Dom 20.08.2006
libros

RESCATES EDITORIALES

Ensayos de Stevenson

› Por Alan Pauls

Exhumando dos ventajas que ningún editor literario debería deponer jamás (el parentesco fatal que liga su oficio con el montaje de cine, su condición de narrador en las sombras), Marcos Mayer, responsable de la edición de estos Ensayos de Stevenson, programó para el principio y el final del libro los dos textos quizá más inapelables del credo stevensoniano: “Mi primer libro: La isla del tesoro” y “Juegos de niños”. El primero, de 1894 –año de la muerte de Stevenson–, juega a desmenuzar el backstage íntimo, lleno de lluvias, niños pintores y saqueos literarios, de la novela de aventuras que lo hizo famoso, pero en rigor traza las líneas capitales de un programa narrativo intransigente, que Stevenson esgrime incluso contra su amigo Henry James (“Una humilde reconvención”): invención de un territorio, cirugía psicológica, sinoptismo dramatúrgico, sequedad estilística. El segundo, que Mayer no fecha, discute la infancia como objeto de nostalgia, moderniza la niñez con una filosa perspicacia prefreudiana y exalta a los niños, que “prefieren la sombra a la sustancia”, como el único gremio capaz de rivalizar con Flaubert a la hora de enarbolar la bandera del arte por el arte. Desde Arturo Carrera que la literatura no estetizaba la infancia con tanto humor, tanto rigor, tanta insolencia.

Los dos textos están protagonizados por niños. Pero mientras el del primero –“un niño de edad escolar, con una necesidad imperiosa de algo que entretuviera sus pensamientos”– es una suerte de inductor funcional, cuya mera avidez de diversión obliga a Stevenson a dibujar el plano de la isla, y luego la isla, y luego la novela sobre la isla, los del segundo, obtusos, despóticos, ya son artistas hechos y derechos, monarcas de la ficción dotados de retóricas, procedimientos, gusto y hasta política propios, de los que todos los devotos del relato y su magia –empezando por el Borges de 1935, que en el prólogo de Historia universal de la infamia reconoce su deuda con Stevenson– siguen, lo sepan o no, aprendiéndolo todo. Entre los dos textos, yendo y viniendo como un talismán, un comodín, un Rosebud, está el verdadero fetiche de la ficción stevensoniana: el mapa. “He dicho que el mapa fue gran parte de la trama [de La isla del tesoro]. Podría casi decir que lo fue todo”, escribe. Pero además de representar el espacio que da a luz una historia, el mapa acapara dos o tres operaciones cruciales que Stevenson pone a prueba en la literatura y el gremio infantil en el juego: la concisión, la reducción a escala, la maniobrabilidad. El mapa es la maqueta que jibariza y profetiza la ficción, así como las barbas de lana y los bastones-espada son los bocetos donde se ensayan las pasiones adultas. A mitad de camino entre la mano y el ojo, la palabra y la imagen, la lectura y la visión, el mapa –emblema de ese “propósito visual” que Borges ensalzaba en la narrativa de Stevenson– es una joya y una herramienta; es decir, a la vez, el colmo de la autosuficiencia y el grado sumo de la provisoriedad: es “todo”, como Stevenson reconoce cuando evoca la génesis de La isla del tesoro, pero no es nada sin ese otro lugar, real o imaginario, geográfico o literario, al que apunta, al que invita a viajar o a imaginar. Si la infancia –esa indiferencia intensa– alcanza por sí sola para desbaratar la farragosa dimensión moral de muchos de estos Ensayos (“La casa ideal”, “Virginibus puerisque”, “Pulvis et umbra”), el mapa, con sus dosis idénticas de representación y abstracción, es la “solución” con la que Stevenson, entre otras cosas, conjura el problema del realismo. Más que reflejar mundos, hechos, cosas, escribir es trazar relaciones, medir distancias, conectar puntos extremos. No son ventanas lo que necesita un escritor; es un almanaque, un mapa, el plano de una casa.

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