RUBEM FONSECA
Un destilado de Fonseca en breves textos violentos.
› Por Sergio Kiernan
Pequeñas criaturas
Rubem Fonseca
Norma Editorial
342 páginas
Hay un zumbo de la Federal que ya debe andar retirado, y que una noche de guardia en Tribunales –llovía, hacía frío, no pasaba nada– hablaba con los periodistas para matar el tiempo. En alguna celda del viejo palacio había algún preso entonces famosón y ahora olvidado, y todo el mundo se apiñaba en una de las grandes arcadas. Unos tenían que quedarse para ver si entraban, los otros para evitar que entraran. A las tantas, y cuando el hielo se había quebrado como para compartir cigarrillos, pasó por enfrente una mujer de rojo, taconeando entre charcos, apurada al cabaret. El zumbo pitó, rezongó alguna cosa, y dijo: “A esta hora, putas, botones y periodistas...”.
Varios de los que lo escucharon se quedaron pensando qué cosas habría visto el cana para lograr semejante síntesis del cinismo. Pequeñas criaturas, el libro de Rubem Fonseca que acaba de aparecer en castellano, es una elaboración sobre ese tipo de sequedad. Es que Fonseca será brasileño, vivirá y usará de escenario la bellísima Río, pero fue cana. Y se nota.
La fama de este autor reposa en novelas malamente clasificadas como policiales. En algunas, es verdad, hay asesinatos o chantajes; hay policías y hasta detectives, y siempre hay abogados porque para ser comisario, o inspector en las policías de Brasil, hay que ser abogado. Pero Fonseca no es realmente un escritor de policiales sino un realista, alguien que usa esos escenarios porque los conoce, y para hablar de ciertos temas. El verdadero centro de su obra es la soledad y cierto tipo de alienación muy de su país: el de la violencia sin sentido. En la obra de Fonseca, matar a alguien es muy barato o es gratis, y la muerte llega de manos de gente apenas letrada que sabe que matar no va a cambiarles la vida. Digamos que en el tarifario de Brasil, una boleta no salva a nadie.
En Pequeñas criaturas la violencia va a su expresión más mínima. Editado originalmente en 2002, el libro es una vuelta de Fonseca al cuento, una forma que exploró en cinco libros y que abandonó tan formalmente que hasta publicó sus Contos reunidos. Pero parece que a la proliferación de temas y asuntos no se la alcanzaba a contener en las novelas. Esto es porque escribir una novela toma, hasta para un escritor tan rápido como éste, al menos un año, con lo que sobraba material.
Entonces, estos cuentos tienen un sabor muy peculiar de ideas demasiado queridas o redondas como para desperdiciarlas. Algunos son de un minimalismo al pasar, como fragmentos; otros son diálogos de dos o tres páginas que pintan una vida entera perfectamente y como en una acuarela. Nada sorprendentemente, y hay varios cuentos breves y brillantes sobre celos: hombres desencajados de celos, prontos a cometer crímenes hediondos, que bajan a tierra con un besito. Mujeres sacadas imaginando qué mira su hombre en el gimnasio cuando ellas desvían la mirada. Mujeres rasgando libros de sexología –rarísimos y antiguos– hasta que sus novios las amenazan de muerte para luego confesar que no podrían hacerlo (ellas, conmovidas, ofrecen un cuchillo de carnicero y luego se los llevan a la cama). Y un hombre que se corta la oreja y se la regala a su amante para probarle su amor, ganarse una sonrisa y el encargo de escribirle un soneto (“eso ya es más difícil”, se excusa él).
Este libro comienza en una favela con un viejo que perdió la dentadura y necesita una silla de ruedas. Y con sus hijas que deciden mudarse con él y hacer, cada una, una cola distinta en la asistencia social (para los dientes, para la silla, etcétera). Y con el viejo sentado en la cama, esperando, y pensando que la cama es “un lugar de mierda para pensar”. Y este libro termina con un gordo que quiere ser escritor y tira los comienzos de sus historias hasta que encuentra uno: matar a la vecina insoportable, material para una novela de la que ya tiene “el comienzo, el medio y el final”.
Un gusto reencontrarse con Fonseca en este formato. En todos los formatos.
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