¡Cuidado con los perros!
CINISMOS
Michel Onfray
Trad. Alcira Bixio
Paidós
Buenos Aires, 2002
236 págs.
POR RUBÉN H. RÍOS
Entre las escuelas llamadas socráticas, hay dos que quizá revelan el carácter contradictorio (y quizá, todavía, enigmático) del Sócrates histórico (470/469-399 a.C.). Una de ellas es la platónica, la otra la cínica. La que más larga vida e influencia ha tenido ha sido la primera, y por eso se suele olvidar que Antístines –fundador del cinismo– fue discípulo del maestro de Platón y maestro, a su vez, del legendario Diógenes de Sínope. De éste, la historia nos ha legado un anecdotario prolífico y nada más, mientras que el platonismo se propagó en la filosofía occidental dando lugar a los grandes sistemas, desde Plotino hasta Hegel. Tanto que, para Heidegger, la metafísica era simplemente platonismo. Onfray, con este estudio, quiere hacer justicia al cinismo (caído en el olvido y tergiversado) como la posición antimetafísica por excelencia. Casi como el pensamiento más subversivo de la antigüedad.
Cinismos se mueve en la misma línea del materialismo dionisíaco de Sloterdijk –Crítica de la razón cínica, El pensador en escena, etc.–, la cual recoge de la filosofía cínica el fundamento sensible y obsceno, inmoralista y antiteológico, que pone en primer lugar lo singular y diferencial de los cuerpos por sobre la universalidad de la razón. Onfray, un poco menos orgíastico que Sloterdijk, trabaja sobre todo con las historias protagonizadas por Diógenes (vertidas por Diógenes Laercio entre el 225 y 250 d.C.) para mostrar cómo a través de ciertos actos e intervenciones –al modo de un maestro zen– se organiza toda una pedagogía cínica, una tecnología de la provocación y la ironía orientada a cuestionar las mitologías (sexuales, religiosas, políticas, etc.) de la civilización.
La más popular de esas anécdotas –que ha transitado la historia– es la que recuerda a Diógenes a la vera de un camino desafiando a Alejandro Magno (discípulo de Aristóteles y admirador del cínico), cuando el emperador le tapó el sol. La respuesta de Diógenes a Alejandro, quien le ofreció satisfacer cualquier deseo suyo y se encontró con que el filósofo sólo deseaba que no le hiciera sombra, quizá concentra lo esencial de la ética del cinismo: desprecio por los poderosos y los opresores, indiferencia por la riqueza y las convenciones sociales, amor por la naturaleza y la libertad.
En la antigüedad griega (y aún hoy), los cínicos (de cynos, perro en griego) expresan la contracara del platonismo y de toda filosofía o doctrina que subordine lo sensible a lo suprasensible, lo material a lo inmaterial, lo heterogéneo a lo homogéneo, el placer al sacrificio, el juego a la seriedad, el tener al ser, la libertad al orden. Según Onfray, las invitaciones al canibalismo y la sexualidad libre, a la ingesta de carne cruda y la exhibición pública de las evacuaciones fisiológicas, con las que Diógenes solía escandalizar a sus contemporáneos, no son más que duros y sarcásticos ataques anticivilizatorios a una sociedad –la polis– basada en la esclavitud y la exclusión de las mujeres.
La vigencia de la posición cínica justamente arraiga en esa energía subversiva contra toda forma de dominación (Estado, Iglesia, Partido, Familia, Mercado, etc.) y control de la singularidad sensible de los hombres. Se trata entonces una filosofía de la libertad y la insumisión, que siglos de metafísica y cristianismo han encubierto y deformado. Por eso el apéndice sobre cinismo vulgar no sólo aclara el de aquellos filósofos griegos que preferían que se los llamara perros antes que hombres, sino nuestra propia época.