La vena trágica
El vampiro
Bram Stocker y otros
ed. Conde de Siruela
Siruela
Madrid, 2001
448 págs.
› Por Mariana Enriquez
El vampiro, como personaje literario, aparecía tradicionalmente confundido entre las legiones de demonios; en el folklore popular fue una superstición, una epidemia que asolaba las poblaciones campesinas. Es en el siglo XIX cuando los románticos encuentran en el muerto viviente que se alimenta de sangre una inspiración ideal para desarrollar su estética y rebelarse contra la razón ilustrada.
La antología El vampiro publicada por Siruela se concentra, entonces, en el arquetipo del vampiro que se construyó en el siglo antepasado, con algunas narraciones del siglo XX hacia el final, para consignar el lento cambio del vampiro, que va abandonando su apego al folklore y el arquetipo de hombre y mujer fatal para tomar formas menos ortodoxas.
Cronológicamente, el primer cuento es “No despertéis a los muertos” (1800) del alemán Johann Ludwig Tieck. Olvidado en su lengua original, la versión incluida en la antología pertenece a una edición inglesa de 1823. El cuento representa la obsesión de la literatura fantástica en aquella época: el Mal, acompañado del erotismo y la muerte. Walter, un aristócrata alemán, pierde a su esposa Brunhilda, pero no se resigna: gracias a las artes de un mago, logrará sacarla de su tumba y reanudar sus apasionados juegos sexuales que, en esta segundo matrimonio, se verán acompañados por la maldición y el inevitable castigo que conlleva compartir el lecho con un cadáver. Brunhilda, la protagonista, es el arquetipo de la vampiresa como mujer fatal, de belleza turbia y sensual, cruel y atractiva. De la misma manera, Lord Ruthven de John William Polidori es el arquetipo del vampiro literario que se mantendrá hasta Drácula (y actualmente en autoras como Anne Rice y Poppy Z. Brite), el aristócrata canalla e irresistible. Polidori publicó El vampiro, en 1819, dos años antes de suicidarse, y no alcanzó a presenciar el frenesí que causó su fallido y mediocre cuento. En principio, causó un escándalo en el mundo literario: fue publicado en la New Monthly Magazine londinense y atribuido falsamente a Lord Byron. Hasta Goethe cayó en la trampa, e incluso dijo que se trataba de lo mejor que el poeta había escrito. Byron, mientras tanto, se indignó y acusó a la revista de “vulgar impostura comercial”. Polidori, que había sido médico personal de Byron, incluía en el relato pasajes de Glenarvon, la novela autobiográfica de Lady Caroline Lamb (amante despechada de Byron) e incluso le había “robado” al poeta el tema de Fragmento, desarrollado en el exilio de Villa Diodati que Polidori compartió. Después, causó una moda febril en los ambientes burgueses, que derivó en varias obras de teatro, y culminó en Varney el Vampiro, del escocés James Malcolm Rymer, un mamotreto de 220 capítulos que reúne todos los excesos de la novela gótica. En la antología de Siruela se incluye un fragmento que da idea de esta saturación: Varney carece, para nosotros, de valor literario (fue best-seller durante más de 15 años, y hoy apenas se consigue) pero sirve para comprender un tiempo en el que los escritores intentaban representar, mediante la figura del vampiro, las sombras más íntimas de una época aterrada ante el sexo sin trabas, la mujer libre y la muerte. La consumación de este espíritu de época llegará mucho tiempo después, con Drácula de Bram Stoker. Se recogen los tres primeros capítulos de esta novela epistolar, que congelará hasta nuestros días el arquetipo iniciado por Lord Ruthven.
La vampiresa no tuvo, en el siglo XIX, una novela que la definiera, pero los logros literarios de la mujer fatal superaron largamente a los delvampiro varón. Los dos mejores cuentos clásicos de vampiros son, sin duda, “La muerta enamorada” de Théophile Gautier (1836) y “Carmilla” de Joseph Sheridan Le Fanu (1872). Ambos, predeciblemente, están presentes en esta antología con sus dos no-muertas notables: la primera, de Gautier, una cortesana lúbrica que contamina a un seminarista; la segunda, una misteriosa joven que, de visita en casas elegantes, seduce jovencitas. “Carmilla” es también un cuento de amor lésbico, sin demasiadas ambigüedades. La seducida narradora dice: “A veces, tras un período de indiferencia, mi extraña y bella compañera me cogía la mano y la retenía, apretándomela cariñosamente una y otra vez y finalmente se ruborizaba levemente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y tan jadeante que su vestido subía y bajaba a causa de la tumultuosa respiración. Era como el ardor de un enamorado; me turbaba; era algo odioso y no obstante irresistible”. Este homoerotismo también está presente en El vampiro de Polidori y hoy es casi excluyente en las narraciones vampíricas contemporáneas. Menos predecible es la inclusión de “Berenice” de Edgar Allan Poe. El cuento nunca se refiere directamente al vampirismo, sólo lo sugiere, pero está en su centro uno de los temas favoritos de Poe, el de la mujer agonizante, y es evidentemente vampírica la obsesión del narrador por el “espectro blanco y horrible de los dientes de Berenice”.
Lo odioso pero irresistible es una constante en relación con el vampiro arquetípico, femenino y masculino, pero no basta para interpretar a otros vampiros que desfilan por cuentos como “La familia del vurdalak” de Alexei Tolstoi (el olvidado primo de León) y “El almohadón de pluma” de Horacio Quiroga, uno de los pocos grandes cuentos de vampiros en lengua castellana. El de Tolstoi es un cuento basado en los relatos folklóricos eslavos, con un monstruo vampiro lejanísimo de la estilización romántica; el de Quiroga, si bien cuenta con una ambientación “gótica” (la recién casada encerrada en una mansión, languideciendo en su lecho) elige un vampiro “natural”, que crece en la almohada y se alimenta de sangre. Este cuento sirve de corte, de avanzada hacia los relatos del siglo XX, con vampiros de variadas génesis y morfologías, enfrentados con el arquetipo.
La antología es amplia en cuanto a géneros (están presentes tanto Drácula como el poema La metamofosis del vampiro de Baudelaire, excluido de la primera edición de Las Flores del Mal), pero se centra en los vampiros de sangre por considerar que “la sangre no sólo proyecta su aureola mítica, sino que en el componente de la mordedura reside el magnetismo erótico del vampiro y la tragedia existencial que lo empuja a buscar de este modo la vida”.
La calidad de los textos elegidos como clásicos y definitivos es despareja: muchas veces la importancia es más histórica que literaria. Así, quizá lo más interesante son las pequeñas biografías de los autores: la tragedia de Polidori, Poe y Quiroga, el encierro obsesivo de Tieck y Le Fanu, el desenfreno de Baudelaire y Gautier, la extraña vida de Bram Stoker, hombre gris que de noche se reunía con sus cofrades de la Golden Dawn para practicar ritos secretos. El estudio preliminar, que parte de la genealogía del vampiro e intenta definir todas sus derivaciones, es completo y apasionante. Lástima que mientras declara al tema del vampirismo literario como “serio y atendible”, el autor lo firma lacónicamente como “Conde de Siruela”, como si no quisiera ensuciar su nombre con sangre de géneros menores.