› Por Daniel Link
Puntos
de vista
El lugar común suele oponer los rigores de la vida académica a
la libertad de la vida literaria, o el punto de vista fijo de la institución
universitaria al punto de vista móvil de la ficción. ¿Se
podría pensar en dos formas de práctica literaria? Hay estéticas,
incluso, que parecen confrontar a la literatura como forma de felicidad y la
literatura como forma de conocimiento, aunque es dudoso que semejante separación
pueda aplicarse a cualquiera de los libros de Molloy. No importa de qué
género se trate, todos son una experiencia de conocimiento
y una forma de felicidad. Pero tal vez la autora no viva del mismo modo ese
equilibrio. El mayor problema es el tiempo, el tener que medir las fuerzas
para no perderse en minucias, para que la actividad académica no devore
a la otra. Para mí, la vida académica es de crucial importancia,
y si queda algo de lo que intenté hacer tanto en la Modern Language Association
como en mi enseñanza digamos: llamar la atención sobre el
monolingüismo de la academia norteamericana, denunciarmulticulturalismos
esterotipados, reclamar diálogos intelectuales de veras multilingües
y multiculturales, me daré por satisfecha. Pero volviendo al delicado
equilibrio entre las dos actividades, yo no me siento tan escindida: mis dos
escrituras la de ficción y la de crítica dependen
mucho una de otra y se contaminan provechosamente.
Hay, en efecto, un correlato entre las preocupaciones teóricas y las
preocupaciones ficcionales de Sylvia Molloy; sería difícil pensar
su proyecto novelístico (si tal cosa existiera) con independencia de
sus hipótesis sobre la flexión del género en la cultura
latinoamericana. Con otras estrategias, El común olvido plantea los mismos
problemas que antes podían leerse en su obra crítica y, por cierto,
en su primera novela: lo público y lo íntimo, la escritura de
sí, la experiencia de la homosexualidad en el interior de una dialéctica
de la autenticidad, etc. Siempre hay correspondencia entre mi crítica
y mi ficción, insiste Molloy: son como vasos comunicantes:
mi crítica gana con mi ficción y mi ficción se nutre de
mi crítica, pero no se confunden. La preocupación por las escrituras
del yo anima buena parte de mi obra, tanto crítica como ficcional. Digo
escrituras del yo citando por supuesto a Foucault, y no autobiografía,
porque la expresión abarca más modalidades de escritura. El protagonista
de El común olvido no es, en sentido estricto, un autobiógrafo,
no intenta componer una imagen convincente de sí y vendérsela
al lector. Su busca es otra. Pero sí practica la escritura de sí,
y en ese sentido es, como diría Borges, un hombre que se muestra
al contar.
El protagonista y narrador de El común olvido es Daniel, un argentino
radicado en los Estados Unidos que ha encontrado en la bibliotecología
y la traducción los esquemas y las fórmulas que le permiten entender
algo de lo que lee o, lo que es lo mismo, entender algo sobre su vida. Daniel
es homosexual; ha vuelto a Buenos Aires con un vago proyecto de investigación
que le sirve de excusa para encontrar un destino final para las cenizas de su
madre y, de paso, para intentar llenar los huecos de su memoria, horadada por
olvidos y denegaciones en los que convendrá no detenerse demasiado (El
común olvido tiene el ritmo de un thriller psicológico). Al
optar por un narrador gay retomo esa línea inaugurada con En breve cárcel,
donde la protagonista (y la perspectiva) también eran gay. Espero que
haya más libertad y más desplazamientos en las lecturas que se
hagan de mi novela, y que las reseñas de ahora no me comparen con Virgilio
y Jean Genet, ironiza Sylvia Molloy.
Por cierto, lo más importante es detenerse en esa perspectiva gay
de su literatura. Hablé de perspectiva gay sin pretender reificar
algo tan elusivo: me interesan enormemente las perspectivas oblicuas y, sí,
desplazadas, el punto de vista del homosexual o de la lesbiana que, como el
exiliado, nunca se siente del todo seguro, o incluido. Lo que me interesa explorar
es la mirada del raro, del marginal o, mejor dicho, del marginado.
