RESCATES
› Por Santiago Rial Ungaro
“Nuestra misión es destruir, no construir: otros hombres construirán, otros mejores que nosotros, más inteligentes y más libres”. En sus Confesiones (dirigidas nada más ni nada menos que al zar) Mijail Bakunin, aristócrata ruso que encarnó como nadie el espíritu de rebelión del siglo XIX, anunciaba con frases como la anterior cierto “destructivismo” que caracterizó a las vanguardias estéticas y políticas europeas contemporáneas.
Si Marx (su principal adversario en la Primera Internacional) quiso encarnar el principio del orden y de la creación, Bakunin se identificó con el caos y la rebelión. Pero si luego de dejar de ser la ideología del movimiento obrero internacional el anarquismo pasó al olvido, lo cierto es que sus reflexiones estéticas no carecen de interés. Apasionadamente antiautoritarios, los anarquistas supieron escapar a la fascinación por los totalitarismos estatales en que cayeron los marxistas, de quienes asombra la escasez de reflexiones estéticas. Al rescatar las ideas que dejaron sobre las relaciones entre arte y política William Godwin, Piotr Kropotkin, Pierre-Joseph Proudhon, Mijail Bakunin y demás pioneros del pensamiento anarquista (entre los que encontramos a Richard Wagner y, en los últimos capítulos, a John Cage, a los miembros del Living Theatre, a Jean Dubuffet y a los líderes de movimientos contraculturales como Abbie Hoffmann y Jerry Rubin) La Estética anarquista, de André Reszler (Libros de la Araucaria) cubre este vacío. De una forma u otra, todos ellos supieron dejar abierta una esperanza en el potencial de la capacidad creativa de la humanidad, actitud que los llevó a antagonizar nítidamente con la cultura y el Estado.
Y aunque no quede del todo claro cómo puede “la gran masa del pueblo” vivir la revolución como una fiesta, ahí están los happenings de Hoffmann (casi contemporáneos a las escritura de este libro, publicado originalmente en 1973) en los que la manifestación se convierte en un espectáculo y la poesía en acción, señalando algunos posibles escenarios revolucionarios aquí y ahora.
Por otra parte es significativa la fascinación de Kropotkin, Proudhon, León Tolstoi (creador del anarquismo cristiano), el marxista George Sorel o el pensador alemán Rudolf Rocker por la Edad Media, época que “no conocía esos almacenes de curiosidades que llamamos museos” (Kropotkin) y que con sus corporaciones, hermandades, gremios, municipios y su carácter federalista (ignorante de todo principio de centralización) tuvo en las catedrales su máxima expresión. Si las catedrales y los happenings (puestos ambos en escena por el pueblo entero) marcan los dos polos de un arte auténtico, ¿no convendría pensar hoy en día en una estética cualquierista?
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