GABRIEL BáñEZ
Un escritor con doble personalidad devenido funcionario público le sirve a Gabriel Báñez para montar una sátira de la gestión cultural.
› Por OSVALDO AGUIRRE
Cultura
Gabriel Báñez
Mondadori
192 páginas
Por su nombre, Ibáñez, y su doble ocupación como escritor y editor, el protagonista de Cultura parece un alter ego del autor (Gabriel Báñez dirige el sello La Comuna Ediciones, en La Plata). No obstante, el reflejo está distorsionado al máximo por vía del humor y del absurdo, e incluso el mismo juego de desdoblamiento es llevado a la exasperación. El narrador, en particular, plantea todo un caso de personalidad escindida, cuya piedra de toque es el rumor de una turbina de avión, por añadidura en suave descenso, donde escucha “el sonido constante del presente congelado”. Pero aquello que lo enferma es también lo que constituye su reserva de lucidez ante la imbecilidad y las variadas manifestaciones de cretinismo que lo rodean en su ambiente, el de la función pública.
A diferencia de Dante Alighieri, llegado a la mitad del camino de la vida Ibáñez descubrió que “no había selva oscura, encrucijada, ni un sorete”, y dejando atrás su frustrada carrera literaria se convirtió en director de la Editorial Comunitaria Municipal, dedicada a publicar libros sanos y edificantes según ordenanzas y decretos ad hoc y con la supervisión de autoridades eclesiásticas. El narrador escribe ahora bajo el apremio de un enfermero, y su relato forma parte de un tratamiento intensivo y bizarro, que incluye además una múltiple provisión de medicamentos. El diagnóstico no remite a modelos literarios: no se trata de una escisión como la de Jekyll y Hyde, de la locura romántica ni del patetismo borgeano, “esa desgracia balbuceante de no saber quién escribe esta página”. Siendo uno, son dos Ibáñez, y tienen sus diferencias. Por ejemplo, uno se reconoce en el escritor, aunque fracasado, antes que en el editor; el otro, por su parte, se reconoce en el escritor, aunque fracasado, antes que en el editor. No es sólo un chiste; el doble, esa figura construida por la literatura y la psicología, cae también bajo la parodia que da el tono general de la novela. Porque el otro es aquí uno idéntico, y al pie de la letra.
Ese cuadro notable de esquizofrenia supone el punto de vista desde el que se observa la intimidad de una gestión cultural. Un cambio de autoridades es el pretexto para que ese mundo comience a desplegarse ante la mirada corrosiva de Ibáñez. Personajes y acciones son retratados muchas veces en términos desmesurados, pero el delirio que va regulando el relato no los hace menos concretos y reconocibles, al contrario, como se ve en el modo en que un político capta cierta demanda del público (“estas bostas humanas quieren cultura”) o en la descripción que hace un conferencista de su auditorio (“cuarenta viejas de mierda que lo único que necesitan son kilómetros de pija”). Al margen que algunos nombres grotescos apenas disimulan las alusiones a escritores conocidos, la clave parece estar en la irrisión de estereotipos prestigiosos o instaurados por la costumbre. Los discursos pretendidamente técnicos, la charlatanería disfrazada de autoayuda o filosofía y la adaptación de métodos y términos empresariales son los signos reveladores de los lugares comunes y las cáscaras vacías consagradas como objetos culturales. En ese marco donde las palabras pierden su sentido, niegan la realidad o se vuelven solemnes, los comentarios de un encargado de maestranza resultan brutales, pero suenan casi como la única voz sensata. Y por eso, ante “la extrañeza sorda de la vida diaria”, la inquietante turbina que escucha Ibáñez es un rumor de vida, un desarreglo que en definitiva se vuelve saludable, porque lo rescata de la mediocridad.
La actitud dominante en ese mundo es la simulación. Funcionarios que encubren su pasado en gobiernos de facto con parrafadas políticamente correctas, presidentes de entidades de escritores incapaces de redactar una línea y reaccionarios reciclados en dudosos exilios son algunos de sus representantes más visibles. Gabriel Báñez desmonta las imposturas a través de la deformación, y así consigue dar una imagen fiel de la cultura. Y mucha risa.
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