NOTA DE TAPA
La ficción y el testimonio, el exilio y la memoria, el silencio y las palabras conviven en la obra de Héctor Tizón. La edición de sus Cuentos completos (Alfaguara) es una buena ocasión para reconfigurar la lectura de uno de los escritores más precisos en lengua castellana, dueño de una obra tan sólida como profundamente emotiva.
› Por Osvaldo Aguirre
Un hombre llega a un pueblo. Es un desconocido. O bien (lo que no parece muy diferente), es alguien que se fue hace mucho tiempo y vuelve. Esa situación clásica del arte de contar historias subyace con frecuencia a los relatos de Héctor Tizón (Rosario de la Frontera, Salta, 1929, pero jujeño por adopción). La publicación de Cuentos completos permite observar el poderoso impulso de ese motivo, que es también una forma de interrogar las cosas y los sucesos, y vislumbrar, entretejida a su alrededor, con múltiples rodeos, atajos y desvíos, la unidad de una obra que ha persistido desde el principio en un camino propio.
Cuentos completos reúne los relatos publicados en los libros A un costado de los rieles (1960), El jactancioso y la bella (1972), El traidor venerado (1978), Recuento (1984) y El gallo blanco (1992), más algunos aparecidos en revistas y antologías grupales y otros que estaban inéditos. También se incluye un apéndice con escritos del propio autor a propósito de su obra y un prólogo donde la crítica Leonor Fleming propone un análisis de su recorrido, en el que la pertenencia a un lugar de frontera asume un rasgo constitutivo.
Sin embargo, esa frontera no es geográfica (Tizón se reclama parte de la “cultura altoperuana”) sino más bien lingüística. El punto de partida de su obra resulta conocido, ya que él mismo lo señala en entrevistas y prólogos. Se trata del momento en que, mientras escribía los cuentos de su primer libro, resolvió la contradicción planteada entre la lengua aprendida en la biblioteca paterna, “el castellano de Calderón, de Quevedo, de Lope” y la lengua de los indígenas, “el dulce habla de las criadas”. Si las fronteras separan y en el mismo acto ponen en contacto, la escritura de Tizón crea un espacio en que esos mundos enfrentados se confunden y se reconocen mejor.
De un lado, tal como lo escenifica la obra, está la cultura escrita, la de los gobernantes, los extranjeros, los invasores, y el lenguaje administrativo, comercial, literario; del otro la cultura oral, aquella que circula de modo solapado en las dependencias de servicio, la de los sometidos, cuya transmisión está en duda, por lo que se liga al silencio, un silencio que es también signo de resistencia. Los mudos, o más bien los que han enmudecido, los que prefieren callar, son personajes recurrentes en los cuentos; y ese silencio contiene una historia frecuentemente teñida de muerte y de violencia. La contracara, en cierto modo, de esa figura es la del opa (menos afín respecto del presunto color local que de cierta tradición literaria, que podría ir de El idiota de Fiodor Dostoievski a El cariño de los tontos, de Antonio Di Benedetto), con la que ha escrito cuentos memorables, como “Fuegos artificiales” o “Un hijo de Belcebú”: un personaje de cierta locuacidad, pero al que nadie escucha.
Más tarde, en cuentos como “El ladrón”, pequeña historia que condensa el temor y la hostilidad con que se recibía la cultura escrita en el mundo indígena, o “En vano cruda guerra”, sobre la espera interminable y ya sin objeto de los pobres, Tizón convirtió ese enfrentamiento en un tema. Pero lo importante es el modo en que su escritura se definió en el cruce de las dos lenguas, para componer una rara aleación de expresiones y términos desusados del castellano y de modismos del habla, vertidos en una sintaxis ajustada, donde cuenta tanto lo que se dice como lo que permanece sin expresión. El silencio asume un valor poético, no sólo por la función que cumplen lo no dicho y los sobreentendidos en las historias sino sobre todo por el modo en que actúa como instrumento de decantación y afinamiento de la expresión: aquella lengua muda, hecha de susurros, de medias palabras y de llantos callados (es notable la apelación al llanto como matiz expresivo) pule y desbasta la lengua literaria. “Las palabras sólo son las sombras de los hechos”, dice en uno de sus cuentos: una observación donde resuena, de nuevo, la desconfianza ancestral hacia los letrados y que a la vez apunta a una cuestión que parece central: lo decisivo no es la búsqueda de tal o cual término, ni siquiera su modo de formulación, sino lo que corre a través de ellos, la voz, una voz que el narrador hace resurgir como quien remueve cenizas y reaviva un fuego antiguo y secreto.
Esa voz resulta perceptible en el tono a veces sentencioso de las observaciones, o en el recurso a expresiones aforísticas (“La luna es amiga de los perros, de los tontos y de los que están solos”) donde reverberan experiencias y saberes perdidos en el tiempo. Menos evidente, pero con más intensidad, aparece en la narración del paisaje y de la manifestación de las estaciones, del modo en que la luz y las sombras se desplazan sobre las personas y las cosas, los gestos mínimos que definen la complejidad de un personaje, los sutiles matices del atardecer, el rumor del agua y de la llovizna (más que de la lluvia), los sonidos que despierta el viento en un paisaje solitario, o abandonado. Detalles en apariencia incidentales, pero que asumen una función central, en la medida en que sirven para contener la marcha, abrir varios cursos simultáneos y operar, en fin, como factor de la tensión y de las sugerencias con que se carga el relato.
