PHILIP HENSHER > INDICIOS DE HIPO
Nacida de una apuesta, esta comedia de torpes tiene el ritmo impuesto por el hipo.
› Por Juan Pablo Bertazza
Indicios de hipo
Philip Hensher
Edhasa
373 páginas
La prestigiosa revista inglesa Granta, cada 10 años, realiza un ejercicio de crítica y presagio al elegir a los veinte escritores jóvenes más relevantes de la literatura inglesa. En su primera edición de 1983 su decisión no podía ser más acertada, ya que figuraban Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan y Salman Rushdie, entre otros. La tirada del año 1993 adelantó el éxito de, por ejemplo, Will Self, Philip Kerr y Tibor Fisher. Las cosas se complicaron un poco en la última edición del 2003, ya que los seleccionados tienen en común una técnica muy alta, pero ninguno resalta demasiado por su talento. Es curioso además que la mayoría de ellos da clases a nivel profesional de escritura creativa. Algunos de los seleccionados en Granta 2003 son: Toby Litt, David Mitchell, Ben Rice, Zadie Smith, Alan Warner y Sarah Waters. Y también el autor que nos ocupa, Philip Hensher, quien empezó a cobrar fama cuando fue distinguido como el escritor más joven por el Oxford Book of English Short Stories de A. S. Byatt. Luego disfrutaría del éxito de El imperio de las zarzas, novela histórica sobre la patética primera invasión de los británicos en Afganistán y –más tarde– le llegaría la consagración a nivel mundial gracias a Granta, y hasta integraría el jurado del prestigioso Booker Prize.
Indicios de hipo nace de una audacia: Philip Hensher apostó 10 libras a un crítico asegurándole que podía escribir su próxima novela en tan sólo un mes. El inglés cumplió y el resultado, digamos, cuenta con lo mejor y lo peor de semejante vorágine de escritura. Por un lado, la novela reúne un puñado de ideas muy originales y un estilo bastante espontáneo, algo que sí resalta mucho. Pero, consecuentemente, el libro es un tanto caótico, cambia innecesariamente de tono y los personajes no están muy bien compuestos. Ni siquiera el protagonista, John Carrington. Un obsesivo que, como los dibujitos animados, tiene su placard repleto de la misma ropa y que, cuando su mujer lo abandona, sufre un prolongado ataque de hipo que no se cura con agua, ni con cigarrillos, ni con champagne, ni con cocaína. En lo único que se destaca este personaje es en la elaboración de índices onomásticos al final de libros invariablemente malos. De hecho, Indicios de hipo incluye un índice de este tipo y el proyecto más ambicioso de John recuerda, salvando las distancias, claro, el inacabado libro de los pasajes de Walter Benjamin: “Mi libro sólo consistiría en un índice descomunal; el índice de un libro que nunca podría escribirse, porque no habría nada que añadir a semejante índice”.
El mismo hipo le da ritmo a la novela y con él llegan algunos toques explosivos, como el proyecto de un artista conceptual alemán que viaja a Londres para sacar una serie de fotografías de cada uno de los preservativos usados en sus relaciones homosexuales. Pero tal como leemos en artículos como “El chiste y su relación con el inconsciente”, el humor es también la cortina para hablar de otra cosa: en este caso de la necesidad de los lazos humanos y, sobre todo, de la tragedia de una familia destruida luego de que una adolescente de 17 años fuera violada y asesinada a la salida de un boliche. Justamente esa mixtura tragicómica (que, de ser amables, la identificaríamos con Wilt de Tom Sharpe y, de ser maliciosos, con Estupor y temblores de Amélie Nothomb) es lo más asombroso de esta novela despareja.
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