pero, como usted bien ha visto, también es un personaje querible, y sí, es imperativo no ridiculizarlo: de ahí el humor y los gestos de self-deprecation. Es un poco como esos personajes que ve Borges en Hawthorne y en Kafka, insignificantes, o disponibles, que se encuentran en situaciones que los superan”.
Casi todas las relaciones de los personajes de En breve cárcel aparecían bajo una cierta amenaza de violencia, que ha desaparecido en El común olvido. Aquí el único que está en peligro es Daniel, y más por su necedad que por otra cosa. “Creo que En breve cárcel exploraba la necesidad de hacer violencia, de hacerse violencia, a través de las relaciones, los recuerdos de infancia, los sueños, pero sobre todo a través de la escritura de una protagonista que de alguna forma buscaba romper para poder ver. Obedece a una poética de añicamiento, más que de fragmentación. En cambio, en El común olvido hay cierta resignación, cierta melancolía ante la imposibilidad de recomponer fragmentos. La reacción del personaje, aun ante las revelaciones más perturbadoras, no es la violencia ni la rebeldía, sino cierta aceptación desencantada. Es torpe, sí, pero tiene algo de sabio”.

Cómo escribe una mujer
Sylvia Molloy dice que no es lo suficientemente disciplinada y que por eso no escribe a horas fijas. “Anoto ideas, o frases que leo y me gustan, o expresiones que oigo, en papelitos sueltos. Luego, llegado el momento propicio, los enhebro.” La metáfora recuerda los collages de Hanna Höch, la gran artista dadaísta cuya obra tiene el valor agregado de haber articulado en forma definitiva la perspectiva del género y la del modernismo, así como Duchamp hizo lo propio con su célebre Fountain. “No suelo escribir ficción y crítica simultáneamente”, precisa Molloy: “aunque se comunican, son escrituras que alternan, no coexisten. Nunca escribo de mañana, mi peor hora. Escribo más bien al atardecer y por la noche. No me gusta aislarme del todo. Puedo escribir en casi cualquier lado: sólo necesito una mesa, una silla, libros, algo de silencio, y una ventana para espiar lo que pasa afuera. También cultivo las distracciones: si al escribir se me ocurre algo que me remite a algo que he leído, interrumpo la escritura para buscar el libro y me pierdo en la digresión. Suelo no encontrar lo que buscaba pero encuentro otra cosa. Ah: en la mesa de escritura suelen dormir uno o dos gatos. Son presencias reconfortantes”.
Todo coincide: intermitencias de la memoria, intermitencias de la conciencia, intermitencias del corazón y también del relato. La literatura entendida como un pasaje de un estado a otro. Se trata, también, de la intermitencia del ritual de la escritura. “Escribo con computadora, pero con un programa antiquísimo que ya casi nadie usa y que exige una serie de conversiones a sistemas más modernos. Me gusta esta idea: es como si mi texto se tradujera varias veces, viajara de un sistema a otro, antes de salir a la luz. Corrijo mucho; me entran ganas de cambiar cosas hasta en las pruebas, pero me abstengo. No planteo estructuras antes de escribir; sólo líneas generales, escenas (para mí es muy importante visualizar ciertos momentos decisivos: digamos la segunda visita de Daniel a la Recoleta en El común olvido) y algunos efectos para los que luego construyo causas: digamos, la venganza en En breve cárcel, o, en El común olvido, la traición”.
Cultivando la distracción, la digresión y la intermitencia como lo hace, Sylvia Molloy escribe lentamente y condena a sus lectores a penosas esperas entre libro y libro. “Tardo mucho en largar los textos de ficción, y acaso sea éste el único inconveniente de esa alternancia entre dos tipos de escritura. Comencé En breve cárcel en 1973 y publiqué el libro en 1979. Tuve la primera idea para El común olvido en 1985, pero demoré en comenzarla novela hasta principios de los noventa, período en que de hecho se sitúa la anécdota. En los dos casos se cruzó un proyecto de crítica que demoró las novelas: en el primer caso, Las letras de Borges, en el segundo, Acto de presencia. Esta última interrupción fue más larga, puesto que Acto salió primero en inglés y luego tuve que reescribir el texto en español. ¿Sabe que a medida que respondo a esta pregunta empiezo a revisar ese paso de una escritura a otra? Al comienzo se lo describí como natural e indoloro; ahora veo que tiene su precio.”

