Dom 24.12.2006
libros

ROCANROL, DE OSVALDO AGUIRRE

Ese lugar llamado fuera de la ley

¿Cómo volver al policial en la Argentina de hoy? Rocanrol, el nuevo libro de cuentos de Osvaldo Aguirre, lo consigue por moverse, precisamente, en diagonal: recorriendo la distancia entre la Verdad y la Ley.

› Por Patricio Lennard

Rocanrol
Osvaldo Aguirre
Beatriz Viterbo
155 páginas

Sólo una maniobra paranoica o el encubrimiento de ciertas fuentes de la ficción explican esa necesidad de aclarar que “cualquier semejanza con la vida real es pura coincidencia”. Un slogan en el que una y otra vez han caído la televisión y el cine, y que la literatura (a sabiendas de que la vida también imita al arte) se ha despreocupado casi siempre por adoptar. Por eso no deja de llamar la atención que en la página en que se amontonan las referencias bibliográficas de este notable volumen de relatos de Osvaldo Aguirre, titulado Rocanrol, se aclare que “las narraciones y personajes que componen este libro son ficticios” y “no refieren directamente, ni emiten opinión, sobre hechos o personajes reales”. Una advertencia que parece querer disipar cualquier suspicacia sobre la posibilidad de que la experiencia del propio Aguirre –que fue periodista en la sección Policiales del diario La Capital de Rosario durante varios años– se haya filtrado, sin más ni más, en algunos de sus cuentos.

Ya en La deriva –la novela que el autor publicó en 1996, y en la que Daniel Arnaut, un periodista de Policiales adicto a la cocaína, se involucra más de la cuenta con un grupo que vende drogas–, Aguirre demuestra su interés por indagar en las relaciones entre periodismo, policía y delincuencia, aunque sin que la literatura policial sea su verdadero cometido. No en vano un cuento como “Derecho de piso” (en el que un Arnaut reaparecido y más joven es enviado a investigar un crimen a una villa miseria, en la que no obtiene ninguna información porque sus vecinos dicen no haber visto ni escuchado nada) convierte un recurso básico del policial como la pesquisa en algo anecdótico en sí mismo. Así, ese crimen no está en el cuento para ser dilucidado sino para justificar las vicisitudes por las que pasa un periodista novato, más preocupado en pensar las frases que escribirá en su nota (lo policial es un asunto retórico para él, antes que hermenéutico) que en develar lo que en la villa ha sucedido.

De manera análoga a cómo Pablo Trapero, en El bonaerense, construye un universo policial sin echar mano a elementos del género, en el caso de Aguirre, los periodistas y policías que pasan de un libro al otro son como objetos que él dispone bajo su lente. Algo que explica que en “Garganta profunda” el relato se focalice en la relación que mantiene Arnaut (a esta altura, un periodista fogueado) con un comisario que es su más valioso informante, y que la investigación de unas misteriosas violaciones no constituya siquiera una subtrama del texto. De ahí que Aguirre procure imaginar situaciones y personajes que le permiten sumergirse en las tensiones (institucionales) que hay entre esos dos sistemas de Ley y de Verdad que son la policía y el periodismo. Una pretensión que se cristaliza en personajes como Rainoldi (contrafigura de Arnaut en La deriva), para quien el periodismo es una especie de cruzada contra la delincuencia, al punto que en sus crónicas imita el estilo y la sintaxis de los partes policiales; o como Aramayo, un policía que en “Buche” tortura a militantes de la JP durante la dictadura, y que en La deriva hace otro tanto –en tiempos de democracia– con algunos detenidos, en su nuevo rol de jefe de una división de Drogas Peligrosas.

No extraña, entonces, que el delito (lejos del viso sorprendente que suele tener en la literatura policial a secas) adquiera en uno de los cuentos la convencional fisonomía de dos rateros que porque sueñan con robar alguna vez un banco, y así dejar atrás su vida en la villa, asesinan a un vigilador para robarle el arma. Un hecho que de seguro pasaría desapercibido en esa “opaca monotonía sin epopeya de los delitos” que Foucault dice hallar casi siempre en los diarios, y que invita a preguntarnos hasta qué punto la villa es un terreno explotable para la literatura policial en la Argentina. Allí, textos tan disímiles como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, de Cristian Alarcón; o La villa, de César Aira (en los que “lo policial” también entra de manera sesgada), arman una trama que se entreteje, en algún sentido, con la de Aguirre.

Pero si en algún lado el descenso al espacio de la marginalidad acelera el pulso narrativo es en el relato iniciado en “Punto rojo”, y continuado en el admirable cuento que da nombre al libro, en el que un personaje apodado “el Gato” narra en primera persona el progresivo derrumbe del mundo que lo rodea, al compás del tempo alucinado de la droga. Algo que comienza en “Punto rojo” con un monólogo que versa sobre un “momento de revelación” que a él le proveyó una mezcla de marihuana con hongos alucinógenos que fumó una noche con sus amigos, y que en “Rocanrol” trueca ese trip seudomístico por una experiencia rayana en lo maldito. “Porque la cosa empezó mal con esa merca. Y terminó peor. Terminó de la peor manera”, explicará el Gato en un intento por exorcizar de su memoria el “mal espíritu” que esa “cocaína pura” que una vez tomaron propagó entre sus amigos. Una noche en la que Dieguito sufrió una sobredosis y Eugenio, en un arrebato feroz, le clavó un tenedor en la lengua para evitar que se ahogara, y que terminó con ellos dejándolo tirado frente a un hospital, al borde de la muerte, y huyendo sin saberlo por un camino a la perdición del que sólo el narrador pudo apartarse.

No por nada Aguirre (quien ha publicado también varios libros de poemas y cuatro investigaciones sobre la historia criminal en la Argentina) le dedica el cuento “a los que no pudieron contar la historia”. Esa que él no tuvo que chequear con fuentes policiales para que su literatura, por momentos, haga sudar tan frío.

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