La escritura
de sí
Convinimos en omitir el costado roman-à-clef de El común olvido,
que además de experiencias de la misma autora parece estar revisando
el baúl de viejos chismes, pero al comienzo de la novela, Daniel se queja
de la desazón que le causa volver a Buenos Aires, esa sensación
de estar abriendo puertas que dan siempre a cuartos vacíos, de leer páginas
que están siempre en blanco, de asir recuerdos que se me ahuecan en cuanto
procuro darles sentido: como si la realidad argentina, su pasado, la identidad,
lo arrastraran como un lastre. ¿Será esa sensación un rastro
de la biografía de la autora? Mi relación con la realidad
argentina es una relación muy íntima y a la vez vista a través
de un vidrio. Ese vidrio se rompe en momentos traumáticos: el 11 de septiembre
yo estaba en mi casa cuando derribaron las torres y me sentí literalmente
descolocada, tuve la sensación de que si salía a la calle me iba
a encontrar en Buenos Aires, no en Nueva York. Es evidente que he tomadoaspectos
de lo que siento o lo que he ido sintiendo a lo largo de los años sobre
la Argentina y se los he atribuido a mi personaje, exagerándolos. Yo
no siento la Argentina como pesadilla o como lastre; sí a menudo, desde
aquí (es decir, desde Estados Unidos), como un sueño. Lo digo
de manera literal: sueño a menudo con Buenos Aires, con lugares precisos
de Buenos Aires que en mis sueños aparecen muy cambiados y nada tienen
que ver con la realidad de hoy. O sueño con Buenos Aires como ciudad
laberíntica, que recorro buscando algo, no se sabe bien qué. Estos
falsos recuerdos y buscas, con los que sueño pero en los que no he indagado
mayormente, se los he atribuido a mi personaje, a quien he dotado con una buena
dosis de ingenuidad. Daniel piensa que sí va a encontrar algo; que sí,
que se puede encontrar un origen, una escena primera que lo justifique. Yo no.
Memoria
rota
Daniel parece el producto de una catástrofe de la que no tiene ninguna
conciencia. Un bibliotecario que necesita completar su memoria como si se tratara
de un fichero y que se aferra, por lo tanto, a un orden completamente exterior
para evitar la disolución de su conciencia. Necesitaba un personaje
al borde de su disolución, como usted dice: un personaje
poco contundente, desdibujado, algo pasivo, alguien a quien le pasan cosas,
en lugar de salir él a provocarlas, reconoce Molloy. En Daniel
se cruzan las historias, los indicios, los relatos contradictorios, los chismes,
toda esa información que él colecciona, compara, archiva, sin
afirmar su autoridad sobre ella y sin, sobre todo, elegir. Daniel es una conciencia
en perpetuo estado de perplejidad, una perplejidad que resulta, desde el punto
de vista de la narración, fecunda.
Como en Proust (tan presente en El común olvido como el autor de La pérdida
del reino, José Bianco), la inversión sexual aparece
en correlación con una teoría de la memoria. Al mismo tiempo,
los personajes van formando redes que, más tarde o más temprano,
terminan dibujando un mapa de la heterodoxia sexual de Buenos Aires, eso de
lo que no se habla pero que sin embargo es una sociedad más o menos secreta
que espera todavía su antropología histórica. No
trabajé deliberadamente con esos antecedentes, pero me halaga enormemente
que me los adjudique. Yo también, como uno de mis personajes, creo que
todo está en Proust. Tanto Proust como Bianco han marcado mis lecturas
y mi escritura, y los dos han trabajado, sí, con homoerotismo y memoria.
Pero también los dos han trabajado con una noción para mí
crucial y enormemente fecunda en todo ejercicio narrativo que es la noción
de intermitencia.
Definida por su carácter oblicuo y desplazado, por la intermitencia,
esa perspectiva del raro y el marginado que Molloy viene construyendo con tanta
delicadeza es de capital importancia para entender el juego de miradas en El
común olvido: Intermitencia en varios sentidos: principalmente
las que Proust llamaba las intermitencias del corazón, las
distracciones de los sentimientos, por así decirlo; pasar de una pasión
a una trivialidad, escuchar a Swann decir que está enfermo de muerte
y acto seguido preguntarse qué zapatos ponerse para el baile, o pensar
que se ama apasionadamente a una mujer y a la vez salir a yirar por los mingitorios
de París, como hace Samuel en una escena de mi libro. Pero tambien me
interesan las intermitencias narrativas: pasar de un relato a otro sin solución
de continuidad. En ese sentido, la narradora más creativa de la novela
es la tía Ana, que ha perdido buena parte de su memoria.
