HARUKI MURAKAMI: BLIND WILLOW, SLEEPING WOMAN
A pesar del furor de sus novelas publicadas en castellano, los cuentos del japonés Haruki Murakami continúan inéditos. Blind Willow, Sleeping Woman es su tercera colección en inglés.
› Por Rodrigo Fresán
Blind Willow, Sleeping Woman
Haruki Murakami
Harvill Secker, 2006
334 páginas
Justo entre el furor en español producido por su ya antigua novela Madera noruega y la inminente llegada de su última Kafka en las orillas (ambas en Tusquets), el gran escritor japonés publica Blind Willow, Sleeping Woman, su tercera colección de piezas breves en inglés luego de The Elephant Vanishes (1993) y After the Quake (2002). He aquí veinticinco relatos de épocas diferentes –abarcando desde una selección de su primer libro de relatos hasta los cinco que conforman el japonés Historias extrañas de Tokio, del 2005– pero uniéndose sin problemas bajo la ética y la estética y la psíquica de lo inequívocamente murakamiano: esa extraña sensación de sueño lúcido y fiebre que nos produce leerlo y que enseguida parece trasladarnos a una realidad alternativa donde lo fantástico y lo impredecible se posan sobre los rincones más aparentemente rutinarios e inocurrentes. Y es que Murakami es, sin duda alguna, el gran maestro de la epifanía, por lo que –digámoslo– sus cuentos (que, marca recurrente de la casa, a menudo contienen otros cuentos en sus tripas) suelen funcionar mucho mejor que sus novelas (excluyendo Madera noruega y Al sur de la frontera, al oeste del sol) y su arte se aprecia más y mejor en dosis homeopáticas o en forma de haikus narrativos de breve y mediana distancia (apreciar aquí el funcionamiento de “Man-Eating Cats”, posteriormente “devorada” por la novela Sputnik, mi amor), donde al final poco y nada es revelado sin que esto signifique una frustración para el lector sino todo lo contrario: leer a Murakami es –ya lo dije en otra ocasión– aprender a ver y a pensar como Murakami. Alcanzar ese click inexplicable que todo lo explica y que también se siente con alguna película de David Lynch o con alguna canción de Robyn Hitchcock.
Blind Willow, Sleeping Woman abre con un prólogo tan revelador de Murakami en el que explica su modo de relacionarse con el cuento y la novela. “Para ponerlo de la manera más sencilla posible, yo siento que la escritura de novelas es un desafío mientras que la escritura de cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces la escritura de cuentos es como plantar un jardín. Ambos procesos se complementan creando un paisaje que yo atesoro... Y lo bueno de los cuentos es que no tienes que preocuparte de fallar. Si no funciona, no funciona. Cuando escribo novelas intento aprender de los éxitos y fracasos experimentados cuando escribo cuentos. Así, el cuento para mí es como el laboratorio de la novela. Me resulta difícil experimentar del modo en que me gusta en una novela, así que, de no ser por mis cuentos, estoy seguro de que la experiencia de escribir novelas sería mucho más dura y demandante”, dice Murakami y leemos allí, a modo de bienvenida. Después, a vuelta de página, todo es posible: un relato entero dedicado al acto de vomitar ininterrumpidamente durante 40 días y sus noches (“Náusea 1979”), una chica deslumbrada por un anciano mágico al que una vez le lleva la cena (“Birthday Girl”), un joven que disfruta de pasar y ver pasar los huracanes desde los senderos de zoológicos vacíos y cerrados (“New York Mining Disaster”), otro joven acompaña a su primo sordo al hospital y recuerda otro hospital y la historia de una planta somnífera (“Blind Willow, Sleeping Woman”), alguien recuerda un episodio metafísico y muy ballardiano con una ola gigante (“The Seventh Man”), otro más descubre que habla solo desde hace tiempo y que lo que dice son pequeños y misteriosos poemas (“Aeroplane; Or, How He Talk to Himself as If Reciting Poetry”) y algún otro traza una línea que une a su íntima y triste historia de amor con el fin de los sueños de los años ‘60 (“A Folklore for My Generation: A Prehistory of Late-Stage Capitalism”). Y, por supuesto, tratándose de Murakami, abundan también los espectros (resultan formidables el breve pero escalofriante “The Mirror” y “A ‘Poor Aunt’ Story”, donde un autor paga el precio de meterse con un tema del que nada sabe) y las muertes y los gatos y el jazz (la antológica “Tony Takitani” no hace mucho llevada al cine) y el amor como forma de la tristeza (ahí están las maravillosas “Firefly” –germen de Madera noruega– y “The Ice Man”) y, claro, la preparación de la pasta como ciencia exacta y la compulsión de comerla a lo largo de un año (“The Year of Spaghetti”). Y, por una vez, la rareza de un Murakami refiriéndose –juguetona y simbólicamente, en “The Rise and Fall of Sharpie Cakes”– al establishment literario japonés que comenzó despreciándolo y ahora se resigna a soportarlo. Pero sería un error considerar a Murakami y a este libro como un simple coleccionista de rarezas o un bestiario de freaks. Murakami –como Vonnegut, como el Salinger más extremo, como Holst– trabaja sobre lo extraño sin el ánimo circense de asombrar sino de iluminar e iluminarnos hasta que, febriles y delirando, nos hace comprender que no hay nada más raro que la normalidad. Y entonces, sí, descubrirnos terminalmente sanos y más allá de toda cura.
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