PéREZ-REVERTE
Sexto volumen de la saga del capitán Alatriste, este libro (de título desopilante para argentinos) relee a Emilio Salgari y recrea los tiempos de cuando España era la gran potencia mundial.
› Por Sergio Kiernan
Corsarios de Levante
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara
350 páginas.
Alguna gente, plebeya y de poca monta, puede tirar la chancleta y abandonarse al gusto. Arturo Pérez-Reverte, español de apellido con guión, hace rato que decidió tirar la gola, el jubón y el faldillo, y dedicarse esquizofrénicamente a la aventura. El hombre tiene una doble vida de escritor de misterios cultos, eruditos a la Umberto Eco, y de autor de aventuras de capa y espada. El sexto tomo de su Capitán Alatriste es nada menos que una de piratas, de esas en que se llevan maravedíes en la faltriquera, se vota a los clavos de Cristo y se exclama ¡a fe mía! Corsarios de Levante parece un título en joda, para comedia porno, pero va en serio: Alatriste se embarcó en las galeras y combate al turco en el Mediterráneo oriental, el Levante, y lo de “de” en lugar de “del” es simple amor a la grafía antigua. Hay faldas en este libro, pero ni un pezoncillo.
Alatriste es más una fantasía proyectada que un personaje. Torvo y seco, de ojos claros y bigotazos, con un sentido del honor navajero, Don Diego es capitán, héroe y más cínico que Bogart con unas copas de más. Su creador se da gustos como hacerlo amigo de Quevedo –que le manda libros dedicados y cartas chismosas– y lo deja tener camaradas de armas en quien confiar y un muchacho a quien formar como soldado. Pobre hombre, no tiene hogar ni mujer, ya que su función en la vida es llevarnos a la guerra, mostrarnos cómo se hacía en el Siglo de Oro y por qué, enseñarnos historia, carajear que ni Góngora y exhibirnos el horror del combate.
El niño Pérez-Reverte debe haber leído y releído a Salgari hasta el contagio. Tano y latinista, el viejo folletinero detestaba a los ingleses, despreciaba a los yanquis, amaba a los españoles y respetaba solamente al perro cusco, al hombre de raza mezclada, el sin patria y quemado. Sus grandes héroes iban de turbante y sus páginas más duraderas tal vez sean las del final de La hija del Corsario Negro, donde la joven pirata ve, lagrimeando e impotente, el fin de la guerra de Cuba: la flota española del Caribe, última del Imperio, sale por honor a la muerte segura a manos norteamericanas, con las banderas clavadas en los mástiles para no poder rendirse. Los yonis liquidan a los españoles a distancia segura, haciendo tiro al blanco con la prepotencia del dinero y la mejor tecnología; los españoles mueren como caballeros.
Pérez-Reverte fue muchos años corresponsal de guerra y su obra tiene mucha pólvora, mucha crueldad y una contradicción enorme entre fascinación y repudio por el mismo hecho del combate. Los corsarios del Levante son profesionales en un mundo cruel, donde los esclavos reman encadenados en una guerra naval que ya pasa el siglo entre la España que es la mayor potencia mundial y el Imperio Turco que le hace de Unión Soviética. Es una historia olvidada y uno de los temas centrales de la serie Alatriste: “Aquella nación católica, forjada desde hacía un siglo, que libraba una guerra durísima y simultánea en todos los frentes, contra la envidia codiciosa de Francia e Inglaterra, la herejía protestante y el inmenso poderío turco de la época”.
Hay un gran orgullo dando vueltas por este libro, tanto que al final se pone un pitín pesado. El narrador del cuento –que es explícito, a la cervantina y a la Salgari– explica que “diré por lo menudo cuanto en mi siglo hizo el nombre de mi patria respetado, temido y odiado en los mares de Levante... Diré cómo, para crear el infierno así en el mar como en la tierra, en aquel tiempo no eran menester más que un español y el filo de una espada”. Esto se cumple, con lujo de batallas terrestres y a flote, en las que los “señores soldados” usan arcabuz, escopeta, peto, rodela, toledana y todo tipo de dagas, enfrentados a la picas y alfanjes de los jenízaros. Todo el mundo es valiente, las cicatrices son medallas y la sangre baña las cubiertas. Los capitanes dan órdenes incomprensibles –“¡Boga larga, hijos!”, “¡Pasad la mayor de cruz! ¡Por la griega zurda!”– y todo eventualmente se resuelve cuando una galera le clava el espolón a la otra y los españoles gritan “¡Santiago! ¡Cierra España!” y se arrojan sobre el enemigo. No hay turco –o albanés, o griego ladino, o morisco, o mucho menos inglés pirata y ladrón– que resista la carga de los tercios.
La jarana es temperada por los dolores y las miserias, que no terminan de resultar tan convincentes. Hay momentos que realmente dan pausa –como el niño morisco capturado como esclavo en una incursión, que llora y llora mientras aparta las moscas de la cabeza cortada de su padre– pero la mayoría de las reflexiones recuerdan a Ronald Reagan haciendo de cowboy. Y no hacía falta, francamente, repetir tantas veces que los españoles son valientes como nadie aunque España es un ama cruel y olvidadiza.
Lo mejor del libro es lo de siempre, el lenguaje, que es puntualmente de época y abundante en puteadas como cagüemuelas, me cago en Satán y va de pijo. Pérez-Reverte tiene un ciertísimo oído y logra un barroco moderno que hasta cuando no se entiende realmente, da gusto dejar rolar por la lengua.
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