Dom 14.01.2007
libros

NOTA DE TAPA

El hijo del desierto

› Por Guillermo Saccomanno

1 Milán. 1964. La escena es, por lo menos, perturbadora en su simbolismo. Dina, una prostituta, lleva a Mario, un muchacho argentino, a un encuentro con un cliente. Dina presenta a Mario como un muchacho sudamericano. Quien dice sudamericano desde lo eurocéntrico dice no tanto un venido del exotismo como de la barbarie. Sudamericano equivale a humillación. Pero la humillación no termina acá. Primero el cliente propone un pequeño corte con navaja debajo de la verga erecta del muchacho. Luego le ordena a Dina que se la chupe al muchacho y que no trague, que conserve el semen en la boca. “Ahora ve y escúpelo en el pelo de tu sudamericano”, le ordena. “Te doy cinco mil liras.” El muchacho recordará: “Dina me abrazó con ternura y refregó su mejilla contra la mía. Después me fue dando besos en la cabeza, y en cada beso tibio dejaba un poco del contenido tibio de su boca”. Mario parece regodearse en la humillación. Su descenso encubre una estrategia de venganza: qué otra cosa deviene entonces la literatura. En otro pasaje, en la cama que ocupa junto a su madre internada, intentará disimular con tinta una polución en las sábanas: “La tinta y el semen se secarían formando una mancha verosímil que delatase sólo a alguien que se había dormido con la lapicera en la mano”.

Aunque en El desierto y su semilla Jorge Barón Biza emplee elementos autobiográficos y las escenas que se terminan de reproducir sean ficcionales por completo, no pueden leerse con ingenuidad. Nada es ingenuo en esta novela donde el hijo, lo seminal (la semilla) se debate contra el padre (el desierto). Donde el semen derramado junto a la madre se confunde con la tinta y la escritura. El semen aborrecido, todo el tiempo: de esto nos habla Jorge Barón Biza.

2 Si la primera lectura de El desierto y su semilla apabulla, una segunda espeluzna. En la primera lectura la sorpresa de una prosa entre arrevesada, deudora de la crítica plástica, logra, a pesar de sus afanes decorativos, que uno se sienta quizá más atraído por la acción (la trama, los sucesos, los personajes) y pueda identificarse más o menos con la voz narradora de Mario, el protagonista. La segunda lectura, la que espeluzna, es en la que uno se pregunta en qué consiste el efecto hipnótico y eviscerante de esta novela. Y se empieza a notar que los reparos son justamente sus virtudes, eso que construye la extrañeza de esta novela. Se advierte entonces en una cuestión de estilo: su prosa “mala”. Porque la prosa de Jorge Barón Biza es “mala” en los mismos términos en que la moral y las buenas costumbres juzgaron mala la escritura arltiana. Aquello que Arlt debía a la cruza de la literatura bandoleresca con la literatura rusa hispanizada en traducciones cupleteras constituyó la fórmula secreta de su poética expresionista. Crítico de arte, Jorge Barón Biza asume una manera de narrar apelando, además del uso del “cocoliche globalizado”, a una gramática acuñada en la crítica de arte. Entonces se advierte que es parodia y no decoración el uso de la prosa de crítico de arte.

(Con respecto al empleo del cocoliche en la literatura de Jorge Barón Biza es recomendable el artículo de Daniel Link, “Un Edipo demasiado grande”, publicado en este suplemento en septiembre de 2001) Volviendo: lo bajo, lo paródico, le toma el pelo a lo alto, a lo que puede haber de prestigioso en la retórica fanfa de la crítica de arte. El cocoliche no parodia la lengua de Dante sino la ampulosidad de la dicción de Gassman y Manfredi. Alternándose con la crítica de arte, el cocoliche plantea la violencia (ideológica, política) en el lenguaje. Es amargo el efecto residual de esta violencia en una narración que describe sin escrúpulos la acción del vitriolo en la carne materna, su calcinación, y luego las sucesivas intervenciones quirúrgicas y capas de implantes. No es liviano, en paralelo, seguir al hijo en picada por una realidad espectral que lo supera. No se sale indemne ni de las descripciones obsesivas de la transformación de la carne en calavera ni del sentimiento de urgencia que contagia una escritura desesperada. “Escribo apresurado”, escribe Mario, narrador y protagonista. Si lo que narra Jorge Barón Biza puede tener una relevancia autobiográfica, lo que cuenta y cómo lo cuenta se vuelve un experimento en el que se torna imperceptible el límite entre lo vivido y lo ficcionalizado. Conviene dejar toda esperanza al entrar en esta novela.