No es fácil resolver con elegancia y sutileza las dosis de conocimiento
y de felicidad que la literatura de verdad implica. Pero la escritura de Sylvia
Molloy es sabia. Hay en El común olvido mucho humor. Daniel es un personaje
(y un narrador) un tanto idiota, a quien le cuesta darse cuenta de las cosas.
Pero Molloy lo trata con gran cuidado, como si fuera imperativo no ridiculizarlo.
Más que idiota, Daniel es algo necio, como el Juan Preciado de
Pedro Páramo de Rulfo, texto al que mi novela rindehomenaje. A Daniel
se le van los ojos en los detalles, en querer apresar la más mínima
parcela significante, mientras que la whole picture se le escapa y sólo
se le da al final, de manera despedazada y brutal. Pero, como usted bien ha
visto, también es un personaje querible, y sí, es imperativo no
ridiculizarlo: de ahí el humor y los gestos de self-deprecation. Es un
poco como esos personajes que ve Borges en Hawthorne y en Kafka, insignificantes,
o disponibles, que se encuentran en situaciones que los superan.
Casi todas las relaciones de los personajes de En breve cárcel aparecían
bajo una cierta amenaza de violencia, que ha desaparecido en El común
olvido. Aquí el único que está en peligro es Daniel, y
más por su necedad que por otra cosa. Creo que En breve cárcel
exploraba la necesidad de hacer violencia, de hacerse violencia, a través
de las relaciones, los recuerdos de infancia, los sueños, pero sobre
todo a través de la escritura de una protagonista que de alguna forma
buscaba romper para poder ver. Obedece a una poética de añicamiento,
más que de fragmentación. En cambio, en El común olvido
hay cierta resignación, cierta melancolía ante la imposibilidad
de recomponer fragmentos. La reacción del personaje, aun ante las revelaciones
más perturbadoras, no es la violencia ni la rebeldía, sino cierta
aceptación desencantada. Es torpe, sí, pero tiene algo de sabio.
Cómo
escribe una mujer
Sylvia Molloy dice que no es lo suficientemente disciplinada y que por eso no
escribe a horas fijas. Anoto ideas, o frases que leo y me gustan, o expresiones
que oigo, en papelitos sueltos. Luego, llegado el momento propicio, los enhebro.
La metáfora recuerda los collages de Hanna Höch, la gran artista
dadaísta cuya obra tiene el valor agregado de haber articulado en forma
definitiva la perspectiva del género y la del modernismo, así
como Duchamp hizo lo propio con su célebre Fountain. No suelo escribir
ficción y crítica simultáneamente, precisa Molloy:
aunque se comunican, son escrituras que alternan, no coexisten. Nunca
escribo de mañana, mi peor hora. Escribo más bien al atardecer
y por la noche. No me gusta aislarme del todo. Puedo escribir en casi cualquier
lado: sólo necesito una mesa, una silla, libros, algo de silencio, y
una ventana para espiar lo que pasa afuera. También cultivo las distracciones:
si al escribir se me ocurre algo que me remite a algo que he leído, interrumpo
la escritura para buscar el libro y me pierdo en la digresión. Suelo
no encontrar lo que buscaba pero encuentro otra cosa. Ah: en la mesa de escritura
suelen dormir uno o dos gatos. Son presencias reconfortantes.
Todo coincide: intermitencias de la memoria, intermitencias de la conciencia,
intermitencias del corazón y también del relato. La literatura
entendida como un pasaje de un estado a otro. Se trata, también, de la
intermitencia del ritual de la escritura. Escribo con computadora, pero
con un programa antiquísimo que ya casi nadie usa y que exige una serie
de conversiones a sistemas más modernos. Me gusta esta idea: es como
si mi texto se tradujera varias veces, viajara de un sistema a otro, antes de
salir a la luz. Corrijo mucho; me entran ganas de cambiar cosas hasta en las
pruebas, pero me abstengo. No planteo estructuras antes de escribir; sólo
líneas generales, escenas (para mí es muy importante visualizar
ciertos momentos decisivos: digamos la segunda visita de Daniel a la Recoleta
en El común olvido) y algunos efectos para los que luego construyo causas:
digamos, la venganza en En breve cárcel, o, en El común olvido,
la traición.
