SOBRE LA BELLEZA
En su tercera novela, Zadie Smith rinde culto a la elegancia y no pierde el manejo de diálogos brillantes.
› Por Mariana Enriquez
Sobre la belleza
Zadie Smith
Salamandra
476 páginas
Zadie Smith tenía 25 años cuando, en 1999, publicó su primera novela, Dientes blancos. Y se convirtió en una estrella del mundo literario británico: una joven negra, inglesa, bonita, reverenciada por la crítica y admirada por sus pares. Ella misma reconoce que se puso de moda, y respondió con cierta timidez a quienes la consideraban apenas una dedicada estudiante de Cambridge que se subía al tren del multiculturalismo. Dientes blancos, sin embargo, tenía su encanto: Zadie Smith es una virtuosa del diálogo y la composición de personajes, y ese Londres de jamaicanos, bangladesíes e indios mezclados con ingleses de clase media progresistas vibraba con una vitalidad callejera, a pesar de que el tono de comedia resultaba leve, porque la novela jamás llegaba a tener la ferocidad ni la profundidad de la sátira social. Dientes blancos resultaba tranquilizadora (su retrato paródico de jóvenes fundamentalistas islámicos resultó peligrosamente ingenuo cuando, dos años después de editada la novela, ocurrió el atentado a las Torres Gemelas, y esa utopía multicultural planteada, problemática pero finalmente simpática, se hizo pedazos).
Quizá por eso, o por su aversión a la política, que Smith menciona siempre en ensayos y entrevistas, en su nueva e igualmente celebrada novela, eligió un camino mucho más literario. Sobre la belleza es un homenaje a Howard’s End de E.M. Forster. Como la novela del clásico escritor británico, enfrenta a dos familias opuestas ideológicamente, y plantea temas de clase, raza y oportunidades en una sociedad estratificada, con toques de melodrama. Las familias son los Belsey y los Kipps; los primeros, liberales, los segundos ultraconservadores. Los Belsey viven en la exclusiva costa este de Estados Unidos; el padre de familia, Howard, es un profesor de Filosofía e Historia del arte que lleva adelante una cruzada contra el arte figurativo y la religión; su esposa Kiki (el mejor personaje de la novela) es una hermosa mujer negra, obesa, feminista y militante. El matrimonio se está desintegrando por culpa de una infidelidad de Howard. Los Kipps son británicos, negros y religiosos; el patriarca, Montague, también es historiador del arte y político ultraconservador; ambos hombres sostienen una batalla sobre Rembrandt. Y los hijos de ambos se entrecruzan en tramas de deseo e ideología, en rebelión contra sus padres de todas las formas posibles. Como en Dientes blancos, Smith se excede en su entusiasmo, y muchos personajes se desdibujan, otros parecen incompletos; abandona líneas argumentales, que con frecuencia retoma a los tropezones. Por ejemplo: cuando Smith comienza a analizar una relación interracial de manera aguda y conmovedora, enseguida abandona y se pierde en las minucias de la política universitaria. Como si la levedad fuera su principal objetivo.
Sin embargo, ése no es el problema de Sobre la belleza. El talento de Smith para el diálogo y la construcción de personajes está intacto: los Belsey y los Kipps son tangibles, multidimensionales, adorables, y la autora pasa con pasmosa facilidad del esotérico lenguaje académico a los diálogos entre inmigrantes haitianos en las calles de Boston, o entre jóvenes raperos. El problema es que Sobre la belleza es una novela demasiado elegante y respetable, en la línea de The Master de Colm Toibín, o La línea de la belleza de Allan Hollinghurst (todas fueron, la de Smith también, finalistas del premio Booker’s). En ese camino de las calles a los claustros –Smith fue recientemente profesora en Harvard– se perdió cierto encanto plebeyo y urbano, cierta inasible frescura.
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