3 Que la estética nace como discurso disciplinario del cuerpo no es una novedad. A contrapelo del poder cultural y los valores canónicos, El desierto y su semilla es una novela que denuncia la falsa pureza de lo bello como absoluto. Escrita durante los ’90 y publicada a finales de esta década, la de mayor travestismo (un travestismo que incluye los cuerpos y particularmente los cuerpos de la política), indaga ese territorio donde la belleza es artificio “descarado”. En la tapa de las sucesivas ediciones de este volumen (ésta es la tercera) hay una pintura del pintor milanés Giusseppe Arcimboldo (1527-1593). La obra, El jurisconsulto, con un grotesco monstruoso muestra el rostro del jurisconsulto compuesto con partes de pollo y remite inequívocamente a la sucesión de implantes en el rostro de Eligia. Toda una alucinación, la imagen de la tapa presenta la misma violencia formal que la crítica de arte y el cocoliche detonan en el relato.

4 “¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación de amar al recién nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón”, lee Mario en la última novela de Aron, su padre. (Los nombres no son gratuitos: Aron es el guerrero de Cólquide, la patria de Medea; Eligia, la madre, proviene del latín y se traduce como “la elegida”; el apellido Gageac alude a los fuertes antiquísimos en los acantilados de Aquitania.) El Aron de la novela no es muy distinto de Raúl Barón Biza (1899-1964), padre de Jorge. Y conjuga demasiados elementos seductores para la creación de un maldito. Tantos que resultan impostados además de fatuos. Hay una celada que acecha al lector que se acerca a El desierto...; es la espera de que se ilumine de nuevo la pantalla donde se proyecta la historia del padre aventurero, playboy, político y escritor, un tipo que viste trajes cruzados y gangsteriles, más cerca de la provocación que del desafío intelectual. Cabe acotarlo: su mejor personaje fue él mismo. En 1930 Raúl conoció a una actriz suiza, Martha Rossi Hoffman (a) Miriam Stefford. Se casaron en Venecia y la fiesta dio que hablar un rato largo a la aristocracia. Miriam fue pionera en nuestro país en disponer de un brevet de piloto. Antes de que el matrimonio cumpliera un año, Miriam se estrelló con su máquina en una sierra cordobesa. Allí el viudo alzó un obelisco de 82 metros en su memoria. Junto con ella, enterró sus alhajas. Y colocó una maldición a quien violara el monumento. Quien osara profanar la tumba de la amada buscando las alhajas volaría junto con los explosivos allí dispuestos como garantía de seguridad. Radical yrigoyenista, se opuso al golpe del 30 y, en la cárcel, fue víctima de una paliza del torturador comisario Lugones, hijo del poeta nacional. Más tarde sedujo a Clotilde Sabattini, hija de su amigo, el político Amadeo Sabattini, el radical fundador de la Unión Democrática opositora a Perón. Barón Biza le llevaba veinte años a Clotilde. Ella era una prolija reformista de la época, usaba el pelo corto, vestía con recato, le preocupaba la educación pública y se oponía a Evita, a quien también le inquietaba el asunto. Con una diferencia: Evita levantaba las escuelas. Bajo el régimen peronista Clotilde fue detenida y al salir en libertad encaró el retiro obligado de los contreras: el exilio montevideano. En tanto, su matrimonio con Raúl, sin otra afinidad que el antiperonismo, entró en una serie melodramática de desavenencias. Tras una gresca conyugal, Raúl se batió con su cuñado en un duelo a tiros. Y los dos salieron heridos.