Cultivando la distracción, la digresión y la intermitencia como
lo hace, Sylvia Molloy escribe lentamente y condena a sus lectores a penosas
esperas entre libro y libro. Tardo mucho en largar los textos de ficción,
y acaso sea éste el único inconveniente de esa alternancia entre
dos tipos de escritura. Comencé En breve cárcel en 1973 y publiqué
el libro en 1979. Tuve la primera idea para El común olvido en 1985,
pero demoré en comenzarla novela hasta principios de los noventa, período
en que de hecho se sitúa la anécdota. En los dos casos se cruzó
un proyecto de crítica que demoró las novelas: en el primer caso,
Las letras de Borges, en el segundo, Acto de presencia. Esta última interrupción
fue más larga, puesto que Acto salió primero en inglés
y luego tuve que reescribir el texto en español. ¿Sabe que a medida
que respondo a esta pregunta empiezo a revisar ese paso de una escritura a otra?
Al comienzo se lo describí como natural e indoloro; ahora veo que tiene
su precio.
Porcelana
y volcán
Como Juan Preciado en Pedro Páramo, o como el narrador de En busca del
tiempo perdido, Daniel es necio y tarda en entender lo evidente, la whole picture
que dará alguna verdad a su pasado y a la vida de su madre. Es un descendiente
de irlandeses que vuelve a una ciudad en la que sólo puede cruzarse con
desdén con el prototípico angloporteño, lleno de
alusiones irremediablemente anacrónicas a una metrópolis soñada.
También hay anacronismos en la memoria de Daniel, y esas vacilaciones
temporales lo llevan a una investigación que desbarata uno de los grandes
mitos de la literatura argentina: la madre. Aunque Daniel se mueva en un doble
registro amoroso (el de su pareja, que lo espera en Estados Unidos, y el de
sus aventuras callejeras en Buenos Aires), no es de su doble vida de la que
debe hacerse cargo para armar el rompecabezas de su historia, sino de la de
su madre, perdida para siempre y recuperada dramáticamente en la memoria
de otras dos mujeres. Pero la que vuelve ya no es la madre, sino una mujer completa
para la cual la maternidad fue sólo una de sus encarnaciones posibles.
El común olvido es, efectivamente, el registro de un pasaje de las identidades
cristalizadas a las identidades móviles, de una ingeniería de
lo sólido a una gramática de lo líquido. Por eso el mismo
texto parece participar de varios géneros al mismo tiempo: el thriller
psicológico, el roman-à-clef, pero también el diario. En
varias partes de la novela (al comienzo del capítulo XI, por ejemplo:
Acaba de pasar Beatriz por el hotel), la forma diario
parece imponerse a la forma novela. Me interesan todos los
momentos borderline, reconoce Molloy, tanto estructurales como temáticos,
porque desestabilizan los textos y les dan, para citar a James traducido por
Bianco, otra vuelta de tuerca. Además, con la impostura de la forma diario
quería recrear un pequeño vivir cotidiano en el que el personaje
ilusoriamente se solaza; quería marcar el desacuerdo entre esa minucia
diaria y las revelaciones y los acontecimientos inesperados que Daniel debe
enfrentar.
Y aun cuando Daniel desprecie la cultura angloporteña, lo cierto es que
su misma conciencia (y por lo tanto, también la novela de la que es narrador)
está atravesada por las tensiones del bilingüismo. El común
olvido (que en una primera versión se llamaba Back Home) recurre a una
suerte de cocoliche, una interlengua, en efecto, angloporteña. Me
gusta que me pregunte por esa interlengua porque es un aspecto muy importante
del texto: esa mezcla lingüística que habla el que se ha criado
bilingüe o el que vive en el exilio. Esa interlengua es la manifestación
más clara del vivir entre, es un ir y venir entre dos mundos
que no pueden ser expresados exclusivamente en una sola lengua.
Y nada más ominoso o más concentracionario, piensa seguramente
Molloy, que un monolingüismo de cualquier signo, se trate del deseo, la
cultura, el lenguaje, el texto o la escritura. Vivir se vive a tientas, pero
ninguna vida (porque toda vida es intermitencia, desplazamiento, distracción,
deriva, laberinto y olvido) y ninguna identidad se alcanzan a través
de una sola lengua. Se ha hecho tarde. Sylvia Molloy pasa sus veranos en una
casa en Long Island, como la madre de mi protagonista... Cerca del mar,
bucólico, tipo Mar del Sur o Miramar, hace años. Una última
pregunta: Sylvia, ¿para qué sirve una novela (propia)? Para
no estar sola. 5
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