Un lugar común de la crítica consiste en decir que la experiencia del exilio (Tizón vivió en España entre 1976 y 1982) escindió la obra e impuso modificaciones en su concepción. Es indudable que esa circunstancia tuvo consecuencias en su vida y en su trabajo como escritor; el texto que cierra hasta el momento la obra cuentística, “Los árboles” (los relatos sueltos e inéditos son un pequeño conjunto valioso, pero lateral), se publicó por primera vez en 1980 y discurre sobre la dificultad de la creación artística en medio del desarraigo. Los textos publicados en Recuento, por otra parte, aluden con mayor o menor visibilidad a la violencia política y a la represión de los años ’70, en la clave propia de Tizón: sin desbordes, como un hecho sustraído al relato propiamente dicho (“¿Alguien ha llamado?”) o en un juego de tramas paralelas que se iluminan recíprocamente y convergen en una cruel ironía (“El cazador”).
Sin embargo, la afirmación tiene un valor bastante relativo. En principio por una observación del propio autor: su primer cuento, “Ligero y tibio, como un sueño”, ha dicho, prefigura la línea central de lo sucesivo, “que trata del tiempo, del viaje, del exilio y del regreso”. En efecto, allí se relata la vuelta de un hombre al pueblo que abandonó mucho tiempo antes y, más que eso, la imposibilidad de salvar las pérdidas que inciden los años y las distancias, y de sobreponerse a lo irreparable. La apertura de A un costado de los rieles inaugura entonces una serie donde pueden incluirse varios de los mejores cuentos. Esa reiteración, un sesgo nítido en la obra, no supone una insistencia ciega o inconsciente sino la exploración sobre un tema constitutivo que, de un texto a otro, recibe nuevas iluminaciones. Y en segundo lugar, todavía con mayor peso que la razón anterior, el desarraigo está ligado aquí a la escritura desde el principio: si no existiera la pérdida, si no hubiera exilio, no habría relato posible.
En el prólogo a El jactancioso y la bella, Tizón definió su tarea como la de un cronista dedicado a preservar una cultura en extinción. Esas declaraciones abonaron otra lectura cristalizada, que le adjudicó preocupaciones antropológicas o de reivindicación histórica, a veces pasando por alto el estatuto de ficción de sus historias y sus personajes, habitantes de un espacio con entidad propia, más allá de las correspondencias pretendidas o puntuales. Tizón juzgó vanos esos propósitos, pero de todas maneras quedaron huellas, como en el cuento que dio título a aquel libro, en torno de una pareja de forasteros viva en las voces de Yala, el pueblo jujeño donde por otra parte reside, o en “La gata”, especie de versión de una leyenda folklórica.
El relato aparecía así configurado como recuerdo, o trama de recuerdos. Esa concepción remite a una visión del mundo donde el pasado resulta mucho más real que el presente, por las sinuosas derivaciones de las guerras que tuvieron como escenario la Puna, por la preservación de valores, ritos de iniciación y creencias y por la nostalgia de un tiempo en que las personas nacían y morían en un mismo lugar y donde los viajes, si se hacían, transcurrían entre sitios familiares. La violencia es el término de paso entre ambos tiempos y de las relaciones sociales, como lo prueban los hijos bastardos que pueblan los relatos de Tizón, frutos de amores pasajeros, violaciones o desahogos de los patrones. El paso del tren, presencia insoslayable en la obra, es el emblema de las transformaciones que conmueven ese legado y también de la posibilidad de la narración, ya que “casi todo lo aprendí al lado de las vías”.
Pero la memoria está sujeta a los requerimientos de la ficción. La adaptación del habla de un narrador, uno de sus procedimientos en los primeros libros, no apunta a reproducir un tipo de lenguaje sino a soslayar las convenciones literarias y a encontrar la justa distancia del relato. Presentar el cuento como una crónica es en Tizón una estrategia donde la ficción se disimula como tal, sobre todo porque el que cuenta debe recurrir a la mentira y “esto le da una mayor capacidad de sutileza y penetración al relato”, como admite uno de sus personajes. La memoria comporta un efecto ambiguo: en tanto produce la multiplicación de los relatos, tiñe de incertidumbre a la historia; mientras más difusa e improbable se vuelve una, mayores posibilidades de invención descubre la otra.
En “El alfarero” y en otros cuentos, pasado y presente se oponen como la vida y la muerte. Sin embargo, en la línea central de su narrativa, Tizón ha matizado esa visión, la ha sometido a examen, y en esos mínimos desplazamientos parece formularse una clave. Ya en “Regreso”, también en “El jactancioso y la bella”, un hombre vuelve a la provincia para hacerse cargo de la herencia paterna y encuentra una muerte absurda, cuando al recorrer el antiguo hogar es asesinado por el casero, que lo desconoce. “Un pariente lejano” hace una inversión para poner el foco en la misma cuestión (ya que aquí es un adolescente el que viaja a la gran ciudad, en busca de un tío) y llegar a un desenlace similar, la muerte en el instante en que el personaje, engañado por signos de cierta familiaridad, cree posible un reconocimiento. El giro queda explícito en “Retrato de familia” (de El gallo blanco), donde la memoria se vuelve “ominosamente imborrable” para el protagonista, otra vez un hombre que retorna a su casa para suceder al padre y recibe, con la resolución de un viejo enigma familiar, un bálsamo que parecía vedado: el alivio del olvido.
Ningún paisaje, dice Tizón, está en un solo sitio, porque se desplaza en los ojos de quien lo contempla. El árbol de la infancia vuelve a crecer en otros suelos, y cualquier tierra puede ser propia y extraña. Vivir es olvidar, propone el protagonista de “Los árboles”. Y el arte del narrador, precisamente, no consiste en sus hallazgos sino en sus extravíos, en el modo en que aliviana su equipaje para viajar con mayor comodidad a través de los relatos.
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