Porcelana y volcán
Como Juan Preciado en Pedro Páramo, o como el narrador de En busca del tiempo perdido, Daniel es necio y tarda en entender lo evidente, la whole picture que dará alguna verdad a su pasado y a la vida de su madre. Es un descendiente de irlandeses que vuelve a una ciudad en la que sólo puede cruzarse con desdén con “el prototípico angloporteño, lleno de alusiones irremediablemente anacrónicas a una metrópolis soñada”. También hay anacronismos en la memoria de Daniel, y esas vacilaciones temporales lo llevan a una investigación que desbarata uno de los grandes mitos de la literatura argentina: la madre. Aunque Daniel se mueva en un doble registro amoroso (el de su pareja, que lo espera en Estados Unidos, y el de sus aventuras callejeras en Buenos Aires), no es de su doble vida de la que debe hacerse cargo para armar el rompecabezas de su historia, sino de la de su madre, perdida para siempre y recuperada dramáticamente en la memoria de otras dos mujeres. Pero la que vuelve ya no es la madre, sino una mujer completa para la cual la maternidad fue sólo una de sus encarnaciones posibles. El común olvido es, efectivamente, el registro de un pasaje de las identidades cristalizadas a las identidades móviles, de una ingeniería de lo sólido a una gramática de lo líquido. Por eso el mismo texto parece participar de varios géneros al mismo tiempo: el thriller psicológico, el roman-à-clef, pero también el diario. En varias partes de la novela (al comienzo del capítulo XI, por ejemplo: “Acaba de pasar Beatriz por el hotel”), la forma “diario” parece imponerse a la forma “novela”. “Me interesan todos los momentos borderline”, reconoce Molloy, “tanto estructurales como temáticos, porque desestabilizan los textos y les dan, para citar a James traducido por Bianco, otra vuelta de tuerca. Además, con la impostura de la forma ‘diario’ quería recrear un pequeño vivir cotidiano en el que el personaje ilusoriamente se solaza; quería marcar el desacuerdo entre esa minucia diaria y las revelaciones y los acontecimientos inesperados que Daniel debe enfrentar”.
Y aun cuando Daniel desprecie la cultura angloporteña, lo cierto es que su misma conciencia (y por lo tanto, también la novela de la que es narrador) está atravesada por las tensiones del bilingüismo. El común olvido (que en una primera versión se llamaba Back Home) recurre a una suerte de cocoliche, una interlengua, en efecto, angloporteña. “Me gusta que me pregunte por esa interlengua porque es un aspecto muy importante del texto: esa mezcla lingüística que habla el que se ha criado bilingüe o el que vive en el exilio. Esa interlengua es la manifestación más clara del ‘vivir entre’, es un ir y venir entre dos mundos que no pueden ser expresados exclusivamente en una sola lengua.”
Y nada más ominoso o más concentracionario, piensa seguramente Molloy, que un monolingüismo de cualquier signo, se trate del deseo, la cultura, el lenguaje, el texto o la escritura. Vivir se vive a tientas, pero ninguna vida (porque toda vida es intermitencia, desplazamiento, distracción, deriva, laberinto y olvido) y ninguna identidad se alcanzan a través de una sola lengua. Se ha hecho tarde. Sylvia Molloy pasa sus veranos en una casa en Long Island, “como la madre de mi protagonista... Cerca del mar, bucólico, tipo Mar del Sur o Miramar, hace años”. Una última pregunta: Sylvia, ¿para qué sirve una novela (propia)? “Para no estar sola.” 5

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