5 En uno de sus tantos conatos de divorcio, en 1964, Raúl y Clotilde se citan con sus abogados en el departamento del primero. Están por acordar en los papeles. Raúl convida whisky a los abogados. Después vuelve con un vaso y arroja el contenido contra el rostro de Clotilde. Vitriolo. Ya no en la realidad sino en la ficción un cirujano plástico explicará: “El símbolo del vitriolo en la alquimia es Cupido. El amor ardiente que flecha y regenera. Pero no es un símbolo caprichoso, aspecto razonable: descubrir la belleza interior”. Pero, ¿qué es “la belleza interior”? Habría que detenerse en esta pregunta cuando la novela parece transcurrir siempre en un interior claustrofóbico, a puertas cerradas, en un adentro infranqueable aun cuando su protagonista peregrine en tránsitos y fugas sin salida.

6 Jorge Barón Biza reflexiona: “Pero la idea de que lo caótico es más tolerable que lo desértico, que yo había referido tanto al Aron espiritual como a la Eligia física, quedó sembrada en mi conciencia de aquellos años: la idea de que el mal no era un tema al alcance de la voluntad, que si alguna vez afectaba al hombre (con menos frecuencia de lo que su orgullo lo suponía) era bajo la misma condición que tiene la naturaleza: involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas”.

Después de quemar el rostro de su mujer, Raúl se pega un tiro con un 38. Mario, el hijo de la ficción, lleva a su madre en taxi al Hospital del Quemado, pasan delante de un cine: dan Irma la Dulce, con Shirley Mac Laine. La visión fugaz de esta puta de celuloide es quizá una señal anticipatoria de Dina, la prostituta de Milán que se solidarizará con Mario mientras su madre permanezca internada en una clínica donde su principal clientela está compuesta por jovencitas que quieren arreglarse la nariz. Cabe preguntarse: dónde termina la realidad y dónde empieza la ficción. El desierto..., la novela del hijo, no es inocente en el manejo de la ambigüedad entre una y otra. “El libro fue bien recibido, sí. Pero el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto”, habría de declarar el autor en una entrevista en Página/30.

7 La vocación escandalizadora de Raúl Barón Biza nunca superó El derecho de matar, su novela más célebre. A Barón Biza, “pornógrafo” según sus contemporáneos, se lo comparaba con Sade, pero no era para tanto. Apenas lo que en su época se definía como “un tipo que se juega entero”. Su hijo Jorge, abochornado, lo defenestrará en la ficción: “un objeto textual”, opina de la escritura de Aron, el padre. “Un candor semántico”, la califica. En este sentido cabe pensar que El desierto... no es sólo lo que su autor presenta: una novela sobre la madre. También es, en simultáneo, una novela parricida. Por qué no pensar que el hijo, Mario, le disputa a Aron, el padre, además de la mujer, esa poética escabrosa que pudo haber seducido a la maestrita cordobesa. En la medida que el padre, un derrochón exasperado, se patina una fortuna familiar, el hijo hereda apenas un refinamiento y lo constituye en su fortuna. Lo abisma encontrar, ya hombre, las correcciones despreciativas de su padre en un escrito suyo de iniciación. La escritura deviene entonces el escenario del reto, entendido también como duelo. En este territorio, la escritura, aquello que al hijo avergüenza de su historia familiar no es sólo la agresión, el vitriolo. Lo avergüenza también la escritura naïf del presunto escritor maldito, la pretenciosidad de una obra literaria en la que no escasean ni las exhortaciones blasfemas al papa, los abismos eróticos, la miseria del mundo. Mario escribe en el lugar del padre, en el departamento de Aron, en su biblioteca (Stirner, Papini, Lenin). Allí donde el padre escribió varios libros para trascender (ser etiquetado “maldito” en el gallinero literario), al hijo le basta uno solo, certero y letal. De acuerdo, el mecanismo de lo edípico se despliega en la escritura, pero subterránea fluye en la escritura la moral materna: una pedagogía. En este nivel, El desierto... puede ser leída también, por qué no, como una educación sentimental. Y filial.

