ENRIQUE ARROSAGARAY: RODOLFO WALSH, DE DRAMATURGO A GUERRILLERO
Un testimonio coral que, lejos del riesgo del pastiche, da sentido a las voces que desde su subjetividad reconstruyen la entrada de Rodolfo Walsh en la historia.
› Por Jorge Pinedo
Rodolfo Walsh, de dramaturgo a guerrillero
Enrique Arrosagaray
Catálogos
251 páginas
De los sucesivos acontecimientos de la Historia sólo restan versiones, tanto como de las acciones de las personas subsisten sus obras: los efectos de sus prácticas sobre los semejantes. Cuando, muchas veces sin saberlo del todo ni proponérselo, un sujeto hace de su obra una práctica política y viceversa, tamaña conjunción reúne las condiciones a fin de incidir materialmente en la Historia. Será ésta la que oportunamente dictará con qué extensión y a cuál grado. Al tratarse de Rodolfo Walsh, tanto las versiones sobre su vida como la obra y sus prácticas sociales, (apenas) a casi treinta años de su desaparición (se cumplirán el 25 de marzo del año próximo), confluyen en la profundidad de las marcas por él dejadas en la Historia.
Versiones, prácticas y construcción de la obra es lo que el periodista Enrique Arrosagaray va tejiendo en la urdimbre del reportaje en Rodolfo Walsh, de dramaturgo a guerrillero con la pasión de quien honra a un maestro, el rigor de aquel que procura contrastar información y el compromiso de todo el que se rebela a quedar por fuera de su tiempo y sus ideas. En otros términos, el autor pone en escena, una vez más, como algunos otros, el Método Walsh y, con ello, lo mantiene vivo. De modo alguno requiere a fin de lograrlo de enrevesadas epistemologías académicas. Muy por el contrario, le basta con sentar en una mesa imaginaria a dos docenas de personajes capaces de testimoniar su experiencia directa, en algún momento, junto a Walsh. Cada quien, entonces, vierte su versión, su recorte, su evocación, su recuerdo. Y cada uno, a su vez, va trayendo a las hojas del libro a tantos otros compañeros, muchos de los cuales ya no están, conformando una escena coral en la que se refleja con disímiles fulgores buena parte de la última mitad de siglo pasado en estas arrasadas planicies.
Grabador en ristre, Arrosagaray recabó durante años tales testimonios que hoy reúne y compagina sin ninguna vanidad historicista ni, menos que menos, ambición erudita. Su propósito apunta a otras latitudes y, sin dudas, se puede aplicar a lo que el mismo autor sostiene cuando sugiere retornar a los documentos críticos internos a la organización Montoneros realizados por Walsh en sus últimos años de vida. Afirma que esa lectura “es útil para los ex montoneros porque tiene que ver con épocas demasiado claves para sus vidas. Util también para los militantes de otras fuerzas políticas de la época porque directa o indirectamente, tuvieron que ver. Y útil también para el presente y para el futuro político, porque la historia no finalizó”.
En tal vía, releva acontecimientos de los que se desprende mucho más que jalones históricos: la ética que les comprende. A tal punto que no se le hace preciso salir al choque cuando alguien falsea los hechos a sabiendas, como cuando Mario Firmenich afirma sin que se le precipite el rostro a pedazos que Rodolfo Walsh era el jefe de inteligencia de Montoneros, o alguien reniega de su participación en una organización o en otra. Pues apenas unas páginas más adelante, es decir a la vuelta de la Historia, emergen otros testimonios que se encargan de colocar las cuestiones en su lugar. Y cuando no, el autor muestra su impronta sin pacaterías: “La vida era menos esquemática que los discursos y sobre todo más verdadera –desgraciadamente– que los informes oficiales. De Montoneros y también de otras fuerzas políticas”. Idiosincrasia asimismo atravesada por un fervor capaz de diluir la sutileza, el detalle y la precisión de algunos hechos.
Uno de los riesgos de los libros testimoniales reside en el eventual salto del bricolage al pastiche, filoso borde que es función del armado de las voces. Arrosagaray se mantiene del lado de la construcción de sentido al otorgar a cada protagonista su espacio en el respeto a la respectiva, humana limitación. El fallecido actor Alfonso de Grazia, cabeza del elenco que puso en escena por primera vez La granada, aporta una visión de proscenio a la platea, tanto como Horacio Verbitsky brinda sistema y documentación; Lilia Ferreyra es generosa en su doble carácter de compañera personal y registro imbatible de la existencia de Rodolfo durante décadas, no menos que un fundador de las Fuerzas Armadas Peronistas jalona el proceso de compromiso o Jorge Lewinger –responsable directo de Walsh en Montoneros– despliega una visión integral. Cada uno desde su lugar actual, que de modo alguno es el de aquel entonces y no obstante lo comprende, al referirse a Walsh no deja de aludir a una fase crucial de la Historia tanto como resulta inevitable aludirse a sí mismo. Otra vez, el efecto Walsh: implicarse. Nadie sale incólume de ello.
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