TESTIMONIOS
› Por Mariano Dorr
Lo primero que llama la atención, en las cartas que Adorno envía a sus padres (una vez que éstos escapan del nacionalsocialismo y se asientan momentáneamente en La Habana, luego en Florida y finalmente en Nueva York) es el enorme cariño y humor con que se dirige a ellos: a su madre, la llama “hipopótama maravilla”, “la potente cerda”, etc.; a su padre, WK (abreviatura de Wildschweinkönig: el rey de los jabalíes). Adorno y su mujer, Gretel, firman como “los dos caballos”, o “el rey hipopótamo Archibald” y “su querida Jirafa Gacela de los cuernitos”. Las Cartas a los padres muestran, definitivamente, a un Adorno sentimental, eufórico y preocupado por sus padres. Sin embargo, si hay un motivo que recorre el espíritu de las cartas es el dolor de la Segunda Guerra, y el temor (casi una convicción) de que ocurra la peor: que “la locura del fascismo” se apodere de todo el planeta. Adorno, en febrero de 1940, ya se refiere a Estados Unidos como una “semicivilización bárbara” en la que cabe esperar que se desarrollen “formas que no le irán en zaga al horror alemán”.
El trabajo de Adorno, junto con Max Horkheimer, y su relación con importantes personalidades de la cultura (desde Bela Bartók, Thomas Mann y Fritz Lang —que lo ayuda con los planos, en una mudanza—, hasta Charles Chaplin —que le hace recordar a su madre, porque “actúa todo el tiempo”—), convierte las cartas en una autobiografía de sus años estadounidenses. Cada trabajo, cada artículo que escribe, Adorno se lo envía a sus padres. Si éstos no logran entender un pasaje, el hijo les contesta con una clase de lectura filosófica: “Sigo recomendando liberalidad en la lectura filosófica, no encarnizarse con las expresiones, ni siquiera con oraciones sueltas, sino intentar primero captar en general la estructura de las ideas, a partir de la cual se infieren en gran medida los detalles”. Adorno se enoja cuando siente que sus padres no le prestan la debida atención a sus escritos: le molesta que “personas en comparación más lejanas, y además justamente aquellas que tienen fama de ser particularmente frías, como Thomas Mann, a veces me parece que tienen más sensibilidad para lo que es específicamente mío que ustedes, los más allegados”. Y termina el párrafo con una reflexión muy adorniana: “Es que hasta las cosas más simples de la vida son endiabladamente dialécticas”.
La música está presente en cada carta, hasta el colmo; a propósito de un perro afgano, Alí Babá, escribe: “Cuando lo llevo a dormir (...) le canto la canción de cuna de Brahms (las dos estrofas)”. Y anota: “Lamentablemente, todavía no sabe apreciarlo...”. El padre de Adorno, Oscar, muere en 1946 de un derrame cerebral. A partir de entonces, Adorno escribe a su madre (la “archiancianopótama”), intercambiando noticias editoriales y recetas. Una vez terminada la guerra, la idea de volver a Alemania se instala en Adorno. Es invitado por la Universidad de Frankfurt, y viaja finalmente en 1949. Entonces, relata su increíble éxito en Europa. Curiosamente, en una de sus cartas más impactantes, de 1940, había escrito precisamente del éxito, aunque en otros términos: “Si no lo lograste, yo sólo veo en eso algo aún más conmovedor y humano. Porque íntimamente tengo la sospecha de que todo lo decente y bueno que existe en el mundo tal como está, en realidad sólo puede acreditarse como tal en que no tiene éxito”. Después, en los años estadounidenses que siguieron, aparecerían su Mínima Moralia, Dialéctica de la Ilustración, Filosofía de la nueva música, y otros grandes éxitos que hicieron de Adorno uno de los pensadores más singulares del siglo XX.
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