8 A propósito del constructivismo del pintor uruguayo Torres García, Jorge Barón Biza apuntó: “La oposición entre belleza y compromiso social es falsa porque lo implícito en la belleza es un sustrato ideal que implica, a través de la obra, una comunicación que no puede evitar el compromiso”. Así como pueden aportar a la comprensión de una obra aquellos textos laterales de su autor (que nunca son tan laterales sino más bien complementarios), también es lícito prestarle atención a la manera en que él se refiere a sí mismo y se presenta en la solapa de un libro, siempre indicativa de cómo pide ser leído. En la solapa de El desierto... se lee: “Nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte”. Subrayemos este dato: alta sociedad. Porque proporciona una pista para entrarle a la novela por el lado de lo político. La violencia es un sintagma que atraviesa todo el relato. La violencia como prerrogativa de clase estalla cuando Aron tira vitriolo en el rostro de Eligia y se repite en tono menor cuando su hijo, Mario, más tarde, marca con una navaja a Dina, la puta amiga. Eligia, antiperonista a ultranza, tiene no obstante su desprecio de clase, algo en común con la mujer del tirano: las dos son cuerpos ultrajados. Lo que en la muerta es el embalsamamiento, en la viva es la cirugía plástica en Milán, coincidentemente la ciudad donde su enemiga yace sepultada en secreto. Mario, el narrador, hereda el antiperonismo visceral de sus padres y lo proyecta en su relato. Así como la Fusiladora prohibió que se nombrara a Perón y Evita una vez derrocado el régimen, así Jorge Barón Biza en su novela no escribe (no pronuncia siquiera) sus nombres. Alude al General, a su mujer y a su partido. La alusión carga el odio de la “alta sociedad” hacia el peronismo. En la medida en que el tirano y su esposa no tienen nombre, no tienen identidad. Como tampoco tiene identidad su madre al perder sus rasgos. Lo que va del vitriolo a la navaja, de la cirugía plástica al embalsamamiento, es ni más ni menos que efecto de la violencia política ejecutada en los cuerpos. Desde esta perspectiva puede leerse también, por qué no, el simulacro de castración citado al comienzo de estas anotaciones.

9 Otro texto lateral a la novela concede otra pista, ahora sobre el destino elegido del autor. En un artículo titulado “Penas y glorias de Quinquela”, Jorge Barón Biza registra una anécdota del pintor. Quinquela, en La Boca, contempla los barcos abandonados, ya inútiles.. “¿Qué va a hacer?” le pregunta el desconocido. “Aquí estoy mirando los muertos”, le contesta Quinquela refiriéndose a los barcos. “Usted iba a suicidarse”, le dice el otro. Y le cuenta: “No sería el primero en este sitio. Yo mismo me asomé al cementerio de barcos y de pronto me tiré al agua”.

En la solapa de El desierto... un breve texto de su autor consigna: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”. Si el padre se suicida tras quemar la cara de su mujer, años más tarde, una de sus hijas saltará al vacío. La madre, sumida en una depresión, repetirá el salto. A los cincuenta y nueve años, Jorge Barón Biza se tiró por la ventana de su departamento en un doceavo piso en la ciudad de Córdoba. Dejó una novela inédita: La mujer en lo alto.

En las últimas páginas de El desierto... Mario, el protagonista narrador, perdida la juventud y la inocencia, anota: “Mi salud no está a la altura de las esperanzas que traigo del balcón; me aparté demasiado de la vida; vomito todos los días, tarde o temprano yo también seré sólo un texto”.

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