DAVID FOSTER WALLACE
Hace unos años, se consideraba a David Foster Wallace uno de los hijos dilectos de Thomas Pynchon, el gran escritor “raro” norteamericano. Hoy, ya se le concede una justa autonomía: ha superado al maestro, es más Pynchon que Pynchon y, por lejos, el escritor que más incomoda en lengua inglesa.
› Por Rodrigo Fresán
Extinción
David Foster Wallace
Sudamericana de Bolsillo
398 páginas
“Citaría aquí alguna oración de algún relato de Extinción, pero no me quedaría espacio suficiente para el resto de la crítica”, escribió en su momento el encargado de la sección de libros de The Seattle Times a propósito de la salida de Extinción. Ja. Y es que desde la publicación de The Broom of the Sistem (1987, su primera novela, todavía inédita en español), Wallace siempre ha sido blanco de flechas chistosas sin que eso signifique negar el hecho de que más que probablemente sea el escritor más importante de su generación, de una generación crecida a la sombra y nutriéndose de los frutos de ese gigantesco árbol totémico que es Thomas Pynchon.
La diferencia entre Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962) y sus contemporáneos –y en su apreciación del autor de El arcoiris de gravedad– es notable: Wallace no es discípulo, Wallace es Pynchon puro, sin diluir ni adulterar. Y –si se borraran las fechas y se mezclaran los títulos– costaría precisar quién es el maestro y quién el aprendiz. Wallace es más Pynchon que Pynchon. Wallace trabaja enfocando el telescopio/microscopio de Proust, conectando con los procedimientos más extremos de los escritores surrealistas para aparearlos con el paisaje social-realista de la literatura norteamericana más clásica, incorporando ciertos modales de los llamados “superficcionalistas” (Barthelme, Barth, Gaddis, Gass & Co.) y algún que otro tic de Nabokov (la nota al pie como huella digital) y a donde va a dar todo esto es a tramas que podrían leerse como la versión macro de las tramas minimal de los mejores episodios doméstico/laborales de la serie The Twilight Zone.
Pasen y vean: un hombre que recuerda un episodio traumático de su niñez cuando fue secuestrado por un enloquecido maestro suplente (“El alma no es una forja”); un canal reality que emite las 24 horas escenas de sufrimiento físico o psicológico y las tripas de un hombre producen esculturas fecales y animadas con la forma del dios Anubis o la estatuilla de Oscar y lo que ocurre en Style, una revista de fashionistas cuya redacción está en una oficina del World Trade Center, y es julio del 2001, y ya saben lo que va a pasar en un par de meses (“El canal del sufrimiento”); una batalla matrimonial a propósito de unos ronquidos (“Extinción”); el horror vacui expresado en la jerga cada vez más críptica pero reveladora de una reunión de marketing donde se prueba un nuevo producto alimenticio (“Señor Blandito”); la deconstrucción de una anécdota oída en un avión sobre un niño salvaje (“Otro pionero”); una mujer que descubre, luego de una cirugía plástica, que su rostro se ha convertido en una “máscara” que sólo expresa el terror (“La filosofía y el espejo de la naturaleza”); algo que puede ser leído como una confesión estética o credo ético en forma de memoir muy selectiva (“El neón de siempre”) protagonizada por un tal David Wallace pero en la boca suicida de un amigo de infancia; y –la muy breve “Encarnaciones de niños quemados”, un prodigio de contención en el que Wallace parece decirnos “Yo también puedo hacer esto”– la impotencia de unos padres que no saben qué hacer ante el dolor de su bebé.
Todos ellos –una traducción más apropiada del título original, Oblivion, sería Olvido y no Extinción– sueltos y perdidos en el espacio de jergas y tecnicismos, aunque unidos por el desesperado deseo de la amnesia y sin poder dejar de recordarlo todo hasta al más mínimo detalle. Porque cuál es el tema de Wallace. Fácil de decir y difícil de hacer: el Big Bang que da origen al infinito y el Great Crash del que resulta lo infinitesimal.
El problema para muchos –y la gratificación para algunos, entre los que me incluyo– es que Wallace, con todo esto, escribe cuentos. Y, para la crítica más formal made in USA, no está bien “hacerse el loco” en el relato porque para eso, en todo caso, está la novela. Y comparadas con sus colecciones de textos no tan breves, las novelas de Wallace (incluyendo a la colosal en todo sentido La broma infinita, de 1996) son casi normales. Lo que se incluye en La niña del pelo raro (1989), Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999) y ahora en Extinción (2004) es, por lo contrario, el núcleo duro y atomizado de la obra de Wallace. Estos relatos-ensayados son el lugar donde más brilla y encandila este autor con su fuerza y su talento y –junto a sus ensayos-contados, recopilados en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997) y Consider The Lobster (2005)– el mejor sitio para comprender qué es lo que quiere hacer o deshacer, lo que le interesa provocar a Wallace.
Semanas atrás, hacia el final de una entrevista con John Banville, el escritor irlandés me aseguraba que “el estilo avanza dando triunfales zancadas, la trama camina detrás arrastrando los pies”. Wallace comparte esta idea y la lleva todavía más lejos convencido de que –y no es casual que haya firmado sendos non-fictions sobre el rap (junto al también pynchonista Mark Costello) y el discurso científico aplicado a una improbable, pero ahí está, “historia compacta” del infinito– más allá y por encima del estilo hay una nueva frontera en la que el lenguaje corre dando saltos digresivos cada vez más largos. Y es que para Wallace, el lenguaje no es un virus. Es mucho más que eso. Para Wallace, el lenguaje es una epidemia y arriesgarse a leerlo supone descubrir que uno es completamente inmune (y salir corriendo) o que se ha nacido para disfrutar del más intenso de los contagios sin retorno.
Un revulsivo ensayista y crítico, Dale Peck, afirma que lo que en realidad busca Wallace con su prosa –lo que más o menos inconscientemente expresa– es las ganas de ser sodomizado. Otro, el de The Miami Herald, más cauto pero igualmente espantado, asegura que “pocas veces ha existido un escritor que desprecie más a los lectores”. Un tercero, en Harper’s, concluye con cierta preocupación que “Wallace está en su derecho de escribir un gran libro que sólo gente como él pueda entender. Me gusta pensar que yo soy uno de ellos; pero no tengo la menor idea de cómo convencerlos a ustedes que también son parte de ellos; y tampoco, me parece, sabe cómo hacerlo Wallace”.
¿Ja?
Wallace, por su parte, explicó sus intenciones con claridad sintética en una entrevista de hace varios años atrás: “Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena ficción era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmos”. Misión cumplida entonces. Ahora es el turno de ustedes y a ver qué pasa, qué les pasa a ustedes.
Una cosa es segura: David Foster Wallace viene haciendo lo suyo cada vez más seguro de aquello en cuanto al que ríe último ríe –y escribe– mejor.
Y como ningún otro.
A su manera.
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